Cultura | Mirador |
Hugo García Michel | 01.03.2011 | 0 Comentarios
Nunca he estado en Nueva York. Jamás he puesto un pie en la que muchos llaman la capital del mundo y que, junto con Londres y París, suscita toda clase de fantasías e ilusiones para quienes vivimos en otras urbes, en otras latitudes, en otras dimensiones menos sofisticadas y cosmopolitas del orbe. He tenido la oportunidad de visitar una vez la capital de Inglaterra, el privilegio de estar en dos ocasiones en la capital de Francia. La primera ciudad me gustó mucho. La segunda me enamoró a la manera francesa: me rodeó con su sensualidad, me hechizó con su belleza y me sedujo con la musicalidad de su lengua, sobre todo cuando la escuché pronunciada por una pequeña niña una tarde soleada en los jardines de Luxemburgo. Recuerdo con cariño a Londres y sus brumas. Extraño con ansiedad a París y sus colores. En ambas he estado en algún momento de mi vida; pero en Nueva York, todavía no.
Sin embargo, gracias al cine (y debo admitirlo, también a la televisión), Nueva York me es tan familiar como si hubiese estado ahí no una o dos, sino innumerables veces. Sé que esto es algo que nos pasa a millones de personas en el mundo, claro. Tampoco trataré de pecar de original. Pero a Central Park lo conozco como a la Alameda Central o al Bosque de Chapultepec, pues lo he recorrido en distintas ocasiones, ya sea en The Eddy Duchin Story (1956) de George Sidney, en Hair (1979) de Milos Forman o en De-Lovely (2004) de Irwin Winkler. Reconozco al Empire State tan bien como a la Torre Latinoamericana, luego de ver a King Kong encaramado en la antena del gran edificio, mientras sostiene con delicadeza inaudita a Fay Wray en aquella maravillosa cinta de 1933. He paseado por Harlem gracias a los asombros que producen The Cotton Club (1984) de Francis Ford Coppola, El rey de Nueva York (1990) de Abel Ferrara o Jungle Fever (1991) de Spike Lee, quien a lo largo de su filmografía se ha encargado de hacer de la realidad de los negros neoyorquinos de todas las clases sociales un mosaico multicolor, lleno de coincidencias y contradicciones.
He transitado por las calles más suntuosas de la Gran Manzana a través de la magia de Cómo cazar a un millonario (1953) de Jean Negulesco (con la inolvidable Marilyn Monroe en la plenitud de su gloria), Breakfast at Tiffany’s (1961) de Blake Edwards (con la elegantísima y casi irreal Audrey Hepburn) y Tootsie (1982) de Sydney Pollack (con un Dustin Hoffman en su delirante papel como la irresistible Dorothy Michaels). Pero de igual manera me he adentrado en las más siniestras barriadas neoyorquinas, a las que me han conducido filmes como West Side Story (1961) de Robert Wise, Mean Streets (1973) de Martin Scorcese, Once Upon a Time in America (1984) de Sergio Leone y Summer of Sam (1999) del ya mencionado Spike Lee.
Casi podría decirse que no hay rincón de Nueva York que no haya sido filmado alguna vez y que por lo tanto no conozcamos. Esto incluye también a Queens y a Brooklyn, a Coney Island y a Staten Island.
La propia televisión ha hecho que nos sintamos familiarizados con la ciudad. Ahí están sitcoms como Friends, Sex and the City y la sin igual Seinfeld para demostrarlo.
Sin embargo, a mi modo de ver, ninguna película homenajea a Nueva York, la describe, la venera, la descubre y la ilumina —por medio de su deslumbrante fotografía en blanco y negro, vaya paradoja— como Manhattan (1979) de Woody Allen.
La fotografía que engalana a este texto es quizá la más icónica de este verdadero clásico del cine de todos los tiempos. En la misma, vemos una imagen del puente Queensboro al amanecer y a Mary Wilkie e Isaac Davis (interpretados por la enorme Diane Keaton y el propio Allen) sentados en una banca, de espaldas a nosotros, mientras conversan y contemplan el mismo majestuoso paisaje. El cuadro no puede ser más poético. La pareja ha pasado despierta toda la noche y está cerca de la separación. Isaac había renunciado a su amor por la jovencita Tracy (una aún muy bella Mariel Hemingway) al enamorarse de la neurótica Mary. Al final, luego del rompimiento con ésta, él va en busca de la casi adolescente para tratar de recuperarla. No lo consigue. Ella se va a Londres sin que él se lo pueda impedir. Pero le deja unas palabras optimistas que provocan en el escéptico Isaac una sonrisa dulce: “Debes tener un poco de fe en las personas”.
Gran declaración de amor a una ciudad, la suya, Manhattan es el vehículo perfecto para que el director de Annie Hall (1977) y Maridos y esposas (1992) nos muestre al inicio de la cinta una serie de imágenes emblemáticas y a la vez cotidianas de Nueva York. Vemos, entre otras cosas, edificios varios, gente en las calles, restaurantes, tiendas, ropa tendida que cuelga de las casas, la Quinta Avenida, el puerto de Nueva York, el mercado de pescado, una cancha de basquetbol, una tintorería, el aeropuerto John F. Kennedy, autos, autobuses, bolsas de basura, galerías de arte, rascacielos, el beso de una pareja de enamorados, el Broadway nocturno, el Radio City Music Hall, el Delacorte Theatre, el Yankee Stadium, un tren, fuegos de artificio que iluminan la oscura noche, todo ello mientras se escucha la soberbia Rapsodia en azul de George Gershwin (neoyorquino por excelencia) y la voz en off de Davis/Allen intenta narrar una introducción que rehace una y otra vez, hasta dar con la frase que por fin le satisface: “Nueva York era su ciudad… y lo sería por siempre”.
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