El jueves 21 de octubre de 2010 murió el gran filólogo Antonio Alatorre. En ese año final, Alatorre había aceptado escribir un breve texto para EstePaís | cultura (que hubiera tenido como tema una anécdota con Augusto Monterroso y la escritura de “El dinosaurio”). Su precaria salud y el desenlace lo hicieron imposible. A un año de su partida lo recordamos con esta entrañable nota de Alberto Paredes.
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Esta madrugada tuve un sueño con Antonio Alatorre. Fue intenso y real; espero darle profundidad de manera que no lo olvide y sea uno de los momentos importantes de mi vida.
Inicialmente éramos tres personas sentadas a una mesa sencilla: Antonio Alatorre, Jorge Aguilar Mora, que no aparecía en primer plano desde el ángulo en que me miraba, y yo. Comíamos, convivíamos. El estado líquido de los sueños, aliado a la discreción de Jorge, permitía que Antonio y yo estuviéramos a solas. La familiaridad sugería como si la escena aconteciera en la cocina de mi casa familiar, donde ni Antonio ni Jorge han estado nunca —y evidentemente ya no lo harán juntos en el tiempo de la vigilia.
Era el fin de los alimentos. Yo tenía agua frente a mí, Antonio me miró, invitándome a que bebiera algo más de vino. Vertió un poco en mi copa o vaso, vi cómo el líquido espeso y sanguíneo, casi negro de tan guinda, se mezclaba penetrando la receptiva transparencia del agua. Me miró de frente, “bebe”. Lo hice.
Desperté escuchándome: “Éste es uno de los secretos básicos; de lo que se trata es de aceptar y recibir lo que se vive; esto es la vida”. Mirar, comer, tener experiencias y acontecimientos se concentra en aceptar y recibir, como esos dos líquidos mezclándose. También dar. Pero dar es recibir. Hace poco leí una nota en mi edición de Los hermanos Karamazov: Quas dederis, solas semper habebis opes —Marcial.
Espero que mi sueño no se explique ni disuelva en una “escena de compensación”, manoseada por el psicoanalismo del inconsciente. Recordar —tener siempre dentro de mí— la mirada inquisitiva y los abrazos discretos de Antonio, no efusivos, imagino que con el pudor de la sencillez, cada que tocaba el timbre de Espigones, 13.
Es sencillo escribirlo, pero supongo que pocas personas en confesión consigo mismas pueden decir que verdaderamente lo han descubierto y que logran ejercerlo en su intimidad, pues ¿lo atestiguan acaso sus hechos centrales? La vida consiste en aceptar y recibir; y aceptar que recibimos lo que damos. Dentro de cada quien están los medios y facultades para alcanzarlo. El primer paso es comprender en silencio que la mayoría de las personas no llega a esa glorieta del ser, pues no se han despojado lo suficiente como para hundirse en la raíz desde la que se mira la existencia. Lograr abrir los ojos: aceptar, recibir. Cada encrucijada ha sido una cita, como quien llega a un punto del camino y es recibido por la mano abierta de ese otro próximo que tiene nuestro rostro. Lo que damos está dentro del curso de nuestros días. Conforme nos acercamos a esa glorieta de reverberaciones no podemos rechazar en qué consiste el siguiente paso: comprender el silencio.
Gracias Antonio por haberme traído a la posibilidad y tarea contenidas en la escena. En los meses anteriores a tu partida compartimos todavía el vino y el whisky. Tu persona, que no sólo tu figura filológica, es importante en mi vida. He hecho cosas escuchándote o creyendo hacerlo. He tomado mi camino teniéndote a la vista. A ti y a un breve puñado de personas. Toma, por favor, lo último que he podido darte en tus días mortales. Mi ensayo sobre Reyes-Alarcón,1 que es mi manera de conversar con el tuyo de cuarenta años atrás. No dejo de ir hacia ti; deséame que algo de sustento haya cuando me dijiste: “pareces una persona sensata, Alberto”.
Guardo en el corazón el honor —la tarea, repito— de que lo pienses, pues lo tuyo no eran las frases de cortesía.
–Bebe, Alberto.
–Sí, Antonio, que aquí estamos.
La mañana anterior había visitado morosamente el Mirador de los Chiapa, para asomarme por primera vez al Cañón del Sumidero. No había ningún otro turista ni visitante en mi entorno, sólo el discreto chofer-guía y la corona de zopilotes, zopilotes-rey y un aguilucho sobrevolándonos bajo el gris capelo de nubes. La vista en picada del sinuoso y fascinante río Grijalva, seiscientos metros abajo a tiro de piedra, es indeleble. El cielo, más arriba de las aves de caza y rapiña, es otro río inmenso e intangible, custodio de misterios; he ahí las potencias que nos desbordan y de las que hemos de recibir el dictado esencial. No sé de qué manera esa aparición me abrió las puertas a la sobremesa sencilla en la que Antonio me ofreció el vino.
Tuxtla Gutiérrez, Chis., 13 de enero 2011.
1 “También con discusiones literarias se hacen países. Alfonso Reyes y la mexicanidad de Juan Ruiz de Alarcón”, Literatura mexicana, UNAM (Centro de Estudios Literarios), volumen XX, número 1, 2010, México, pp. 101-121.
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Profesor de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ALBERTO PAREDES (Pachuca, 1956) investigó la obra de Flaubert en la Universidad de Rouen. Además de colaborar periódicamente en la sección de cultura de Proceso, Paredes ha publicado dos libros de poesía, Derelictos (1992) y Contrapalabra (2005), y diversas obras de crítica literaria, entre ellas El arte de la queja (1995), sobre López Velarde.