Luisa abrió la puerta con la mano libre mientras, con la otra, detenía a su marido. No era la primera vez que lo encontraba tirado en las calles del centro. Luisa dio un paso y comenzó a guiar a Rubén por las sombras de la casa. Acción difícil de realizar pues Rubén decía cosas ininteligibles y le daba por divagar por entre los muebles. Luisa regresó a cerrar la puerta. Después, se volvió hacia su marido, que ya se alejaba hacia cualquier parte de la vivienda.
—¿Oyes? ¿Oyes? —decía el hombre—. ¿Oyes cómo hablan de mí?
Luisa trató de ignorarlo. No lograba verlo; su voz semejaba un eco atrapado en las paredes. Se quedó plantada unos segundos mirando lo negro; inmediatamente, se adelantó hacia la recámara y se acostó. Estuvo unos minutos al tanto de los pasos, de los balbuceos desconocidos. ¿Quién estaba con ella? Se durmió.
Soñó que estaba vieja. Se veía en el espejo y se sorprendía de encontrarse tan anciana. ¿Cuánto tiempo había pasado? Sus ojos arrugados, sus cabellos grises, sus encías sin dientes. Se asustó. Por alguna razón, ella comprendía que sólo se trataba de un sueño, pero no dejaba de asustarse. Su reflejo de cierta forma era verdadero. Sintió sus manos huesudas y sus tetas holgadas. En el sueño, ella vivía con sus padres, así, acabada y vieja.
Ahí estaba junto a su madre sentada sobre uno de los sillones de la sala; sólo mirando el suelo. Ella intentó llamarla pero su madre parecía una figura de cartón. Después se escucharon los gritos:
—¡Luisa! ¡Luisa! —Sí, un sueño, pero entonces, ¿por qué tenía miedo?
Ella estaba en la casa de sus papás y era una anciana y alguien la llamaba. ¿Quién podía ser? ¿Rubén? Seguramente se trataba de él, ¿pero dónde estaba? Avanzó por el pasillo principal de la antigua vivienda. La voz provenía del último cuarto; un hombre se hallaba encerrado. Se volvió hacia su madre, que continuaba absorta. Ahora, parecía saber que Luisa la estaba viendo. Una especie de sonrisa apareció en su rostro. Era una sonrisa indefinida, vedada, triste.
—Ay, hija, que bueno que tú no te casaste para no tener que andar cargando borrachos.
Sí, todo era un sueño. Lo confirmaba el hecho de que ella estaba casada con Rubén. Luego recordó: a su padre siempre lo encerraban en el cuarto para que se le pasara la borrachera. Qué curioso lo que había dicho su madre: ella era la que lo metía ahí. Siempre ella, nunca su madre. Entonces, ¿por qué mamá dijo eso? Los gritos continuaron.
—¡Luisa! ¡Luisa!
Despertó: la penumbra. Tocó su cuerpo. No, aún no estaba vieja. Se sintió aliviada, pero esa satisfacción duró poco. Al instante reconoció que estaba casada. Y luego, alguien con el dedo índice le picaba la espalda.
—Luisa, Luisa —decía el hombre.
Ella dejó que siguiera hablando solo, en la noche, como un moribundo. Estaba harta. Pero el reclamo se hizo más obstinado.
—Luisa, Luisa. Te estoy hablando… Te estoy hablando.
Se volvió hacia la voz.
—¿Qué quieres? ¿Qué quieres? Déjame dormir…
En la oscuridad del lecho nada se veía.
—¿Es que no oyes?… ¿Es que no oyes?… ¿No oyes que están hablando de mí… no los oyes?
—No. Estás borracho… déjame dormir… —dijo, y se apartó dándole otra vez la espalda.
—Oye… Hablan de mí…
Al ver que no tenía respuesta, el hombre empezó a darle leves puñetazos a Luisa. Cada uno era más fuerte. Ella se volvió de nuevo asustada.
—¿Es que no oyes?… ¿No ves lo que hay en el baño?… Una cosa que me da miedo…
La voz más incoherente e ininteligible.
—Tengo miedo… ¿No ves las hormigas que vienen y que me hablan?… Ahí vienen… ¡Me están esperando en el baño!…
Luisa comenzó a sentirse como en otro sueño. Aquello no podía estar pasando. Seguro era un sueño. Pero no, estaba joven. En el sueño ella estaba vieja pero ahora era joven.
—Ayúdame… ¿No ves las hormigas?… ¡Las hormigas! —vociferaba el hombre, la sombra, la cosa sin identidad que yacía junto a ella.
Al verlo así, tan pusilánime, de pronto cobró valor. Los golpes ya habían pasado. Además, no creyó que hubieran sido tan fuertes.
—¡Ya duérmete, Rubén! ¡Estás borracho!
Lo extraño fue que, ahora, ella también empezó a golpearlo con los puños. Nunca lo había hecho. Tiró los puñetazos quién sabe cómo.
—¡Ya duérmete, Rubén!
Se detuvo. La voz se calló. Ella respiraba agitada, sorprendida de su ímpetu. Hubo un silencio. Después escuchó un sollozo. El ebrio lloraba. Luisa sintió lástima.
—Duérmete… duérmete… —dijo, y estiró la mano en la noche para tocar aquel bulto.
Tomó su rostro. Descubrió las arrugas, la piel reseca, las barbas, deslizó la palma por el cuello ajado.
—Bueno… está bien… hija… pero no me pegues… no me pegues… Hija… tienes razón… Es sólo que… ya me conoces… Ya sabes… tu padre es un borracho…
Luisa se separó. Tocó su cuerpo. Todavía era joven. ¡Todavía lo era! No era un sueño. Después se quedó viendo lo negro. Estaba acostada junto a su padre. Eso era todo.