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Felguérez: poeta de la forma
Cultura | Obra Plástica | Gerardo Estrada | 11.02.2011 | 0 Comentarios

Oc­ta­vio Paz es­cri­bió en 1973 so­bre Ma­nuel Fel­gué­rez y lo que su ge­ne­ra­ción ha­bía apor­ta­do a la cul­tu­ra me­xi­ca­na:

Los años de con­so­li­da­ción del ré­gi­men na­ci­do de la Re­vo­lu­ción Me­xi­ca­na (1930-1945) fue­ron tam­bién los del gra­dual apar­ta­mien­to de las co­rrien­tes uni­ver­sa­les en la es­fe­ra del ar­te y la li­te­ra­tu­ra. Al fi­nal de es­te pe­rio­do el país vol­vió a en­ce­rrar­se en sí mis­mo y el mo­vi­mien­to ar­tís­ti­co y poé­ti­co, ori­gi­nal­men­te fe­cun­do, de­ge­ne­ró en un na­cio­na­lis­mo aca­dé­mi­co no me­nos as­fi­xian­te y es­té­ril que el eu­ro­peís­mo de la épo­ca de Por­fi­rio Díaz. Los pri­me­ros en re­be­lar­se fue­ron los poe­tas y, ca­si in­me­dia­ta­men­te, los si­guie­ron los no­ve­lis­tas y los pin­to­res. En­tre 1950 y 1960, la ge­ne­ra­ción a la que per­te­ne­ce Fel­gué­rez —Cue­vas, Ro­jo, Gi­ro­ne­lla, Li­lia Ca­rri­llo, Gar­cía Pon­ce— em­pren­dió una ta­rea de hi­gie­ne es­té­ti­ca e in­te­lec­tual: lim­piar las men­tes y los cua­dros. Aque­llos mu­cha­chos te­nían un in­men­so ape­ti­to. Una cu­rio­si­dad sin lí­mi­tes y un ins­tin­to se­gu­ro. Ro­dea­dos por la in­com­pren­sión ge­ne­ral pe­ro de­ci­di­dos a res­ta­ble­cer la cir­cu­la­ción uni­ver­sal de las ideas y las for­mas, se atre­vie­ron a abrir las ven­ta­nas. El ai­re del mun­do pe­ne­tró en Mé­xi­co. Gra­cias a ellos los ar­tis­tas jó­ve­nes pue­den aho­ra res­pi­rar un po­co me­jor. (En Los pri­vi­le­gios de la vis­ta ii, Ar­te de Me­xi­co, fce, 1993.)

Hoy no ca­be du­da al­gu­na de que en esa épo­ca y en esa ge­ne­ra­ción tu­vo lu­gar un au­tén­ti­co “Re­na­ci­mien­to” del ar­te y la cul­tu­ra en Mé­xi­co, co­bi­ja­do por el ai­re de los tiem­pos y por una ins­ti­tu­ción ge­ne­ro­sa y abier­ta: la Uni­ver­si­dad Na­cio­nal Au­tó­no­ma de Me­xi­co y su Di­rec­ción de Di­fu­sión Cul­tu­ral, ba­jo la sa­bia ges­tión de Jai­me Gar­cía Te­rrés. Ahí, se sen­ta­ron las ba­ses de lo que flo­re­ce­ría en los años se­sen­ta y que hoy se vi­ve ple­na­men­te, sin los fan­tas­mas y las cor­ta­pi­sas que vi­vie­ron en­ton­ces quie­nes in­te­gra­ban la ge­ne­ra­ción de Fel­gué­rez, lla­ma­da de la “Rup­tu­ra”: el pri­vi­le­gio de sa­ber­se li­bres y uni­ver­sa­les.

EP0211-MFelguerez-048

Aun­que coe­tá­neos, ca­si to­dos ellos, e iden­ti­fi­ca­dos en sus múl­ti­ples afa­nes, ca­da uno des­ta­ca por sus pe­cu­lia­ri­da­des. En el ca­so de Fel­gué­rez, és­tas tie­nen que ver con un he­cho po­co usual y que los pro­pios ar­tis­tas han co­men­ta­do po­co: un gran ri­gor ra­cio­nal, en es­te ca­so geo­mé­tri­co y ma­te­má­ti­co, com­bi­na­do con ple­na con­cien­cia de su sub­je­ti­vi­dad.

En 1978 pu­bli­có ba­jo el se­llo de la unam El es­pa­cio múl­ti­ple, la in­ves­ti­ga­ción que ini­cia­ra en 1972 y que cul­mi­nó con la ex­po­si­ción del mis­mo nom­bre en el Mu­seo de Ar­te Mo­der­no de Mé­xi­co en 1974. Es­te tex­to, que con­tó con la co­la­bo­ra­ción de Os­car Olea, sor­pren­de por el ri­gor y los co­no­ci­mien­tos con­cep­tua­les y ana­lí­ti­cos de que ha­ce ga­la Fel­gué­rez y que per­mi­ten al lec­tor com­pren­der me­jor no só­lo la obra del au­tor si­no la de otros se­gui­do­res de la mis­ma co­rrien­te abs­trac­ta.

