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El misterio de la noche polar
Cultura | César Guerrero | 06.04.2011 | 4 Comentarios

El misterio de la noche polar es una novela de aventuras. Su protagonista es el creador de Sherlock Holmes, sir Arthur Conan Doyle. Mezcla de biografía y ficción, narra el viaje al Polo Norte que en 1880 hizo el joven Conan Doyle a bordo de un ballenero con el propósito de aliviar las apretadas finanzas de su extensa familia en desgracia. Con veinte años de edad y aún estudiante de medicina, Conan Doyle buscaba su propia aventura al tiempo que se gestaba su vocación de escritor. Convenientemente documentada sobre la vida a bordo, las circunstancias de la época y la biografía del escritor escocés, El misterio de la noche polar se vale de hechos reales para presentar al lector una novela de suspenso al mejor estilo del género policiaco que pocos años más tarde daría fama y fortuna a su protagonista. En breve será publicada por Editorial Jus y Círculo Editorial Azteca.

57° 30’ Norte, 1° 46’ Oeste
Peterhead, Escocia, febrero de 1880.

El día que miré por primera vez el Esperanza fue una mañana nublada y húmeda, con vaharadas de neblina y el graznido de las gaviotas poblando el aire. Había un gran movimiento de hombres en el muelle haciendo aguada y repostando el buque para atender las necesidades de una tripulación de por lo menos cincuenta personas durante varios meses de travesía. Decenas de toneles con agua dulce, ron y aguardiente, así como sacos de carbón, papas y sal, cajas de bizcocho, té, galletas y carne en salmuera, se desplazaban en dos pares de líneas de suministro compuestas por hombres en hileras que hacían rodar los toneles por su costado hacia las pasarelas, o bien, fijos en su sitio, recibían y arrojaban las cajas de izquierda a derecha en un flujo que se antojaba interminable.

Con base en mis notas y en los meses que transcurrí a bordo, puedo decirles que el Esperanza era una fragata a vapor y vela con cuarenta y siete brazas de largo (eslora), siete de ancho (manga) y una distancia entre la cubierta y el agua (bordo) de nueve. El casco estaba pintado de negro, con dos franjas blancas a la altura de cada uno de sus dos puentes. Su perfil era como el de un navío de línea, es decir, recto, sin castillo de proa o de popa. El puente de mando estaba situado entre el palo trinquete y el palo mayor. Detrás se alzaba la chimenea de la caldera de vapor, recubierta de madera color miel, al igual que la arboladura, la baranda (que era continua, sin candeleros o balaustres) y la regala de los cuatro botes que se sostenían izados a cada costado. Éstos estaban pintados con el mismo patrón que el casco: negros bajo la línea de flotación, blancos en el bordo.

Sin duda, era un barco muy hermoso. Verlo surcar el paisaje plateado del Mar del Norte, con su negro casco y su blanco velamen, debía ser una vista estupenda. Ni qué decir del magnífico espectáculo de observarlo atravesar los bancos de hielo del Ártico como una afirmación de la capacidad e ingenio del hombre para explorar las regiones más remotas del Globo.

A bordo de tan estupendo navío habría de enfrentar la caza de la ballena, ese ser inmenso cuya presencia parece desafiar todos los furiosos elementos de la naturaleza y cuya vida longeva se ha calculado hasta en doscientos años de edad. Supe que un ballenero noruego recuperó un arpón adosado a la piel de un ejemplar que resultó tener nada menos que ochenta años de antigüedad. Esto no es de ninguna manera una suposición imprecisa sino un hecho comprobable. Cada arpón lleva grabado el nombre, origen y embarcación de su dueño, pues eso permite repartir con justicia los réditos de una presa tan valiosa.

Con respecto a su arboladura y velamen, todos los palos del Esperanza contaban con cinco vergas para igual número de velas. No contaba con botavara y, por consiguiente, no poseía vela cangreja en la popa. La caldera era capaz de brindar un empuje de dieciocho nudos en promedio, a siete atmósferas de presión.

Era pues, momento de aproximarme a esa embarcación tan hermosa y presentarme con su capitán.

Apenas puse el pie en cubierta cuando avisté por primera vez al capitán John Gray, quien se encontraba en la toldilla conversando afablemente con dos caballeros y uno de sus tripulantes. El capitán Gray sostenía un sextante y parecía, según sus ademanes, mostrarle su funcionamiento al resto del grupo. Me dirigí hacia él, todavía sujetando mi pequeño baúl, mi recién adquirido maletín y el saco marinero en el hombro izquierdo. Tan pronto se percataron de mi presencia, saludé.

