La vida es tan corta
y el oficio de vivir tan difícil,
que cuando uno empieza a aprenderlo,
ya hay que morirse.
Según el almanaque, falleció el 30 de abril del año 2011. Y entre la tristeza de la pérdida —nadie sabe qué decir cuando la muerte ya dijo la última palabra—, muchos escribieron que se había ido el último gran maestro de la literatura argentina. Y que si el aliento le hubiera alcanzado para llegar hasta el 2 de junio, hubiera cumplido cien años. Todos esos festejos, las ferias del libro que ya ostentaban con gusto la centena, los libros de homenaje a punto de salir, los carteles, las lecturas y los discursos celebrándolo, se quedaron pasmados. Guardados en armarios y cajones. En algún túnel de la memoria. Ese que solamente sirve para recordar a Ernesto Sabato.
Testigo y paradigma de su tiempo, su fallecimiento, en su casa —adecuadamente llamada Santos Lugares—, le dio también otro sentido a la vida de este escritor emblemático de la literatura argentina.
Nacido en Buenos Aires, Ernesto Sabato primero estudió Física y Matemáticas en la Universidad de La Plata. Después viajó a París y entró en contacto con el surrealismo. Aquélla fue una experiencia trascendente para su vida y posterior vocación. Apoyándose en el lenguaje del inconsciente y en los métodos del psicoanálisis, decidió permitir que la ciencia se le perdiera un poco y así encontró la literatura. “Yo creo que la verdad es perfecta para las matemáticas, la química, la filosofía —dijo alguna vez—, pero no para la vida. En la vida, la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza cuentan más.”
Después de París —porque ya sabemos que nada es igual después de París—, ya de vuelta en Argentina, se dedicó a escribir. Poco a poco se convirtió en un maestro en el arte de las palabras. Con frases cortas, declarativas, desprovistas de ambigüedad, certeras e inteligentes, Sabato creó una obra de un profundo contenido intelectual con un estilo brillante, inquietante y asuntos incómodos como todas las verdades: la dificultad para separar el bien del mal, el eterno concubinato del amor y la muerte y la sombra imperceptible de la locura, la que nubla de manera sutil hasta los días más iluminados.
Sabato no tenía ningún interés en la fama, la fortuna y el prestigio del escritor. “Nunca me he considerado un escritor profesional, de los que publican una novela al año. Por el contrario, a menudo, en la tarde quemaba lo que había escrito a la mañana”, declaró una y otra vez para referirse a una obra que marcó las generaciones de los sesenta y setenta. Según él mismo, El túnel fue la única novela que quiso publicar, y para hacerlo debió sufrir amargas humillaciones. “A nadie le parecía posible que yo me dedicara a la literatura.”
Lejos de asumir un rol rebelde o cómodo, Sabato fue autor de solamente tres novelas: El Túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abbadón el exterminador (1974). Hubo ensayos, apuntes y poemas escondidos. No hizo caso a quien le pedía más, no le gustaban las entrevistas. “Me ha costado muchos años llegar a ciertas conclusiones y he necesitado muchas páginas para expresar mis ideas. No quiero que por resumirlas en tres líneas se desvirtúen o vulgaricen. O escribo un ensayo que puede resultar tan gordo como una enciclopedia, o mejor me callo y no digo nada”, cuentan que solía decir a los reporteros.
Muchos opinan que Sabato estuvo cruzado por sus propias contradicciones —¿y quién no?— y que aquello se notaba en sus personajes literarios —Dios les conserve la inteligencia a tan finos lectores.
Lejos del boom latinoamericano y con esa condición de científico renegado —y de ser y no ser uno con el universo—, a Sabato se le acusó y se le calificó de todo. Si bien siempre se adhirió a los procesos revolucionarios, se mantuvo expectante y atento a cualquier asomo de totalitarismo. Para él había dos principios inapelables: “Sin libertad no vale la pena vivir, todo se corrompe y degrada, los seres humanos se convierten en abominables esclavos. Sin justicia social no hay futuro posible en el mundo, y el que no vea esto no entiende nada de lo que pasa”. Por eso levantó la voz cada vez que supo de un atropello y criticó lo mismo a los socialismos reales que al capitalismo norteamericano. Con ello, se ganó también detractores: “Hice un negocio redondo —dijo en una entrevista en 1995—, los reaccionarios me siguieron llamando comunista y los comunistas, reaccionario y traidor. Desde entonces retomé mi ideal anarquista, que, en mi caso, es una especie de anarco-cristianismo, como fue el de Tolstoi, el de Emerson y el de Camus”.
Criticado por reunirse con el general Videla cuando asumió la dictadura argentina, Sabato, sin embargo, fue crítico del régimen y sobre todo de las violaciones a los derechos humanos cometidas en ese periodo. “No hay malas o buenas violaciones, aunque sean cometidas en nombre de grandes ideales, Dios o el socialismo, la patria o la justicia social, y sobre todo si se cometen en nombre de grandes ideales”, declaraba en 1978. Su actitud le sería reconocida más tarde por el presidente Alfonsín, quien lo pondría a la cabeza de la comisión que investigó las desapariciones y los delitos contra los derechos humanos.
Al final de su vida, los ojos le fallaron y decidió pintar, pero guardaba notas y dictaba cartas. Una de ellas, justo cuando Estados Unidos declaró la guerra a Irak, se publicó en varios periódicos de Latinoamérica en 2003 y estaba dirigida a los niños. Titulada Carta por la paz, dice lo siguiente:
Queridos chicos:
Ustedes saben, han tenido que aprender cómo el poder gana, cómo los hombres matan por el poder. Han tenido que aprender, lo ven por televisión, la atrocidad de los bombardeos, de las masacres, de la miseria, del horror que trae la guerra a quienes la padecen.
Saben también que otros chicos como ustedes verán morir de dolor a sus padres, a sus hermanitos. Pero eso no importa al poder. También saben que millones y millones de hombres y mujeres han manifestado por las calles del mundo su deseo de paz, su oposición a esta guerra. Y eso tampoco parece haber importado al poder. Entonces, ante la gravedad de la situación en que vivimos, vengo a testimoniarles que habremos de permanecer en la decisión de no aceptar la guerra, de no resignarnos a ella. Hay que mantener, queridos chicos, encendida en el alma la llama de este dolor de la humanidad y ser fiel. Si esta determinación permanece, será inquebrantable. Podrán hacer la guerra, pero han de saber que son asesinos, que así los llamarán los chicos del mundo. […]
En todos los idiomas paz es una palabra suprema y sagrada. Expresa el deseo de Dios para los hombres. El deseo de un reino de paz y justicia, la paz y la justicia que estamos acá para reclamar y testimoniar.
Así, Ernesto Sabato, el hombre que una vez dijo que sólo hay una manera de contribuir a la protección de la humanidad, y es no resignarse, nos regaló palabras sin destinatario geográfico ni fecha de caducidad. Nada más el universo entero y para el tiempo completo entre el ayer y lo que venga.
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cecilia kühne (Ciudad de México, 1965) es escritora, editora y periodista. Cursó la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la unam y estudios de maestría en Historia de México. Editó la sección cultural de El Economista por más de seis años. Fue directora del Museo del Recinto a Don Benito Juárez y becaria del fonca. Es coautora del libro De vuelta a Verne en 13 viajes ilustrados (Editorial Universitaria de la Universidad de Guadalajara, México, 2008).
Acapa de commentar (dos veces) sobre Cecilia Künhe en mi facebook. Porque? Por que esta escritora es una maravilla.