Mariano Azuela Rivera (1904-1993) licenciado en derecho por la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la entonces Universidad Nacional de México, fue allí profesor desde sus años de estudiante. Fue también ministro de la Suprema Corte de Justicia y senador de la República. En 1957 recibió la medalla Ignacio L. Vallarta del gobierno de Jalisco. El cabildo de su ciudad natal, Lagos de Moreno, lo nombró ciudadano distinguido. A continuación la transcripción facsimilar de una misiva de Mariano Azuela a Gregorio Ortega con motivo de la publicación de Los de Abajo en España.
México, D. F. julio 9 de 1969
Sr. Don
Gregorio Ortega
C i u d a d .
Querido Ortega:
En varias ocasiones he querido escribirle, pero la intención se ha quedado en el aire. Ahora lo hago, aun con la emoción que me suscitó su hermoso artículo; me ha removido, sacándolas a flote, vivencias que de tiempo atrás se habían tornado subterráneas.
Ha pasado tanto tiempo, fué tan grande el contraste entre la época en que mi padre era escritor ignorado y la que vino después, cuando saltó de pronto a la fama, que me ha causado verdadera sorpresa comprobar como usted recuerda cosas que yo ya tenía olvidadas.
Pero usted, que tan elegante —[¿]o modestamente?— oculta su verdadera intervención como descubridor de mi padre, omitió relatar el curriculum —como ahora se dice.
Cuando usted empezó a escribir en el Universal Ilustrado se dió a entrevistar personas eminentes, pero introdujo una revolución en la técnica de la entrevista. Con anterioridad era una conversación llena de respetos en la que el entrevistante presentaba el autorretrato del entrevistado, adecuadamente retocado. Usted alcanzó pronto fama de hombre “peligroso” porque entre las preguntas de cajón, lanzaba algunas secundarias que sorprendían al interrogado y que después eran las más importantes en la publicación; hacía observaciones indiscretas sobre el ambiente de la casa; en fin, que no era ni siquiera un retrato fotográfico, sino el retrato del pintor, a lo Goya o lo Velázquez, que exhibían a sus monárquicos mecenas en todo su negativo esplendor. En esta forma, hábil y reiteradamente fue usted presentando a Mariano Azuela, a quien, por el contrario, trataba usted con positiva generosidad. Así provocó usted la opinión de Rafael López sobre Los de Abajo —a veces he pensado si usted mismo lo inventó— que convenció a Noriega Hope de publicar la novela. Pero los elogios de México eran todavía limitados. Entonces se llevó usted la obra a España, la dió a conocer entre los críticos más renombrados, y vino la exaltación en términos que rebasaron notoriamente la admiración de los coterráneos. Por cierto que acaba de publicarse un Epistolario en donde figuran sus cartas de España y las contestaciones de mi padre.
La realidad fué pues, que mientras los otros encubrieron a mi padre, usted lo descubrió, porque tuvo el valor de mostrar una admiración que los demás, aun los que advirtieron su valor tuvieron miedo de manifestar.
¿Qué diría Don Victoriano Salado Alvarez si hubiera vivido todavía, cuando la obra de mi padre es tema de exámenes de literatura en Francia, él, que a raíz del éxito nacional de Los de abajo se dignó publicar un artículo limitadamente elogioso en el que lamentaba que las novelas de mi padre, por lo mal escritas, quedarían “hors de la litterature”?
En varias ocasiones usted me ha mostrado como el descubridor de mi padre novelista. Un párrafo emotivo de su artículo pone a luz la verdad. Como usted observa, mi gran admiración por mi padre se alimentaba por una inmensa ternura; sufría intensamente por la injusticia de que él era víctima. La admiración de usted fué una valoración pura, exenta de filiales ternuras, y fue usted el que tuvo el valor de publicar sus juicios y afrontar la responsabilidad que otros temieron fué usted y sólo usted.
Reintegrándome a aquellos pasados tiempos, he pensado con terror, [¿]qué hubiera ocurrido si usted y yo no nos hubiéramos encontrado y coincidido en nuestra común admiración? El valor de la obra de mi padre se hubiera impuesto a la larga, pero la fama le hubiera llegado, en sus últimos años, cuando la luz de la gloria no es ya capaz de iluminar las sombras que proyectó el fracaso.
Su artículo me ha evocado aquella nuestra época, en que parecía que perdíamos el tiempo, cuando en realidad estábamos creando heróicamente futuro. A usted le agradaba fomentar fama de satánico; enseñaba al vate Hernández a leer a Danuzio probablemente con buena intención, pero El fuego y Las vírgenes de las rocas estimulaban más los angustiosos apremios eróticos del discípulo que su vocación poética; recuerdo —y no proteste indignado— que usted simulaba admiración por Lon Chaney encarnando el papel de un inválido que desde su silla de ruedas manejaba implacablemente a la gran hampa de Nueva York. Y aquella ocasión en que usted y Moisés Luna se tomaron no sé dónde dos o tres copas e irrumpieron —suponiéndose ebrios— en una velada literaria de la asociación Fernández Granados para hacer escarnio de la cursilería de los escritores noveles y provocar la disolución de la ingenua sesión. Y ya más adelante, cuando lo acompañé a entrevistar a la Princesa X, una gallega gorda que difícilmente se expresaba en español, cartomanciana y profetisa, para que con la ayuda de su esfera mágica anunciara qué proporción habría de reprobados en los exámenes por iniciarse; la exuberante señora le dijo a usted al despedirse: “Para café” y le entregó algo que yo creí una taza diminuta; era una reluciente azteca de la que usted generosamente me compartió cinco pesos; adquirí diez novelas francesas de colección popular —Claudio Farrere, Henri de Regnier, Madame Rachilde, Catulle Mendés— y todavía quedó algo para cine.
En fin, que he recordado varias cosas que tenía olvidadas, porque a nadie le importa que uno las cuente.
Y para finalizar le hago a usted una confesión pero me siento mucho más cercano al escritor desconocido de aquellos años —que necesitaba de nuestra admiración— que al novelista traducido a veinte idiomas, el mismo hombre sencillo y valiente, pero que ya no había menester de nosotros; y que seco, como nosotros, no llegó nunca a manifestarnos la gran ternura con la que seguramente correspondió aquél justiciero empeño —sobre todo suyo— por darlo a conocer.
Con un fuerte abrazo
MA’mag. ~