Armando González Torres,
La Peste,
El Tucán de Virginia,
México, 2010.
Me parece que ese género de vacilación, de maniqueísmo, o de balanceo entre extremos que encuentro en los textos de La Peste, el nuevo libro de poemas de Armando González Torres, reproduce algo de la naturaleza interior de un escritor que ha desarrollado en laderas extrañamente contrapuestas dos maneras de entender la realidad. Si por un lado hay en él un ensayista pulcro y acabado, que se esfuerza por mantenerse en la vigilia, por el otro hay un poeta insatisfecho, metido constantemente en la búsqueda y con frecuencia en crisis. No pensé lo mismo hace tres años al leer su entrega anterior, Teoría de la afrenta, editada en la colección Práctica Mortal, cuando me pareció que, sin dejar la poesía, había decidido cambiar los versos por la prosa, lo que me hizo creer que acababa de conquistar el género que más le acomoda para entenderse mejor. Algunos de los textos de aquel libro son los que más me gustan de un poeta al que conozco desde hace largos años, y veo con gran satisfacción como la realización de unos recursos que conocí en su estado primigenio. Entre esos poemas puedo mencionar como ejemplos aquel en el que extrae del “chillen, putas” —del famoso poema de Octavio Paz— una escenificación con trama, atmósfera y personajes, o aquel en el que un tal Gregorio, al revés de lo que sucede en la metamorfosis kafkiana, un día amanece convertido en un nauseabundo… ser humano.
Pero la insistencia, confirmada por su nuevo libro, en una poesía que vuelve a una búsqueda que llamaré, aun a riesgo de ser malinterpretado, sin resolver, me hace pensar que hay un conflicto en él que va más allá de la naturaleza misma de sus poemas. Estoy convencido de que Armando es uno de los lectores más claros con los que cuenta la literatura mexicana de hoy. Donde quiera que lo encuentro, en el lugar en el que tenga la suerte de escucharlo, en cuanto análisis suyo caiga en mis manos, me llama la atención su esfuerzo por conseguir el equilibrio expositivo y la mesura de juicio. Y sin embargo, al revés de lo que ocurre en sus ensayos, en los que se empeña en encontrar la expresión más directa y desnuda, la que más explique e ilumine, sin permitirse excesos ni vacilaciones, en sus versos, en los que la confusión y el caos deliberados juegan un papel preponderante, insiste en trabajar con valores contradictorios, regresa a la investigación formal y sonora que había dejado momentáneamente suspendida, salta otra vez de la luz a la oscuridad y del blanco al negro y viceversa, explora las opacidades y las perífrasis, y suele revestirse de una capa espesa, poco menos que matérica, hecha de prosaísmo y, de cuando en cuando, voces prestigiosas.
Ya desde el principio, como poeta, Armando se mostró fascinado por una dicotomía entre extremos que al menos en apariencia no se reconcilian: lo sacro y lo profano —pongamos por caso—, lo delicioso y lo podrido, lo que se ama y lo que se odia o execra. Esa suerte de maniqueísmo, que en los poemas en prosa de su libro anterior me pareció atemperado, o quizá mejor dicho usado con la mano de quien ha aprendido a domar un peligroso recurso, está más viva que nunca en La Peste. Me refiero al vaivén que hay cuando se refiere a “la exhalación feroz” y “el miasma agreste” que desprenden “los cuerpos más deseados” (p. 14). En un mismo sintagma leemos: “Cada día, al despertar y descubrir que respirábamos, nos decíamos: ‘afortunados de nosotros, pobres de nosotros’” (p. 15). Si señala la “prolijidad de los muertos”, es para advertir la “escasez del llanto”. El oído sutil del músico imperial acude a los cementerios “a descifrar la música de los cuerpos en descomposición” (p. 16). Por un lado están “las infecciones que deleitan” (p. 45) y por el otro se nos señala la delectación con la que se curan las llagas, y se lamen las bubas “como si fueran un postre delicioso” (p. 66)… —y que me recuerdan, dicho sea de paso, la visión de Celestina, que describe al amor como “la delectable dolencia”. El balanceo forma parte de la estructura misma del poema “Tarde”, en la que hay, como si fueran parejas representando una danza de contrarios, una serie de movimientos pendulares que unen “luminarias” a “borrascas”, la “calma” al “pavor”, la “rabia” al “arrepentimiento” y el “deseo” al “alivio” (p. 42).
