J. Blasto escala a medias el vértigo de un presente sin presencia. Sale temprano y recorre las calles, deja esquinas y avenidas. Respira el aire denso de la ciudad, todavía humedecido por restos de noche, de caminantes y rastros, muchos rastros dispuestos para ser leídos por algún descifrador de relatos tirados por ahí. Difícil establecer el movimiento y su dirección; sólo formas y discursos obnubilantes que se refieren a él y su experiencia. Camina la forma escurridiza y múltiple de la realidad; se detiene a menudo, se enamora y recula, come para olvidar, duerme, sueña y se ilusiona, sufre el miedo y la soledad en cada uno de sus gestos, sus respuestas vacilantes, su corazón palpitando con fuerza por un temor repentino a objetos indeterminados. La vida transcurre entre las cosas; entre las personas sólo hay relaciones de cosas. Es un no-presente que transcurre bajo el gobierno de la lógica del progreso a costa de todo y de todos; se alaba el vértigo donde los cuerpos flotan pesadamente, apenas sostenidos por un desvanecerse de las voces y los hombres en volátiles partículas. Ayer la mala noche, la pesada noche, desperté tres veces, pero no sé, tal vez una vez o dos, no importa de todos modos, digamos que dos veces con la nariz tapada y ganas de mirar por la ventana la luz tranquila, amarillenta a través del cristal mugroso.
No sabe, Blasto, qué ruta seguir. Lee entre los signos, lee mal. No logra colocarse, no logra ver. Siempre ha pensado que lo mejor es tomar distancia, colocarse lejos de todo, en ese lugar hipotético, en ese lugar del exceso, semejante a ese dios que todo lo ve, pero él, Blasto, no se siente como el dios de ese relato, sin embargo actúa a menudo como si lo fuera. Cruza la calle ahora, bañada con luz dura, reconoce fachadas y aromas ya integrados a la memoria de sus sentidos. Sonidos familiares que son un calendario de sucesos pasados y por venir; atmósfera y tono de una cierta forma de transcurrir del tiempo. Cierto ritmo del transcurrir de su memoria, que siempre está con él, con su forma confusa, débil. Antes solía caminar largo rato hasta que me dolieran los pies, sin rumbo, dibujando la ciudad en la mente y adivinándola, escondiéndola de sí misma, pero casi siempre terminaba por llegar a los mismos lugares, como si los pasos estuviesen guiados por algún temor o secreta apatía quizás; entonces imaginaba cómo la ciudad se torcía en un laberinto que siempre condujera a la misma salida, a la misma luz, a la misma fachada oculta por un árbol menguante. Así configuraba un mapa de la ciudad en mi cabeza que no podría olvidar, más real que la ciudad misma con todo lo que sobre sus geografías sabía. Así de torpes, así de distantes son estos juegos en que uno exhibe un supuesto mundo interior. Ya no camino tanto, se dice, era extraña esa melancolía que me hacía disfrutar tanto del camino ya de noche; melancolía pero también condena para extirpar esa vitalidad que se iba haciendo enfermedad de autocensura. Como si la ciudad y el cuerpo de J. Blasto se integraran en esos paseos rituales, como si pudiera sentir el cansancio y el respiro terrible de la mancha, como si los tantos brazos de la ciudad fueran suyos también y sus secretos vueltos sólo una sensación hipnótica, latente. El cuerpo es atraído o repudiado por la ciudad. Hay un relato secreto entre las formas de la ciudad, sus historias y el cuerpo; los cuerpos se desplazan caóticamente entre luces y sombras de los muchos ángulos de la ciudad. Los cuerpos que son el reflejo de los accidentes de la ciudad, sus malformaciones, cambios, excrecencias, voces; los cuerpos y sus adaptaciones, metáfora reveladora del cuerpo de la ciudad. El cuerpo es vasto, se expande y se contrae. Desaparece y se transforma. La gente sabe de esto, sólo hay que preguntarles; desde ahí podemos empezar a elaborar esa historia opacada por el vómito de imágenes.