—Capitán Gray, caballeros, muy buenos días.

—Muy buenos días tenga usted, señor…

—Doyle. Arthur Conan Doyle, su médico a bordo.

—¡Ah! ¡Excelente! Doctor Doyle, permítame presentarle al doctor Julien Gouin de Roazhon, y a su asistente, el señor Philippe de la Bourdonnais, quien desafortunadamente no habla nuestro idioma.

El grado con el que el capitán Gray presentó al señor De Roazhon hizo que todo color desapareciese de mis mejillas. Las más descabelladas de mis inferencias parecían ser confirmadas. ¡Otro doctor! Un hombre maduro y, consecuentemente, con mucha mayor experiencia que la mía. ¿Había perdido mi lugar en la tripulación? ¿O tan sólo mi posición? ¿Me correspondería ser su ayudante? ¡Qué pena de todos modos! ¡Cuando al fin podría tener una responsabilidad completa, verme desplazado a mero asistente! ¡Ah, pero estaba además el señor de La Bourdonnais! No hablaba inglés. Yo en cambio hablaba francés y alemán. ¿Consistiría mi lugar a bordo en ser traductor en lugar de médico o asistente de médico?

Mas el capitán Gray se percató de inmediato de mi turbación —en esos momentos la mente es capaz de plantearse todas estas preguntas, respuestas y disyuntivas a gran velocidad, sin necesidad de definirlas mediante el lenguaje con el que nos comunicamos. De inmediato, el capitán exclamó:

—¡Discúlpeme doctor Doyle, he debido aclarárselo primero! El doctor De Roazhon es un reconocido naturalista francés, doctor en botánica, zoología y taxonomía por la Universidad de París, de manera que no tiene de qué preocuparse, su posición en mi barco está plenamente asegurada!

Pude sentir cómo de inmediato la sangre afluía a mis mejillas en clara señal de vergüenza. Pero no aludí a ella en mi respuesta.

—Descuide, capitán Gray, no he pensado otra cosa, pero le agradezco mucho el gesto. Encantado de conocerle, doctor De Roazhon.

—El gusto es mío, doctor Doyle.

—Mucho gusto también, monsieur De la Bourdonnais.

Bonjour, monsieur.

—Bueno, pues justo les estaba mostrando a los caballeros mi nuevo sextante, que no sólo es sumamente preciso sino que además es una obra artesanal magnífica. Italiano, naturalmente. Doctor de Roazhon, pruébelo usted. Pero… ¿por qué demonios no pone ese maletín en el piso? Déjelo ahí un momento, no le va a pasar absolutamente nada. Eso es. Ahora, tome el sextante. Bien, ya está.

El señor De Roazhon dejó su portafolios sobre el entarimado de la cubierta, un poco a regañadientes. Curiosamente, era idéntico al mío. Debía haberlo comprado al mismo tabernero, durante sus días de estancia en Las Luces del Puerto.

—Usted, doctor Doyle, debería hacer lo mismo. Ponga eso ahí un momento y únase a nosotros para que vea esta maravilla de precisión y diseño.

Entonces dejé las cosas a mis pies y escuché la explicación sobre el aparato con el que los marinos determinan la latitud a la que se encuentra el barco. Toda su estructura era negra, salvo el arco de sesenta grados (de ahí su nombre) y el zuncho del visor, que eran dorados y lo convertían en un objeto de suma elegancia. Con habilidad sorprendente, el doctor De Roazhon tomó el sextante con la mano derecha y ubicó, a través de la mirilla telescópica, la línea del horizonte. A continuación, con su mano izquierda desplazó la alidada sobre el arco del limbo, buscando la imagen del sol en el espejo móvil. Cuando la encontró, produjo una breve oscilación con la muñeca para “hacer tangente” hasta dejar la imagen fija en la mirilla: a la izquierda, la línea del horizonte; a la derecha, el sol, cortado a la mitad por ésta. Aseguró la alidada apretando el enganche, observó la lupa para distinguir las marcas diminutas y dictó al capitán Gray los grados y minutos que indicaba el nonius sobre la escala del limbo, junto con la hora: nueve de la mañana con veintiséis minutos. Gray anotó ambos datos en su libreta a fin de calcular la altura del sol y contrastarla más tarde con su calendario astronómico para fijar la posición del buque.

