Álvaro Enrigue,
Decencia,
Anagrama, México, 2011.
Es falsa la creencia que afirma que un autor debe hablar las mil voces de sus personajes y narradores; basta que sea dueño de un canal bien nutrido de registros para que reclame la madurez de su prosa. Álvaro Enrigue ya puede cobrar su pieza de caza: desde hace algunos libros iba despuntando un amasijo de notas que finalmente ha dado con un tono peculiar y elegante, un estilo un tanto excéntrico pero siempre encantador. Al principio sólo se apreciaba entre hilachos, pero ahora ha devenido en vigorosas amarras que sostienen lo que ya podemos clasificar como una de las más carismáticas prosas del México actual.
Su obra más reciente, Decencia, es la cumbre de su pirotecnia literaria y se desdobla en dos vertientes: por un lado aquella que narra el protagonista del relato, Longinos Brumell, donde revisita los recuerdos de sus días, desde los tiempos de su infancia en los que la Revolución extirpó a su familia del campo y los mudó a la ciudad, al siglo xx, hasta los días maduros en que el protagonista escala por fin los huesos recios de la Flaca Osorio. Por el otro, aquella que cuenta cómo la fatalidad coloca a un anciano Longinos en el mismo auto que a una familia de revolucionarios incipientes mientras huyen de los oscuros cuerpos policiacos de los años setenta mexicanos.
Entre estos flujos —unas veces road novel, otras memorias, y novela política otras tantas— se sugiere una genealogía que pretende ser la que explique el México de hoy: el niño que fue hijo de hacendado cuando se derramó la ardiente Revolución encima de nosotros sería luego el empresario que aprovecharía la depredación intrínseca del orden político posrevolucionario, y más tarde quien tomaría la estafeta del naciente narcotráfico. Desafortunadamente, el desarrollo que tiene esa tesis en el libro no es más complejo que su resumen.
Podríamos decir que, a diferencia de Hipotermia, cuyo espíritu se emparentaba más a lo interesante, o de Vidas perpendiculares, próxima a la emoción en su estado más bronco, Decencia busca ser inteligente, cuando menos lo suficiente como para elaborar un diagnóstico preciso de nuestro estado actual. Sería la versión novelística de esos libros que ahora abundan y que rondan una pregunta: ¿dónde nos perdimos? Pero falla. Cuando en las páginas finales Longinos Brumell dice: “Mi vida representa todo lo que está mal en el país”, y con ello Enrigue muestra sus cartas, no queda en el aire sino un timbre a parodia involuntaria que surge de contrastar las pretensiones del texto con su desenvolvimiento.
No obstante, si la novela se fractura en sus ideas, se sostiene en su prosa. Las dos vetas que conforman el relato aprovechan una oralidad refrescante y libre, lo necesario como para afirmar sin pena: “Íbamos a llegar a ponernos tontos de botana”, pero también lo suficientemente astuta para contrapuntear su levedad ocasional, como cuando habla de los “campesinos de ojos siniestros esperando el fin del mundo bajo sus sombreros”.
Esta mezcla de tonos ensalza los sabores que, por contrapuestos, relumbran. Tal parece que a Enrigue se le desmoronan en la boca las ganas de decir un albur de rastro y en su lugar sopla un tropo, “cruzar el oleaje mineral de la sierra”; o un verbo que fomenta un movimiento peculiar, como el del “tranvía, que con su lentitud permitía acribillar la longitud infinita de la tarde”; o ciertas personalizaciones reveladoras: “Me vio con lo que en su biología de cocodrilo debe haber sido ternura” o, sobre la cocinera, quien “era capaz de convertir cualquier animal en un palacio”. Hay también diálogos chispeantes y llenos de contraste: “Hace años que fumo, me dijo. Pero si tienes doce. Ya ves. ¿Dónde aprendiste? En la cocina”. Quizá su mayor virtud sea la agudeza: “Esa bebida de atrocidades en descanso que es el tequila”, y luego sigue, burlón, también refiriéndose al tequila, “que el que lo compre sienta que ya aprendió a montar”. O su humor de borrachera aplicado sobre quien estaba “jalando sillas comedidamente para el grupo de damas a las que lo único que les habían jalado hasta entonces eran los calzones, y sin gentileza”. Todo esto por no hablar de la estructura, justificada y ágil, sobre las entradas tan naturales de cada personaje y sus aportaciones al avance del relato; o sobre cómo alarga las tensiones que lo merecen o cercena prematuramente otras, no para malograrlas sino para revivirlas, sacarles chispas; o sobre las sólidas construcciones gramaticales donde, como el autor afirma en una entrevista reciente, experimentó cuántas cláusulas subalternas podían empachar a un solo enunciado.
Si bien a Enrigue no le conviene una prosa mesurada que opaque su personalidad, si bien en lo estético su método se cimenta en cierta forma distinguida de la hipérbole, Decencia se desboca —y no para bien— a ratos: lectores con pocas ganas de ser condescendientes encontrarán unas cuantas líneas que salpican el texto y que son puertas de salida de la realidad ficcional. Los secuestradores apellidados Justicia que poco a poco se van aclarando, su madre que los acompaña en el trance criminal e imposta para los policías un saludo militar con la aguja de tejer, uno de estos criminales descubriendo calambures en la letra de una canción de Roberto Carlos, la frase “descanse en Marx”, el giro de tuerca del final y los relevos históricos que se sugieren son elementos que no contrarrestan el cúmulo de virtudes del libro pero sí lo precipitan, cuando menos en parte: todas iban a ser virtudes, pero algunas se pasaron de brillo.
Las características dominantes de nuestra personalidad son siempre aquellas que propician nuestras zonas luminosas a la vez que nuestros defectos más notables. El hombre o la mujer tenaz también puede considerarse llanamente terco; el irreverente, vulgar; el serio, seco. El que escribe y al hacerlo va excavando la mina de su talento, descubre lo mejor de sí al tiempo que accidentalmente hace aflorar sus fallas más personales y, por ello, irresolubles. Así Enrigue: su narrador encandila casi todo el tiempo, pero de pronto llaga los ojos; comenta con un tino bárbaro y, a veces, calla dos segundos después de lo que debería.
Al leer Decencia se echan de menos la mesura de Hipotermia, su exquisita selección temática, tanto como el ágil pretexto narrativo de Vidas perpendiculares, quizá tan poliédrico como el de Pedro Páramo, así como su vitalidad sin pretensiones. Éstos son libros cuyas páginas no ha pandeado tan deliciosamente el trabajo bestial que Enrigue le dedicó a Decencia, pero profesan la sabia convicción de que el estilo es mesura: si algo falló aquí fue reconocer lo que sobraba en lo estilístico y lo discursivo, pero ciertamente no faltó nada.
Sirva como contexto de estos últimos párrafos un comentario: el grado de exigencia debe adaptarse siempre al nivel del juego, y los partidos de Enrigue se juegan en la estratosfera.