Se levanta temprano y trata con su fisiología, come y piensa que piensa y se siente importante. Puede preocuparse por algunas cosas, pueden importarle ahora las cosas y ensaya alguna enunciación retórica, como en un gesto que anticipa algún ataque. Piensa Blasto que es un formado de imprecaciones claudicantes de tono pseudoacadémico. Al final hay muy poco que decir. Y las palabras no lo acompañan. Se abstrae a menudo, pero hay un vacío donde Blasto niega la forma de la experiencia que le prodigan sus sentidos miopes; se siente impotente y avergonzado; cómo debería ser, cómo. Piensa que tal vez la religión, que tal vez el alcohol o la concentración en no se qué, que quizá sólo dejarse ir… pero qué carajos es dejarse ir, qué estupidez, escribe J. Blasto. Lo educaron para pensar que la competencia es el sentido; el éxito y el fracaso, las únicas salidas. “The Meaning of Life” es una canción de maquetas móviles de Monty Phyton, una canción grandísima gústele a quien le guste porque, a fin de cuentas, el mundo es una cadena de parodias gobernada por burócratas chillones y estúpidamente agresivos; porque, a fin de cuentas y cuentas triviales como esta escritura trivial, aspiro con fuerza el mismo aire que ellos, soy ellos y ellos son yo mismo en nuestra nimiedad destructiva. De eso debería tratarse mi risa, lo que va quedando de nuestra risa de hígado. Que se burlen aquellos que hacen mofa de estas afirmaciones calificándolas de catastrofistas y románticas, que se mofen tras su cómoda libertad los brillantes y perversos demócratas posmodernos, ostenten sus títulos nobiliarios hasta que las tripas les revienten y revienten por fin todo lo demás. Qué preguntar y cómo preguntarlo: su duda invade y la deja difuminarse tempranamente, por salud mental. Sueña con lugares amplios que se abren abruptamente en sus ojos pero escucha su voz apagada, la siente empequeñecerse cada vez más, una voz que regresa hacia sí, dirigida a sí misma, no se comprende, una voz hueca casi inaudible, y le cansa repetir. Se dice que seguramente está algo deprimido, triste, no atina a nombrar aquello, no debe ahondar demasiado se dice, y así se consuela. No logra captar la compleja trama, no logra ver a ese organismo: la vida. Y cree que no pasa nada, lo piensa siempre pero le avergüenza admitirlo, teme un regaño que supone siempre muy consciente, muy consistente. Y sabe que cambia, que en cualquier momento es esto y aquello pero siempre él mismo ante el espejo cambiando, frente a sus zapatos todos lo días, en sus movimientos y su incomodidad ante las miradas vagantes, cansadas, fijas. Sólo tengo que fijar esas breves transformaciones. Dejar este hilo de divagaciones maniáticas. Abandonar esta comodidad tan agarrada a mis pelos, a mis palabras tan ambiguas. Cada vez que hablo siento que miento, en estos días una persona siente con más claridad esta sensación, escribe Blasto, tratando de recordar algo que leyó en algún lugar, cree que se trata de una pista, de alguna cosa que debería tener siempre en mente, una defensa y quizás una forma de adaptación ante un monstruo hecho mundo que ha demostrado ser sumamente adaptable.
(…y a pesar de ello, a pesar suyo, el presente transcurre siempre cual fantasma para desvanecerse en el aire. Y a veces recuerda: pero el recuerdo y sus zonas también se alejan, la idea de recuerdo casi le parece artificial, pretenciosa e ingenua a la vez. Y es cuando odia y bufa y canturrea sin mirar y el cielo le parece pesado, su cara le parece pesada, sus manos como lápidas y el hígado, y el hígado su expresión de hígado. Tiene la moral baja, dice, pasa de algarabía imbécil a melancolía somnolienta, ciega inopia de estos días.)
No hay trayectoria, no se realiza el paso en seguir hacia allá o hacia acá indefinidamente en pos de tantas ilusiones, el presente no llega a ser tal, es una falsa utopía: no tiene conexión con el pasado, no puede ver hacia el futuro. J. Blasto se siente en un mundo donde su existencia se parte en múltiples pedazos, como todo lo demás. Siempre un paso atrás del tiempo, en una carrera que desde el primer momento ha perdido. Mi bostezo es irreal, el espacio que me rodea me parece irreal, pero en mis sentidos hay algo todavía incontaminado por estas dudas ambiguas. Una memoria que se preserva, pero no sé qué hacer con ella ni como asirla.