—¡Ah!, por cierto, doctor Doyle, mientras el doctor De Roazhon sigue probando el sextante, le presento también al señor Colin McLean, pinche de cocina.

Me sorprendió mucho que un asistente de cocinero estuviese con el capitán y los citados caballeros. El señor McLean era de complexión robusta y de la misma estatura que yo, poco más de seis pies. Era un hombre tieso y de ceño adusto, con una tupida barba de fuego que se desbordaba por las tiras de su gorra.

—Mucho gusto, señor McLean.

El señor McLean estrechó mi mano con firmeza. Su antebrazo era bastante musculoso y sus manos enormes poseían la fuerza y la aspereza de quien se gana la vida con ellas.

—¿Es todo su equipaje? —preguntó el capitán, mirando lo poco que traía cargando.

—Sí, capitán. Es todo.

—Perfecto, permítame ordenar que alguien lleve sus cosas a su camarote. Colin, ¿tú te encargas?

El señor McLean volteó en derredor y silbó al grumete más próximo. El joven se detuvo al instante y luego se aproximó con presteza y aprensión al señor McLean, quien le ordenó con voz estentórea:

—Gallagher, llevése las pertenencias del doctor Doyle al camarote del médico a bordo.

—Sí, señor —respondió. El grumete tomó mis cosas de inmediato y bajó raudo por la escotilla con ellas. El capitán prosiguió.

—En un momento más podrá instalarse apropiadamente, doctor Doyle. Mientras tanto acompáñenos, esta charla puede ser muy interesante para usted.

—Con gusto —le respondí. El capitán Gray era todo un caballero y me complacían mucho esos primeros minutos a su lado. Su rostro rubicundo, los ojos azul pálido, su figura musculosa y su barba entrecana me inspiraron confianza desde el primer momento. Me sentí muy cómodo y relajado, luego de su cálido recibimiento y de no tener que llevar nada más en las manos, departiendo en amena charla con el capitán, como uno más entre los miembros destacados de la tripulación. No obstante, el señor McLean seguía presente. En ese momento fue él quien habló.

—Capitán, caballeros, si me disculpan, voy a supervisar la estiba del buque. Ah, y posteriormente, bajaré a la cocina.

—Muy bien señor McLean —respondió el capitán.

—A propósito capitán, necesito pedirle algo —intervino el doctor De Roazhon.

—Dígame.

—Que el señor McLean nos auxilie en la carga y acomodo de nuestros materiales de trabajo, que no son pocos. Y para ello le pido además que nos facilite por favor uno de sus pañoles de proa. Es el lugar más apropiado para instalar nuestro laboratorio con delicados y numerosos instrumentos que harán registro de importantes mediciones científicas de las cuales estará a cargo el señor De la Bourdonnais, para quien solicito también una hamaca en ese pañol, pues le servirá de camarote. Muchos de los registros que deberán tomarse requieren la supervisión constante, a toda hora, del señor De la Bourdonnais.

—Bueno, no veo ningún problema. Con mucho gusto se hará así, doctor De Roazhon. Estoy seguro de que McLean podrá redistribuir los víveres en los pañoles de popa o bajo la cubierta del sollado.

Diez marineros se ocuparon entonces de trasladar a bordo el numeroso conjunto de bártulos que constituía el equipaje científico del doctor De Roazhon, entre los que destacaba un arcón inmenso, del tamaño de un ropero, que pesaba considerablemente y que contenía, según nos explicó, una compleja y delicada maquinaria de su invención para el registro de las condiciones hidrográficas a lo largo del viaje. Se trataba de la posesión más preciada de todo su equipo científico y mereció el sitio privilegiado en el pañol desocupado para instalarle junto con el señor De la Bourdonnais. Mientras éste último y McLean se ocupaban de estos asuntos, auxiliados por el personal, el capitán Gray, el doctor De Roazhon y yo continuamos nuestra charla.

—Así que es usted naturalista, doctor De Roazhon.

—Así es, doctor Doyle. Pero primero háblenos un poco de usted.

—Soy de Edimburgo y estudio medicina en la Universidad de esa misma ciudad.

—Qué bien, ¿no ha terminado aún?

—Me falta poco para recibirme —le respondí esquivo—. En la Universidad hay un destacado grupo de naturalistas que usted seguramente conoce. Supongo que está al corriente de la circunnavegación del hms Challenger, cuyo viaje duró casi seis años alrededor del mundo.

