Para Mauricio Pérez,
un buen amigo “paisa”.
A la Plaza Botero, localizada en el corazón de Medellín, sólo le hace falta un poco de sol —condición por demás frecuente— para convertirse en una fiesta: un ritual cotidiano y fascinante del que las esculturas monumentales donadas por el artista a su ciudad son un pretexto indiscutible.
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Los paseantes no parecen preguntarse sobre lo que las esculturas significan. Tampoco las tratan con la reverencia (o la ignorancia) con la que tratamos a los monumentos. Ni siquiera fingen frente a ellas erudición alguna, ni parecen rendirles ningún tipo de admiración idolátrica. Parecen más bien interactuar con ellas con verdadera fruición: las tocan, incluso hasta desgastarlas, se suben a ellas. Más que tomarles fotos, se toman fotos con ellas, asumen sus posiciones y sus gestos: juegan.
Dicho espacio y dicha experiencia tienen al menos dos antecedentes interesantes en esta inquietante y contrastante ciudad. La primera se encuentra en el Parque Berrío, en el que una escultura de una mujer de pie se volvió un punto de encuentro y un referente inequívoco para el personal de servicio doméstico en sus días de descanso. Contra la intención del autor y de sus estudiosos, la expresión “nos vemos en la gorda” se contagió hasta formar parte de la cultura y el lenguaje de la ciudad.
En el Parque San Antonio, el crimen organizado —en un acto desafiante y sintomático— hizo estallar una bomba en una escultura de una paloma (de la paz) del propio Botero, quien comprendió que se estaba viviendo una confrontación en el terreno de lo simbólico. Por eso en lugar de reparar o retirar la obra semidestruida por el bombazo, propuso dejarla intacta —es decir, destruida— en su lugar y colocar una nueva paloma en la misma plaza. La lucha por la conquista simbólica del espacio público (un tema por demás crucial en la historia de las ciudades con problemas de violencia) había quedado plasmada en Medellín y Botero había pasado, quizá sin pretenderlo pero de manera definitiva, a formar parte del paisaje urbano y de la historia de la ciudad.
La relación lúdica de la gente con la obra de Botero se repite en la acogedora Plaza de Santo Domingo en Cartagena de Indias. La única escultura de la plaza es una mujer de bronce recostada, cuyas partes nobles, como los mantos de los santos patrones, no requieren otro pulimiento que el del tacto de los paseantes.
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Ni siquiera el silencio de los museos ni la solemnidad de estos espacios definidos por Octavio Paz como “templos modernos”, consiguen cambiar la relación que la gente establece con una obra que, como pocas, modifica el gesto de los turistas sajones, arranca risas y comentarios frescos, despierta la curiosidad de los niños, estimula el sentido del humor y hace sonreír a casi todos. Tanto en el Museo de Antioquia —situado en la citada Plaza Botero, en Medellín—, como en el Museo Nacional o el Museo Botero en Bogotá, los visitantes entablan una relación con la obra que, en síntesis, podemos adjetivar de lúdica.
Cuando nos relacionamos así, lúdicamente, con una obra, no sólo nos liamos con la misma (ni siquiera únicamente con su autor), establecemos también un vínculo inconsciente con quienes, a través de la contemplación, se han adueñado de la misma. Creamos con ellos una comunidad simbólica que, entre otras cosas, facilita el tránsito de lo estético a lo ético.
Ahora bien, cabe preguntarnos qué pasaría si el ámbito de lo lúdico no se agotara en el juego, sino que abarcara también la tesitura de lo dramático, lo bello, lo cómico, lo cursi, lo feo, lo grotesco, lo sublime, lo sagrado, lo ridículo y hasta lo trágico. Qué pasaría si no se limitara al discurso escultórico y pictórico, sino que abarcara también la música, la literatura, la arquitectura, las artes escénicas…
Esta sospecha de alguna manera sintetiza la intuición fundamental de la estética de Alfonso López Quintás. Para este continuador —aunque no explícito— de Zubiri, como para Jaspers, Buber, Lévinas o Saint-Exupéry, el hombre es, fundamentalmente, sed de encuentro. De ahí que la pregunta: ¿Cómo es que puedo construir un vínculo con alguien que inicialmente considero distinto, distante, externo y extraño a mí? sea un disparador recurrente de su pensamiento.
Concluye lúcidamente que no es en ningún tipo de relación instrumental, pero tampoco en ninguna que ocurra en el limitado terreno de la racionalidad cartesiana (estrechada por el cientificismo y el positivismo) donde, como personas, podemos encontrarnos.
Para López Quintás, el encuentro, que constituye la más radical de nuestras motivaciones, ocurre precisamente en lo que él denomina lo lúdico ambital, que en el caso de la comunicación interpersonal incluye el ocio, el deporte, el juego y la totalidad de los lenguajes artísticos, así como en el terreno de lo sagrado abarca el discurso litúrgico.
La propuesta filosófica de López Quintás nos habla, entre otras cosas, de la urgencia de liberar a la racionalidad de la estrechez en la que la modernidad la terminó secuestrando.
Nos ayuda también a comprender algo sobre la utilidad de lo inútil, sobre porqué nuestros compañeros de juego se convirtieron en definitivos y sobre los lugares y las formas en que podemos encontrar al otro.
Pero nos ayuda a entender algo más importante: porqué una tarde libre en Medellín tomando fotos y café, comentando algunas obras y recorriendo un museo relajadamente —sin ninguna pretensión académica— puede significarnos y amigarnos tanto. ~
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.