(…de cualquier manera a él le gustaría encontrar un nombre para las cosas, nombres que tuvieran sentidos. Sin embargo, escribe Blasto, todo se amasa de repente, el recuerdo de un edificio y sus habitaciones familiares, el aroma a grasa de sus pasillos, las siluetas inmediatas y las voces susurradas a su oído, el amor en la espalda cálida, en los pies fríos y la piel caliente, el abrazo caliente y el estremecimiento tremendo de sentir por lo menos un instante como si uno mismo fuera una cosa entera, hecha, una totalidad aparte y en todo que existe por el abrazo del otro y en sus brazos siempre. Pero sólo un momento, porque siempre caprichosa vuelve la retórica de lo apestado, de un amor que apesta y se busca; se enmohece en las palabras y crece dentro en una arborescencia confusa donde uno camina como ciego dando tumbos y relacionándose con sus palabras de otra manera, vaga y solitaria. Y qué decir, a uno le gusta dar consejos y ver así como por encima del hombro, tímido, taimado, competitivo, exitoso en la vida, en la conversación, en las frases, en los gestos, y los torpes movimientos del cuerpo siempre lo denuncian a uno. Pero de esto, bueno, dormir unas horas lo borra todo. Es lo bueno del nuevo día, ha escrito Blasto.)
J. Blasto se hunde en la montaña de textos, ruina sobre ruina piensa en el ángel de la historia. La máquina de la historia. Debates teóricos sobran, categorías y batallas retóricas hay por demás bastantes. Pero uno tiene que insertarse correctamente en las mafias de la División Internacional del Conocimiento y creído de esto, balbucea cualquier cosa, alguna retórica que lo eleve a uno, que lo eleve por encima de sí y los otros, como un monumento (que sea mejor que la sociedad que lo produce), un lenguaje que sea mejor que yo y tal vez los engañe. Y como siempre, Blasto se detiene y se finge seguro y luego se ve así, tan valiente, idealista hollywoodense en secreto. Y necesita nombrar, darle un nombre, hacer que exista para él, hacerla existir, a la historia, nombrándola; darle forma a los engranes e hilvanar cuerpo y lenguaje y mezclarse en la máquina por fin.
(…aun así, siempre llega tarde. Es como un mal curioso donde el animal nunca podrá preparar su corazón. Que pasaje hermoso aquel de la espera y el corazón; preparar el corazón, es una idea esperanzadora como pocas, piensa Blasto. Una idea hermosa y uno cree, y recuerda las palabras de otro, “que ve la verdad”.)
Porque la ficción está en la materia inasible de la realidad, no representa nada como dicen, no imita lo real: es lo real por donde se lo quiera mirar. La realidad, recuerda Blasto a Saer, es todavía una especie de Selva Virgen. La Realidad: sólo hay discursos chocando, discursos dobles, discursos que mienten para mejor colocarse, para continuar un tiempo-espacio unilineal en su pretensión totalizante: flujos de lenguaje como un sonido que recorre y fluye en la caja sónica del mundo en una pugna de apropiaciones e imposiciones. De esa caja sonante entonces, hemos de rescatar las interrupciones en la cadena automática de gestos y los cambios de ritmo; hacer que el cruce de voces sea posible. J. Blasto se desespera y exaspera, siempre se desespera, siempre se vuelve a desesperar y exasperar en sus sospechas.
Blasto lee: “La narración no expresa, indaga”. Leer es investigar. La escritura como un espacio entre los colores, los ojos perdidos en los ojos que ven rostros en contorsión de líneas y entrelíneas, de luces variables, el cuerpo tendido sobre todos los rincones del espacio, adolorido e inamovible con el calor agrandándolo, crece y se encoge arrítmicamente y la palabra recupera velocidad y cuerpo, se coloca en los ángulos de la cabeza hasta que el aire tibio empieza a pesar mucho y a mezclarse en un solo color con la luz. Blasto por fin se difumina; ríe con excitación disfrutando sus brazos adoloridos, un dolor más o menos agudo, un dolor único u otra cosa el dolor: problema de percepción concluye su vaguedad (¡su majestad!). Al levantarse piensa que algo se le escapa, más veloz que él o puede ser que haya sido su costumbre de banalizar toda conciencia sobre la insuficiencia de sus sentidos; su pensamiento parece viajar en una sola línea y casi olvida su cuerpo, sólo recuerda sus dolores, pero los aprende mal, el dolor es como la repulsión hecha letras ahora. Y regresa la misma luz a Blasto, el mismo sabor de la saliva, el mismo deseo y, desconsolado, se concentra en su hambre y piensa en comer algo para olvidar y sentirse mejor.