—Naturalmente —me respondió.

—¿Y conoce usted personalmente a Sir Charles Wyville Thomson?

—Por supuesto —me dijo—. ¿Le conoce usted?

—No, en realidad no. Pero su prestigio es bien conocido entre los estudiantes universitarios, sin importancia de la rama académica a la que pertenecen.

—El doctor Thomson es gran amigo mío y sostengo una correspondencia sucinta pero importante con él, a fin de que me mantenga actualizado sobre los avances de su trabajo antes de que se conozcan por los medios y publicaciones especializadas.

—¿Sabe usted a cuánto asciende el inventario de nuevas especies marinas descubiertas por la expedición del Challenger?

—Sí, si mal no recuerdo asciende a diez mil.

—¿Tanto? La última cifra que se publicó en los periódicos era de tan sólo cuatro mil setecientos.

—Bueno, en realidad esto que le menciono es una primicia que deberá confirmarse primero. No es una tarea sencilla cotejar las observaciones con los acervos y taxonomías conocidas. Pero, sin duda, una estimación optimista y que me fue hecha en confidencia por el doctor Thomson bien podría llegar a esa cifra.

—Sin embargo, Sir Wyville Thomson no se encuentra bien de salud. Me parece que hace casi dos años cesó sus actividades públicas en la Universidad.

—Ciertamente, ya no es un hombre joven. Y la preparación de la monografía completa de sus observaciones a bordo del Challenger constituye una tarea monumental y estresante para él.

—Bueno, cincuenta y un años no me parece una edad vetusta.

—De ninguna manera, pero hay que considerar el enorme esfuerzo al que se ha visto sometido un hombre como él, que ha aportado a la humanidad tantos conocimientos sobre el fondo marino. Él solo ha hecho muchas más aportaciones que numerosos especialistas colegas suyos. Entre ellos yo.

—Vamos, vamos, no es necesario ser tan modesto —intervino el capitán Gray—. Estoy seguro de que usted también tiene su lugar en la Academia de Ciencias francesa.

—Algo hay de eso, algo hay, pero no como yo lo desearía. Por eso es tan importante para mí el que me haya permitido abordar su barco. Si todo sale bien, al final de este viaje podré terminar una obra largamente preparada en las poco exploradas regiones del Ártico (científicamente hablando, claro está) a fin de aportar nuevos conocimientos a la ciencia.

—¡Excelente! —respondió el capitán Gray—. Es un honor tenerlo a bordo doctor De Roazhon, y si me permite, quiero invitarles a un brindis por el éxito de este viaje tanto en el aspecto comercial y de caza como en el científico. ¿Serían tan amables de acompañarme a mi cámara?

De ese modo nos dirigimos a la cámara del capitán, situada en la popa del barco. Un amplio ventanal, compuesto de marcos rectangulares de menor tamaño y con escarcha acumulada en sus orillas, otorgaba una magnífica iluminación a esa habitación, en cuyo centro se ubicaba una mesa rectangular con ocho sillas, tres a cada lado y una más en cada cabecera. La cámara, destinada al trabajo del capitán con sus oficiales, carecía de lujos pero no de gusto. Era un lugar apacible, decorado con acuarelas de marinas, barcos y escenas de la pesca de la ballena boreal, realizadas por artistas escoceses. Al verlas, recordé a mi padre y pensé que le gustaría mirarlas. Seguramente continuaba realizando dibujos y acuarelas en el hogar de convalecientes en el que se encontraba internado.

Mas no quise atormentarme con el recuerdo de su lamentable situación, sobre la cual no podía hacer nada en ese momento. De manera que degustamos un magnífico whisky perteneciente a las reservas del capitán Gray, mismo que nos fue servido por el primer oficial, un tal Duff Collins, hombre enclenque y desmejorado, de extremada juventud y reserva para el cargo que debía desempeñar. El capitán Gray hizo los honores a tan magnífico licor, orgullo de nuestra patria escocesa.

—Caballeros, por el éxito de este viaje.

—Mucho éxito en la caza para usted y su tripulación, capitán —dijo el doctor De Roazhon.

—Mucho éxito para sus propósitos científicos a bordo del Esperanza, doctor De Roazhon —añadió el capitán Gray.