Hay también un fenómeno que aparece menos en los poemas en prosa y nunca en los ensayos, como si la naturaleza unitaria y satisfecha en sí misma del verso constantemente lo empujara a producirlo, y que tiene que ver con la sonoridad de algunas palabras, en sí mismas y en relación con otras, y en el que creo reconocer una pervivencia de recursos modernistas: “Esos días afócidos de lúgubre fastidio” (p. 27), escribe en un lugar. En otro: “sin forúnculo indigno para el ósculo”; o “lautos lechos de lábiles jergones” (p. 49)… No se trata sólo de la afluencia de voces esdrújulas: si escribe un poema con endecasílabos, en algunos casos las acentuaciones son impecables pero en otros también aparecen movidas del lugar aconsejado por la tradición, como si fuera posible todavía, a la manera modernista, encontrar escondrijos rítmicos no revelados en la contabilidad de las sílabas de siempre.
Al péndulo entre polos y a la expresividad de raigambre modernista todavía se añade un consentimiento de voces prestigiosas —y digo “consentimiento” porque en este caso en particular me parece que Armando no ofrece resistencia a una tendencia típica de nuestra literatura—, como en los versos “adventicio encuentro de lechos provisorios” (p. 44), “indeleble noche deleznable” (p. 36) o “sus lampos residuos de insólita ardentía” (p. 93), en el que no sólo el uso del adjetivo “lampo” me hace pensar en Díaz Mirón y en ciertas expresiones verbales, como cuando se infibula “hembras ajenas” o se fraguan “infanticidios infaustos”, y hasta en el simple uso de palabras como “jocunda” o “protervo” o “aleve”…
Si digo que se trata de una poética en conflicto, si creo que no ha acabado de resolverse, con la salvedad de los poemas en prosa de su última etapa, en los que creo que sus virtudes encuentran su combinación más efectiva, es porque la gama de recursos explorados en La Peste no excluye a los que las contradicen. Véase por ejemplo el poema “Confesión” (p. 74), en el que la voz poética plantea, aludiendo al lenguaje propio: “Quise salvarme, quise encarnar ese destino excepcional que se finca en el vocablo rebelde y paradójico”, para rematar de una forma que parecería propuesta como solución al conflicto general: “admito el desastre al que conduce la pasión impune por sus formas y agradezco que, para mis últimos días, me haya sido concedida la gracia de un vocabulario humilde, sencillo y vulnerable”.
Para Armando la lengua se enferma, se llena de pústulas y bubas tal como afirma explícitamente en el título de una de las secciones del libro: “De cómo la peste infectaba el lenguaje”. En uno de los textos recogidos en ella, un experto en la enfermedad de los lenguajes afirma que recoge su obra de un muro pero también de una taberna y un orinal, y acepta que él sólo ha sido un “agónico exabrupto en medio del pudridero de las palabras” (“Diálogo”, p. 76). Acaso uno de los textos más significativos de la colección, porque creo que vuelve a preocupaciones del primer González Torres, en concreto a cierto tono de su libro La sed de los cadáveres, es el que se llama “La catarsis” (p. 49). Después de una danza macabra alrededor de una fogata, una suerte de noche de Walpurgis de signo terrible, en la que bailan “los muñones y las pústulas”, la turba copula “entre los muertos”, la plebe exige un culo de aristócrata y el padre fornica con las hijas, las imágenes concretas se resuelven en el vómito y la llegada de un sueño “lenitivo” y, por fin, en una extraña abstracción: “grata estancia en el vientre del olvido”.
