Octavio Paz escribió en 1973 sobre Manuel Felguérez y lo que su generación había aportado a la cultura mexicana:
Los años de consolidación del régimen nacido de la Revolución Mexicana (1930-1945) fueron también los del gradual apartamiento de las corrientes universales en la esfera del arte y la literatura. Al final de este periodo el país volvió a encerrarse en sí mismo y el movimiento artístico y poético, originalmente fecundo, degeneró en un nacionalismo académico no menos asfixiante y estéril que el europeísmo de la época de Porfirio Díaz. Los primeros en rebelarse fueron los poetas y, casi inmediatamente, los siguieron los novelistas y los pintores. Entre 1950 y 1960, la generación a la que pertenece Felguérez —Cuevas, Rojo, Gironella, Lilia Carrillo, García Ponce— emprendió una tarea de higiene estética e intelectual: limpiar las mentes y los cuadros. Aquellos muchachos tenían un inmenso apetito. Una curiosidad sin límites y un instinto seguro. Rodeados por la incomprensión general pero decididos a restablecer la circulación universal de las ideas y las formas, se atrevieron a abrir las ventanas. El aire del mundo penetró en México. Gracias a ellos los artistas jóvenes pueden ahora respirar un poco mejor. (En Los privilegios de la vista ii, Arte de Mexico, fce, 1993.)
Hoy no cabe duda alguna de que en esa época y en esa generación tuvo lugar un auténtico “Renacimiento” del arte y la cultura en México, cobijado por el aire de los tiempos y por una institución generosa y abierta: la Universidad Nacional Autónoma de Mexico y su Dirección de Difusión Cultural, bajo la sabia gestión de Jaime García Terrés. Ahí, se sentaron las bases de lo que florecería en los años sesenta y que hoy se vive plenamente, sin los fantasmas y las cortapisas que vivieron entonces quienes integraban la generación de Felguérez, llamada de la “Ruptura”: el privilegio de saberse libres y universales.
Aunque coetáneos, casi todos ellos, e identificados en sus múltiples afanes, cada uno destaca por sus peculiaridades. En el caso de Felguérez, éstas tienen que ver con un hecho poco usual y que los propios artistas han comentado poco: un gran rigor racional, en este caso geométrico y matemático, combinado con plena conciencia de su subjetividad.
En 1978 publicó bajo el sello de la unam El espacio múltiple, la investigación que iniciara en 1972 y que culminó con la exposición del mismo nombre en el Museo de Arte Moderno de México en 1974. Este texto, que contó con la colaboración de Oscar Olea, sorprende por el rigor y los conocimientos conceptuales y analíticos de que hace gala Felguérez y que permiten al lector comprender mejor no sólo la obra del autor sino la de otros seguidores de la misma corriente abstracta.
En sus propias palabras:
Encontré que a pesar de su aparente libertad y de su gran diversidad, producto de diez años de trabajo […], cada pintura o escultura era diferente, sin embargo todas podían reducirse a unas cuantas formas geométricas simples, combinadas de acuerdo con una intención de equilibrio.
Al “geometrizar” lo informal, encontré que en estas obras había una “manera” que, habiendo sido expresada con intención automática, contenía sin embargo una estructura visual, reflejo de una estructura interior de mi propia manera de hacer.
Esto mismo sucede cuando en los años sesenta se inicia Manuel Felguérez en el arte público. Otra vez Paz: “No se propuso, naturalmente, repetir las experiencias del arte ideológico —patrimonio de los epígonos sin ideas— y menos aun decorar las paredes públicas. Nada más ajeno a su temperamento ascético y especulativo […]. No, su ambición era de índole muy distinta: mediante la conjunción de la pintura, escultura y arquitectura, inventar un nuevo espacio”.
Y más adelante: “El arte público de Felguérez es un arte especulativo. Juego de la variedad e identidad, el gran misterio que no cesa de fascinar a los hombres desde el paleolítico”.
De ahí la emoción que produjo entre quienes éramos jóvenes en los años sesenta y acudimos al recién inaugurado cine Diana, descubrir otro “muralismo”, diferente al que estábamos acostumbrados y que sin un discurso explícito nos emocionaba y conmovía tanto como el anterior en sus mejores expresiones.
Por ello no nos sorprendió en 1968 encontrar a Manuel, con otros miembros de su generación —habría que añadir aquí a Arnaldo Coen— en la explanada de la Rectoría de la unam, afanados en la tarea tan simbólica como fugaz de crear el famoso y lamentablemente perdido Mural Efímero.
Este mismo rigor y esta misma disciplina, aunados a profundas convicciones personales, llevaron a Felguérez a emprender, junto con su cómplice y leal compañera Mercedes Oteyza, el reto de crear un museo, que a diferencia de otros y como un gesto de naturaleza noble, no está dedicado a su propio culto personal sino a toda la corriente de la plástica mexicana de la que forma parte: el Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez en Zacatecas, el cual alberga la obra no sólo de él sino de 120 artistas más, realización de la que fui actor y testigo privilegiado.
Ésta es la clase de hechos que definen la personalidad y el talante de Manuel Felguérez: su bonhomía, su generosidad, su dulce sonrisa y sus gestos amables hacen de él una figura entrañable y un personaje inolvidable. Creo que en la entrevista que Walther Boelsterly le hizo y que ahora aparece en EstePaís|cultura, son más que evidentes estas cualidades.
En el libro titulado Manuel Felguérez (Ediciones El Equilibrista, México, 1992), Juan García Ponce dice de él, en relación directa con su obra: “Es por esto un verdadero poeta, un poeta que ha renunciado a los adjetivos y que puede, con sólo ordenarlos, devolverle su profundo significado a cada sustantivo”. Ésta es la mejor definición de Manuel Felguérez en todos los sentidos y en todos sus quehaceres, ya sean éstos artísticos, sociales o personales.