Cervantes juntó todos los géneros —épica, picaresca, pastoral, morisco— en uno solo, la novela, y le dio un giro inesperado: la novela de la novela, la novela que se sabe novela, como lo descubre Don Quijote en una imprenta donde se imprime, precisamente, la novela de Cervantes.
Invoco este ilustre antecedente para hablar del libro de Jorge Edwards, La muerte de Montaigne, en la que el escritor chileno despliega, con brillo, un abanico de géneros para ilustrar una sola obra: La muerte de Montaigne, libro de género indefinido, entre narración y reflexión. Pero entre una y otra, Edwards despliega la vida de Michel de Montaigne, la historia de Francia a fines del siglo xvi, la política de grandes potencias —la Inglaterra de Isabel I, la España de Felipe II y, en medio, la Francia de la Guerra de Religión y la sucesión de los Valois (Enrique II) a los Borbones (Enrique IV).
Hay más: la vida de Montaigne tiene un espacio, rigurosamente descrito por Edwards. Una mansión que no llega a ser castillo. Sus torres y sus vigas. Sus boscajes, trigales y viñedos. Sus abejas, gallineros, vacas y terneros; sus burros. Montaigne tiene una esposa, taciturna, constante. Y también una posible amante o, por lo menos, joven compañera de su senectud: Montaigne tiene cincuenta y seis años, la vejez en el siglo XVI; la joven Marie de Gournay, apenas veinte, joven entonces y ahora. ¿Hija adoptiva, secreta amante, presencia erótica e intocable? El misterio de la vida es el misterio de la novela y le permite a Edwards, sobre este trasfondo de misterio, hacer explícita la edad política.
Enrique III de Valois parece nacido para una novela. Afeminado, rodeado de jóvenes mignons y al mismo tiempo flagelante y también amigo del aquelarre y, por si faltase algo, voluptuoso de la sotana y los desfiles de encapuchados con antorchas. Sí, falta más. El retrato de la Reina madre, Catalina de Médicis y su amante, dueños de una capacidad de intriga que no escapa a la muerte: el corazón de la reina, del tamaño de un níspero, en una urna. Y su hijo Enrique III, al cabo asesinado por un monje. Y el duque de Guisa, llamado Le Balabré (el cicatrizado), pretendiente al trono, asesinado por órdenes de Enrique III.
Queda sólo el rey de Navarra, Enrique IV, renegado del protestantismo, católico por voluntad política (“París bien vale una misa”), autor de la paz interior de Francia y de la autoridad monárquica. Será este hombre, este Enrique, el que distinga a Montaigne, lo abrace en público, respete el mundo privado del escritor en su torre, donde inaugura un género nuevo contra el género de géneros creado por Cervantes: la novela, con Montaigne, tiene un rostro original y se llama ensayo, es decir, el intento, la aproximación, la palabra abierta, sin conclusión porque es sólo eso: ensayo, intento, inconclusión. Claro que Montaigne es gran lector de Plutarco, de Virgilio, de Séneca. Los trasciende en el sentido de poner al día el género de lo incompleto, la “obra abierta” que da su tono y tradición a un género interminable, como lo comprueba la vasta descendencia de Montaigne, hasta Borges por lo menos, evoca Edwards.
Un ensayo interminable, abierto, dueño del “acero frío” (Edwards) de los clásicos pero oloroso a pescado ahumado, a regüeldo, a viñedo, a gente que no se baña, a sexo sin protección. Importa y no importa: la otra cara del Renacimiento francés será una máscara y el amo de la mascarada es Rabelais, el opuesto grosero, vital, abarcante y desmedido de Montaigne. ¿Sería éste, Montaigne, quien es, sin el tremendo contraste de Gargantúa y Pantagruel? ¿O el exceso mismo de Rabelais domestica los excesos de Montaigne y le permite a éste, sin necesidades que cumple Rabelais, ser lo que es?
¿Y qué es Montaigne, al cabo? Es un escritor que dice: escribir consiste en no decirlo todo. Escribir es una forma de ausencia. Escribir es una manera de escepticismo. Escribir es un acto de humor. Escribir es la narrativa de la reflexión. Escribir es el arte de la digresión. ¿Y para quién se escribe? “Para los lectores.” Para un solo lector: el padre, el íntimo amigo, la mujer casada. “Y algunos, para el lector ideal, un invento, una ficción más.”
Es aquí donde nos damos cuenta de que Edwards, al escribir sobre Montaigne, escribe sobre sí mismo. No de manera autobiográfica, claro, sino como acercamiento a un modelo que es nuestro en la medida en que sepamos enriquecerlo. Y Edwards lo hace a partir de una ubicación lejana: Chile, la patria de Edwards. La provincia remota. El último occidente. Sí, la patria de Pablo Neruda. Pero también la de Lucho Oyarzún, traído a cuenta con desacato, al lado de Montaigne y Proust. “¿Cómo se permite usted, señor […] confundir a Lucho Oyarzún con Proust y Montaigne?”
Porque la escritura de Jorge Edwards “pertenece a esa misma familia, la de Montaigne, Proust, Lucho Oyarzún”. Porque la memoria es más acelerada que la escritura incluye a Lucho Oyarzún, y también a Carlucho Carrasco, a José Donoso, a Sterne y Machado de Assis. Incluye a Zapallar y el mirador de Edwards sobre el Pacífico frío y marisquero y las rocas de Isla Seca.
Quedan pocas tumbas en Zapallar. Seguro que Edwards tiene reservada la suya. Y en ella, en Chile, volverá a encontrar a Montaigne y juntos, al cabo, pensarán caminando, viajarán por paisajes cambiantes, serán paganos con gracia. Montaigne oirá a Edwards decir “Colorina”, “Guagua”, “se va a las pailas”, y entenderá a este chileno “caído de las nubes”.
[…] “Edwards sube a la montaña“, julio de 2011 en Este País, no. 243 Cervantes juntó todos los géneros —épica, picaresca, pastoral, morisco— en uno solo, la novela, y le dio un giro inesperado: la novela de la novela, la novela que se sabe novela, como lo descubre Don Quijote en una imprenta donde se imprime, precisamente, la novela de Cervantes. Leer más>> […]