Y habiendo dicho lo anterior, dimos un generoso trago a nuestros vasos, tras lo cual el capitán se disculpó y se retiró a su camarote por una de las puertas situadas a cada extremo de la cámara. Aproveché para instalar mis pertenencias en mi camarote, situado junto al de los oficiales y frente al del doctor De Roazhon. Una vez que terminé esta labor, subí a cubierta y me dirigí a la proa. Las amuras de babor y estribor tenían un elegante decorado de volutas doradas; simulaban el rizo de la espuma que produce la roda al abrir en dos las aguas con su suave empuje. El bauprés se extendía puntiagudo frente a mí. Un marinero revisó el cordelaje de las velas, que gualdrapeaban con el soplo inconstante del viento. Giré sobre mis pasos para mirar la cubierta en toda su larga extensión. La tripulación realizaba los últimos ajustes. Se desplazaba con plena seguridad entre la complicada maraña que formaba la cabuyería sobre ella, entre cornamusas, guías y cabrestantes. Alcé la vista, siguiendo el trayecto diagonal de los obenques del trinquete hasta su punta, alrededor de la cual las gaviotas volaban en círculos. Sobre la cofa del palo mayor el vigía confirmaba al puente de mando las óptimas condiciones para zarpar. Pude distinguir la gorra del capitán a través del cristal, a un costado del timonel, que sostenía las empuñaduras del timón con ambas manos. Junto al capitán estaba de nuevo el señor McLean, a quien distinguí por su cabello y barba pelirrojas. La chimenea arrojaba su negro humo, las válvulas siseaban confirmando la presión adecuada en la caldera y el capitán Gray ordenó hacer sonar el silbato. Las pasarelas ya habían sido retiradas del muelle en el cual atracaba el Esperanza. Se levó el ancla con un sonoro traqueteo de la cadena, se largaron amarras y poco después el barco experimentó un empujón, producto del accionar de la hélice que lo impulsaba lentamente fuera de la dársena de Peterhead. El griterío de la muchedumbre nos despidió con singular algarabía. Las esposas de los marinos agitaban sus pañuelos al tiempo que tenían a sus hijos de la mano. Los hombres de la tripulación les respondían desde sus respectivos puestos, sin distraerse demasiado. Las autoridades del puerto, de mirada impávida, con sus uniformes y gorras, registraron en la bitácora del puerto la partida del ballenero, reloj de leontina en mano. Veintiocho de febrero de 1880, dos de la tarde.

La chimenea despidió una densa columna de humo, constancia del esfuerzo de la máquina de vapor. Saludé al capitán alzando la mano y éste me devolvió el saludo alzando la suya. Luego me volví a mirar la proa. El viento se enredaba en mi bigote. Se abrió un hueco entre el denso fluir de nubes que dejó pasar los rayos del sol, que se descolgaban como el tallo oblicuo, drapeado y recto de una planta luminosa. El barco avanzó en línea recta alejándose de la bahía de Peterhead, luego giró ligeramente a la derecha, dirigiéndose al haz de luz. Miré la espuma que se alzaba cada vez más alta a cada lado de la roda y, con los rayos del sol, se formaron pequeños arcoiris flotantes.

—Perros de mar —me dijo un marino que había llegado a mi lado, sin que yo me percatase.

—¿Cómo?

—Los arcoiris que se forman en el rocío que levanta la proa al cortar las aguas. Les decimos “perros de mar”. Con permiso.

Entonces el marino continuó su marcha para treparse a la plataforma triangular de la proa. Desde ahí se encaramó en los marchapiés del bauprés para hacer maniobras con las drizas en él. Me sonreí. ¡Producía una emoción magnífica emprender ese viaje!

_______________

* César Guerrero (1978) es autor de los poemarios Apuntes del subsuelo, Como el viento y el árbol y En la pureza del azul. Es colaborador y miembro del Consejo Editorial de la revista Algarabía.

4 Respuestas para “El misterio de la noche polar
  1. A quien esté interesado en leer la novela completa, lo invito a buscarla en las sucursales y sitios electrónicos de las siguientes cadenas de librerías: Gandhi, Fondo de Cultura Económica, El Sótano, El Péndulo y Porrúa, donde ya se encuentra disponible. También se puede adquirir en el sitio web de la editorial Jus.

  2. Estimado Heriberto, muchas gracias por su positivo comentario. La novela se podrá adquirir el próximo mes de junio en librerías, lo mismo que en el portal de la editorial Jus: http://www.jus.com.mx
    Con un cordisal saludo, César Guerrero.

  3. heriberto ceron dice:

    Magnífica novela, ojala y agregaran el resto del texto. Gracias.

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