En sus pro­pias pa­la­bras:

En­con­tré que a pe­sar de su apa­ren­te li­ber­tad y de su gran di­ver­si­dad, pro­duc­to de diez años de tra­ba­jo […], ca­da pin­tu­ra o es­cul­tu­ra era di­fe­ren­te, sin em­bar­go to­das po­dían re­du­cir­se a unas cuan­tas for­mas geo­mé­tri­cas sim­ples, com­bi­na­das de acuer­do con una in­ten­ción de equi­li­brio.
Al “geo­me­tri­zar” lo in­for­mal, en­con­tré que en es­tas obras ha­bía una “ma­ne­ra” que, ha­bien­do si­do ex­pre­sa­da con in­ten­ción au­to­má­ti­ca, con­te­nía sin em­bar­go una es­truc­tu­ra vi­sual, re­fle­jo de una es­truc­tu­ra in­te­rior de mi pro­pia ma­ne­ra de ha­cer.

Es­to mis­mo su­ce­de cuan­do en los años se­sen­ta se ini­cia Ma­nuel Fel­gué­rez en el ar­te pú­bli­co. Otra vez Paz: “No se pro­pu­so, na­tu­ral­men­te, re­pe­tir las ex­pe­rien­cias del ar­te ideo­ló­gi­co —pa­tri­mo­nio de los epí­go­nos sin ideas— y me­nos aun de­co­rar las pa­re­des pú­bli­cas. Na­da más aje­no a su tem­pe­ra­men­to as­cé­ti­co y es­pe­cu­la­ti­vo […]. No, su am­bi­ción era de ín­do­le muy dis­tin­ta: me­dian­te la con­jun­ción de la pin­tu­ra, es­cul­tu­ra y ar­qui­tec­tu­ra, in­ven­tar un nue­vo es­pa­cio”.

Y más ade­lan­te: “El ar­te pú­bli­co de Fel­gué­rez es un ar­te es­pe­cu­la­ti­vo. Jue­go de la va­rie­dad e iden­ti­dad, el gran mis­te­rio que no ce­sa de fas­ci­nar a los hom­bres des­de el pa­leo­lí­ti­co”.

De ahí la emo­ción que pro­du­jo en­tre quie­nes éra­mos jó­ve­nes en los años se­sen­ta y acu­di­mos al re­cién inau­gu­ra­do ci­ne Dia­na, des­cu­brir otro “mu­ra­lis­mo”, di­fe­ren­te al que es­tá­ba­mos acos­tum­bra­dos y que sin un dis­cur­so ex­plí­ci­to nos emo­cio­na­ba y con­mo­vía tan­to co­mo el an­te­rior en sus me­jo­res ex­pre­sio­nes.

Por ello no nos sor­pren­dió en 1968 en­con­trar a Ma­nuel, con otros miem­bros de su ge­ne­ra­ción —ha­bría que aña­dir aquí a Ar­nal­do Coen— en la ex­pla­na­da de la Rec­to­ría de la unam, afa­na­dos en la ta­rea tan sim­bó­li­ca co­mo fu­gaz de crear el fa­mo­so y la­men­ta­ble­men­te per­di­do Mu­ral Efí­me­ro.

Es­te mis­mo ri­gor y es­ta mis­ma dis­ci­pli­na, au­na­dos a pro­fun­das con­vic­cio­nes per­so­na­les, lle­va­ron a Fel­gué­rez a em­pren­der, jun­to con su cóm­pli­ce y leal com­pa­ñe­ra Mer­ce­des Otey­za, el re­to de crear un mu­seo, que a di­fe­ren­cia de otros y co­mo un ges­to de na­tu­ra­le­za no­ble, no es­tá de­di­ca­do a su propio cul­to per­so­nal si­no a to­da la co­rrien­te de la plás­ti­ca me­xi­ca­na de la que for­ma par­te: el Mu­seo de Ar­te Abs­trac­to Ma­nuel Fel­gué­rez en Za­ca­te­cas, el cual al­ber­ga la obra no sólo de él si­no de 120 ar­tis­tas más, rea­li­za­ción de la que fui ac­tor y tes­ti­go pri­vi­le­gia­do.

És­ta es la cla­se de he­chos que de­fi­nen la per­so­na­li­dad y el ta­lan­te de Ma­nuel Fel­gué­rez: su bon­ho­mía, su ge­ne­ro­si­dad, su dul­ce son­ri­sa y sus ges­tos ama­bles ha­cen de él una fi­gu­ra en­tra­ña­ble y un per­so­na­je inol­vi­da­ble. Creo que en la en­tre­vis­ta que Walt­her Boels­terly le hi­zo y que aho­ra apa­re­ce en EstePaís|cultura, son más que evi­den­tes es­tas cua­li­da­des.

En el li­bro ti­tu­la­do Ma­nuel Fel­gué­rez (Edi­cio­nes El Equi­li­bris­ta, Mé­xi­co, 1992), Juan Gar­cía Pon­ce di­ce de él, en re­la­ción di­rec­ta con su obra: “Es por es­to un ver­da­de­ro poe­ta, un poe­ta que ha re­nun­cia­do a los ad­je­ti­vos y que pue­de, con só­lo or­de­nar­los, de­vol­ver­le su pro­fun­do sig­ni­fi­ca­do a ca­da sus­tan­ti­vo”. És­ta es la me­jor de­fi­ni­ción de Ma­nuel Fel­gué­rez en to­dos los sen­ti­dos y en to­dos sus que­ha­ce­res, ya sean és­tos ar­tís­ti­cos, so­cia­les o per­so­na­les.

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