A Pablo de Ballester, un entrañable, al que nunca saludé
La muerte —conciencia trágica de nuestra finitud— es indudablemente la mejor maestra de vida, específicamente de vida humana. Sin ella —Borges dixit— la existencia se volvería insoportable e irreconocible. Una existencia sin conciencia de su fin se tornaría posiblemente animal, para quizá transitar después a lo vegetal y terminar por mineralizarse. En todo caso, se degradaría deshumanizándose.
Pero, más allá de cualquier consideración general y abstracta, el encuentro definitivo de cada individuo concreto con el misterio, su muerte, parece entrañar una lección igualmente singular. Los tanatólogos más osados sugieren que los aprendizajes que no asimilamos en vida se acumulan y administran al final, de un solo golpe.
El caso de Lope de Vega es más que sugerente en este sentido (tal es al menos la genial intuición interpretativa del llorado Pablo de Ballester).
Hijo de la culpa, este gran genio de las letras españolas nació debiendo.
Su padre, un bordador en oro, bohemio, había sido perseguido y sorprendido en una de sus infidelidades por su esposa quien, para recibirlo de nueva cuenta, le impuso entre otras la penitencia de visitar semanalmente y de por vida a los enfermos de un hospicio. Fruto de dicha reconciliación condicionada y forzada, nació Lope de Vega, quien, sin saber por qué, heredó también la penitencia de su padre.
Impulsado por un ejemplar instinto vital, eludió ese lamentable escenario familiar corriendo en pos de emociones cada vez más intensas, en ánimo de saciar su sed fundamental: la de ser reconocido y querido, la de amor.
A diferencia de Cervantes, que fue literalmente burlado y maltratado por las mujeres de su vida, Lope tuvo una capacidad de seducción legendaria.
Ambos vivieron el exilio. Pero mientras Cervantes, el caballero que nunca escatimó por defender la honra de una mujer, fue inicialmente exiliado por haberse batido en duelo desfaciendo algún entuerto, Lope más bien huyó de Madrid al ser retado a duelo por un primer actor que hacía de marido de su amante.
Cervantes fue literalmente perseguido por la mala suerte. Su condena se fue multiplicando y recrudeciendo continuamente. Lope de Vega en cambio terminó siendo repatriado por la influencia del empresario que lo necesitaba para volver a llenar su teatro. Por cierto, padre de la mujer en disputa.
La vertiginosa carrera existencial de Lope se potenció por una genialidad precoz, así como por una simpatía, un atractivo y una vitalidad excepcionales, que su padre sólo prefiguraba tímidamente.
Las conquistas se ofrecían a su vitalidad, al tiempo en que la alimentaban. Pero las relaciones lo terminaban asfixiando cada vez más rápidamente. Escapaba del vínculo para refugiarse en la intensidad de una nueva conquista. Cada nueva presa, una vez alcanzada, parecía dejarlo de nueva cuenta vacío.
Esta frenética carrera se ve reflejada en una obra que, aunque ejemplarmente prolífica, sólo de manera excepcional toca la tragedia. A la obra de Lope, como al toreo de Enrique Ponce, nadie puede reclamarle virtuosismo. Pero nadie en su sano juicio puede adjetivarla de trágica.
Si es verdad que la nota trágica en el arte tiene la capacidad pedagógica de entrenarnos para el dolor, también lo es que evadirla en nada ayuda a afrontarlo. Éste parece ser el caso de Lope.
Sus muchos hijos —cuando tocaban el sufrimiento, cuando lo increpaban— se convertían para él en el mismísimo rostro de la culpa que lo engendró y a la que vivió evadiendo.
Incluso su tardía opción por el sacerdocio está relacionada con este complejo fenómeno moral y psíquico. Se cuenta por una parte que su decisión de abrazar el ministerio religioso estuvo motivada por el dolor de uno de sus hijos y, por otra, que la noche previa a su entrada en religión organizó una fiesta de dimensiones tales que hicieron que su toledano vecino, un hombre profundamente espiritual, el Greco, pasara la noche en vela, pintando, en oración. Culpa y frenesí fueron las dos caras de su vértigo existencial.
Reducir su vida religiosa y su fina sensibilidad espiritual a la culpa sería sin embargo trivial y deshonesto. Ya ordenado sacerdote fue capaz de escribir versos cuya profundidad sólo puede lograrse desde una vivencia espiritual genuina y profunda.
Uno de ellos —recomendable para todo sacerdote que, como tal, toca sacramentalmente lo sagrado— refiere hondamente la experiencia religiosa y me llega de modo especial:
xx
Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro
y la cándida víctima levanto,
de mi atrevida indignidad me espanto
y la piedad de vuestro pecho admiro.
xx
Tal vez el alma con temor retiro,
tal vez la doy al amoroso llanto,
que, arrepentido de ofenderos tanto,
con ansias temo y con dolor suspiro.
xx
Volved los ojos a mirarme humanos,
que por las sendas de mi error siniestras
me despeñaron pensamientos vanos;
xx
no sean tantas las desdichas nuestras
que a quien os tuvo en sus indignas manos
vos le dejéis de las divinas vuestras.
xx
En su madurez, compartió la vida con Marta de Nevares, con quien encontró finalmente algo de paz. Se dice que el pueblo madrileño bendijo esta unión que la jerarquía eclesiástica no tuvo más que tolerar. El querido padre Lope parecía finalmente sosegado, amante y amado.
Pero toda la tragedia que había logrado eludir en vida y obra se volvió finalmente contra él en sus últimos años. Su mujer Marta perdió la vista y la razón. Su hijo Lope Félix murió ahogado en la isla Margarita. De manera especial, la increpación de su hija Antonia Clara, que habiendo sido ultrajada por su novio lo acusó amargamente por no poder hacerse cargo de su vida, constituyó un peso que Lope no pudo soportar.
Ya viejo, frente al peso de la tragedia que se le presentaba de golpe, se flageló cruelmente y se dejó morir.
Es cierto que la muerte es un silencio radical, que nos coloca en la frontera del misterio, esa que sólo cruzamos desde lo definitivo experimentado: el amor, Dios, el nosotros. También es cierto que toda especulación —como ésta— sobre el significado de la muerte de otro es esencialmente osada. Hecha la aclaración, no podemos dejar de verter especulaciones, en caso de que alguna de ellas nos concierna significativamente.
El reto pedagógico que nos presentan la obra y la vida de Lope de Vega es el del dolor. Nos invita a pensar que éste pudiera comportarse como un bumerán y que, más que evadirlo, pudiéramos aceptar sus pequeñas o grandes dosis en el momento en que la vida nos las presenta. En la vida, como en los toros, ni el tremendismo de quien se adueña de un peligro que no merece ni la justeza de valor de quien lo evade hacen arte. Ni el Glison, ni el citado Ponce, ¡ni José Tomás! Es pensable también que la tragedia —la que se escribe, la que se contempla— puede curarnos y entrenarnos para vivir nuestros duelos.
Se dice que Cervantes tuvo que escribir para no quedarse loco (tal fue su humana tragedia) y que murió en la paz de quien no escatimó un solo esfuerzo. Lope, su eterno antagonista, escribía evadiendo la tragedia que, finalmente, lo atrapó para purificarlo y conducirlo al abrazo definitivo del que, después de todo, no fue más que un agitado y apasionado sediento.
Arturo Garza Cuéllar
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