“La tradición para un escritor no son los escritores que le gustan, sino los que le incitan a escribir.” Blasto lee aquella cita garabateada entre un montón de hojas sueltas llenas de frases y enunciados que observa más o menos desconcertado. En el amasijo de hojas regadas por doquier, lee palabras y guiños señeros, o no tanto a lo mejor, sólo un año o dos, pero le parece mucho; en qué se fue ese tiempo, al parecer en dos o tres cosas, dos, tres o alguna cosa. Ve Blasto tantas palabras y cree descubrir que hay patrones entre las notas, repeticiones, temas recurrentes. Por qué están ahí. Algunas cosas recuerda y otras no. Como si hubiera puesto aquello sin pensar, jugando a quién sabe qué cosa. Piensa que podría resumir todo en una sola página. Le parece extraño el vaciadero de enunciados acumulado, sólo queda el contexto en que están puestos. Ahí hay más quizá, vida de adjetivos y conjunciones, de imágenes absurdas o vagas, pero vicios de cualquier manera, sentencia al fin. Blasto revisa, le duele la espalda y revisa, las letras se le van enroscando otra vez. Su propia escritura le resulta extraña, ajena, como si fuera de otro, y se imagina que entre tantas anotaciones sueltas tal vez encuentre, si mira bien, alguna carta del futuro. Las líneas son de otro, no soy dueño de este lenguaje, pero ahí están los rastros de algo futuro; sólo tengo que aprender a mirarlo, tengo que encontrar las pistas, los restos de una escritura futura (punto) y Blasto ríe quedo. Se divierte con estos juegos.
No es Blasto, escribe J. Blasto en un cuaderno, quien persigue a la realidad como si fuera un reflejo cadavérico de ésta, sino que es la máquina de la historia (que en sus distintos usos y acepciones, es una de las formas en que se nombra a cierta forma de lo real) como trama de relatos, la que aparece en el escenario para ser metaforizada, cuestionada en sus sentidos aceptados. Blasto se imagina persiguiendo a la realidad, cree que se acerca algunas veces, sólo hace falta paciencia para entender, poco a poco, que eso que se da en llamar lo real no es sino una masa difusa. Un lugar de pugna. Que no le pesen tanto las palabras, que no le pesen los deseos, que su cuerpo y su mente no vayan separados siempre. Así Blasto circula entre los tantos relatos, a veces con disimulo, con pereza y desinterés, resbalando entre los otros, entre la necedad de lo real.
Una vez más la idea fija, el idiota. Está ahí casi siempre, como en Rodion Romanovich. Ha estado siempre y nos acompaña a todos. Navegando en los surcos del pensamiento, en lo que queda de él. Sin embargo eso no habla necesariamente de una vida interior. No hay secretos, sólo ideología: lo hacen pero no lo saben.
Blasto sabe que lo que busca está siempre, existe; es el espacio —recuerda a Piglia— donde su mundo fantástico tiene lugar, por qué no. Y de nuevo camina, buscando difuminarse con la ciudad, mezclarse en su cauce y sus accidentes, luego tendrá mucha hambre y podrá ver alguna película y pensar en sus permanentes preocupaciones circulares, carcelarias: trabajo, sobrevivencia, dinero, etc. Ahora sólo se deja guiar por las calles que lo invitan otra vez en un pacto secreto, el espejo de los secretos en la calle, a la larga quizá sólo eso quede. Pero las calles van cambiando su faz y Blasto las ve renacer y morir. Siente cómo le acarician con sus voces. Y recuerda lo que ya sabía: que Blasto es, en el camino, una anotación perdida, la palabra en un sueño, un cuerpo y un ritmo, el tono que se busca, una voz perdurable o un síncope de signos que desaparecen. Sólo una leve sospecha él que ahora es un débil rastro que circula a través del mundo, encontrando las preguntas de otros, como si ese mundo fuera una gran caja de resonancias. Tal vez hoy, con lentitud, piensa Blasto, consiga librarme de este vértigo.
• Alexander López Ganem (Ciudad de México, 1983) es pasante de la carrera de Estudios Latinoamericanos de la unam . Ha participado en diversos talleres de creación literaria, entre ellos el de Beatriz Espejo.
Me ha gustado mucho esta narración. Es como entrar en el vértigo de pensamientos del autor. ¡Felicidades al Sr. Alexander! Ha escrito un cuento con un estilo auténtico.