La peste, que es el paradigma de las enfermedades contagiosas destructivas y que nos es presentada con un poder de aniquilamiento que vuelve una y otra vez hasta dar al libro su característico tono apocalíptico, da paso a momentos de distensión y hasta calma que nos permiten pensar que no es extraordinaria sino común, está en la realidad más cotidiana y prospera en silencio delante de nuestros propios ojos contagiados. Ya en obras anteriores, Armando había trabajado con atmósferas anómalas y enrarecidas que, a pesar de ubicarse en el polo opuesto a sus preocupaciones como crítico, le son útiles para armar, con frialdad de ensayista, metáforas y alegorías, y son parte esencial de su mundo literario. Así parece admitirlo, no sin ironía, en el epígrafe de la colección, en que se leen estas palabras de Samuel Pepys: “Nunca he vivido tan dichosamente (y, además, gané tanto dinero) como en esta época de la peste”.
Si la búsqueda de su lenguaje a veces da la impresión de haber sido llevada entre confusiones, a cielo cerrado, de cuando en cuando a ciegas, a veces alcanza cristalizaciones de un nivel de lenguaje admirablemente sostenido, como el que hay en estos versos del poema “Insomnio” (p. 18), uno de mis preferidos del libro:
Los desvelos y los amaneceres de la ira y la ebriedad
noches sordas, albas del desgano, el estrépito y el rumor,
este presentimiento viscoso, esta proterva duermevela
esta cavilación, este examen incesante
esta estéril inquisición en el presagio.
Si conquistado el sueño, viene el afán insomne, si el cansancio
abruma, espeta el hastío del vientre su discorde melodía
quién tuviera onzas de opio para la odiosa lucidez del músculo
quién le diera dormidura a este sucio seso enardecido.
Cuando leo sus nuevos poemas, vuelvo a preguntarme: esa deliberada oscilación entre los extremos, aquel vaivén que nos lleva a los polos de cuanto nombra y explora, ¿son los que se producen entre el González Torres ensayista y el poeta? ¿Por qué se siente una fractura entre el poeta que denuncia con lenguaje contagiado la enfermedad colectiva y el ensayista que esclarece saludablemente en medio de los otros? Aquí la mesura, la sutileza, el trazo cuidadoso de las siluetas traslúcidas; allá la exploración quebrada de los recursos poéticos, la abrupta contabilidad de las materias opacas. ¿Por qué en un lugar eleva sus construcciones de luz a chispazos y en el otro da palos de ciego en el fango? Tengo una respuesta racional y otra intuitiva. La primera es que los extremos, tal como me pareció advertir en su Teoría de la afrenta y dije más arriba, se concilian en esas prosas de especie poética en las que sus dos géneros de virtudes contradictorias aparecen en una justa medida. Pero intuitivamente veo algo más, algo que está relacionado con su manera de expresarse. La dicción con la que expone sus ideas, por más que está convencido de ellas, suele acompañarse de un temblor característico. Ese discurrir trémulo, esa expresión en apariencia torpe, esa suerte de titubeo expositivo que se resuelve en certezas, deja sospechar a otro que lucha adentro de él, alguien que está interesado en mantener el conflicto, que no se deja convencer del todo por su propia claridad y se opone de alguna forma a ella, y que resulta más valiosa porque nos hacer sentir que proviene de una enraizada polémica interior. A ese temblor, a esa duda, a esa vacilación que sirve para mostrarnos con transparencia lo que los otros no vemos sino confusamente, fío con certeza absoluta la obra futura de Armando.
_______________
FERNANDO FERNÁNDEZ (Ciudad de México, 1964) es autor de las colecciones de poemas El ciclismo y los clásicos y Ora la pluma. Tuvo la Beca Salvador Novo y fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Fundó y dirigió las revistas Viceversa y Milenio y fue Director del Programa Cultural Tierra Adentro y Director General de Publicaciones del conaculta. Su libro más reciente es Palinodia del rojo, publicado por Aldus.