La revisión por parte de los medios de comunicación de la cobertura que hacen de la “guerra contra el narcotráfico” no supone una renuncia a la libertad de expresión. A partir de esta premisa, Marco Provencio llama a la adopción de un código de prácticas compartidas que permita enfrentar de mejor manera un problema tan grave como el de la delincuencia en México.
Desde hace varias y largas décadas, la relación entre medios de comunicación y violencia ha sido un tema permanente de investigación académica. No por ello se ha llegado a conclusiones definitivas sobre cómo impactan los medios a la generación de la violencia, aunque nadie dude de la importancia del asunto. En esencia, la pregunta ha sido y sigue siendo si la difusión de la violencia a través de los medios genera a su vez subsecuentes comportamientos agresivos por parte de quienes en un primer momento son sólo espectadores pero posteriormente se convierten en actores de su propia trama, influenciados por la misma cobertura mediática de la violencia.
Por un lado, hay quienes señalan que todo aprendizaje social se deriva de la imitación. Para quien esto sostiene, independientemente del medio por el que transite (prensa, literatura, cine, teatro, música), la difusión de la violencia genera sus propios seguidores, individuos prestos a dejar correr sus instintos en la línea de lo que leen o ven o escuchan que sucede en otras partes. Por otro lado, hay quienes consideran que más que una cuestión de imitación social, el desarrollo de la conducta humana y en particular de las actitudes de violencia responde primordialmente a cuestiones genéticas, a aspectos que tienen que ver con la psicología evolutiva o, incluso, con un cálculo racional de naturaleza economicista entre costos y beneficios por incurrir en tal o cual comportamiento. Aunque sea una discusión sin término ni consenso posible, se trata de un tema cada vez más actual, relevante e impostergable en una sociedad como la nuestra, sumergida en niveles crecientes de violencia y por tanto de incertidumbre sobre el camino que habrá de seguir la actual estrategia gubernamental de lucha contra la delincuencia organizada y sobre sus resultados.
Es cierto que, en términos generales, la relación entre medios y violencia es un tema que tiene siglos de estar entre nosotros. Los lectores de los clásicos saben que a Platón le preocupaba el contenido de ciertas obras por la conducta violenta que pudiera generar en la juventud. Y de ahí “p’al real”. Así, cada nuevo ciclo o movimiento cultural en la historia se ha cuestionado también por sus posibles implicaciones en la actitud de los jóvenes ante la violencia, así se trate más recientemente del surgimiento del jazz o del rock and roll, del desarrollo de la moda femenina o de los juegos de computadora. Véase en estos años, por ejemplo, la discusión sobre la interminable exposición a la violencia por parte de los adolescentes en Estados Unidos a través de juegos de video, programas de televisión, películas, etcétera, y su relación con los numerosos multihomicidios sin sentido en escuelas de ese país.
Esta discusión, relevante siempre desde el punto de vista académico, es sin embargo urgente para nosotros dada la compleja y atribulada etapa social e institucional por la que transita el país. No en balde hace nueve meses —periodo suficiente para la gestación de un producto en la mayoría del reino animal— Este País decidió iniciar una discusión pública sobre uno de los aspectos torales en la compleja relación entre medios y violencia hoy en día. El provocador artículo de Federico Reyes Heroles, “Por un pacto ético frente al terrorismo”, ha propuesto y dejado sobre la mesa desde entonces una serie de acuerdos mínimos para el tratamiento del fenómeno del narcotráfico y en general de la delincuencia organizada por parte de los medios de comunicación, propuesta a la que le han seguido diversas contribuciones en este mismo espacio. Tal vez ha sorprendido un poco el que a la riqueza de varias de las propuestas que por aquí han circulado en estos meses le haya correspondido, por lo pronto, una lejana y fría aparente indiferencia por parte de muchos de los aludidos. Es posible que se deba a cierta inmadurez social para enfrentar estos temas, o al temor de que en esta discusión cualquiera sea acusado de “censor” o “agente del Estado”. No importa. Más temprano que tarde, tendremos que entrarle de lleno como sociedad organizada a un problema que no por ignorarlo desaparece: el papel de los medios de comunicación en la lucha por salvaguardar los intereses del Estado y de la sociedad en su conjunto en el conflicto con la delincuencia organizada. Ese día, algunas propuestas de las que han circulado por estas páginas serán parte de la columna vertebral de lo que pueda y haya que implementarse.
No es que la prensa esté sitiada entre dos facciones beligerantes: la del gobierno por un lado y la de los grupos de criminales que azotan al país por el otro. Sería interpretar la realidad como si se desenvolviera en un plano lineal, cuando es mucho más compleja que eso. Por ello mismo, aunque no sea el motivo de estas líneas, uno de los temas que no pueden dejar de abordarse con la seriedad que merecen es el de la propia comunicación de las autoridades respecto al tema de la “lucha contra la inseguridad”, o como quiera llamársele a lo que oficialmente inició como “la guerra contra el narcotráfico” y por tanto así ha hecho calle en la memoria y la psique nacionales. Baste decir, por ejemplo, cómo es que la reiterada presentación de presuntos capos detenidos frente a montones de billetes o de armas bañadas en oro, o la incomprensible presentación del “JJ” en televisión nacional, generan inadvertidamente una cierta apología del delito y nos hablan de un gobierno sin una política de comunicación efectiva que refuerce y no se contraponga a sus objetivos centrales en la lucha contra la delincuencia.
Pero volviendo a los medios, que son el tema que nos ocupa, pese a la descripción exacta que Aguilar Camín ha hecho en estas páginas de algunos de los muchos males de nuestra prensa —poco seria y profesional, acrítica y sin rigor, con oído para el escándalo pero sin vista para la sustancia ni tacto para la información— en el lento y farragoso proceso de distinguir la apología de la violencia de la libertad de expresión, el periodismo mexicano deberá avanzar mucho más que en el hecho relevante por sí mismo pero claramente insuficiente de proteger la vida de los reporteros que cubren los temas asociados a la delincuencia organizada. Éste es sólo uno de los cinco grandes capítulos, por ejemplo, que Raymundo Riva Palacio ha propuesto como necesarios para la conformación de tal “pacto ético frente al terrorismo”. Los otros cuatro son los resultantes de reglas mínimas en torno al tratamiento de las imágenes que se usen para describir los actos de violencia, del contenido mismo de la información que se transmita, del lenguaje que se utilice y del contexto con el que se acompañe. Los detalles podrán discutirse, pero es claro que cuando menos hay un trazo claro de las coordenadas que deberán guiar la discusión.
La prensa ha sido una institución clave en el desarrollo de la democracia mexicana. Sin embargo, por las causas que fueren, ha llevado demasiado lejos su actitud de que “ésta guerra no es la suya”, como si la prensa fuera únicamente un actor privilegiado por la naturaleza de su posición para sólo narrar lo que acontece y emitir sus opiniones al respecto. El periodismo debe poder verse a sí mismo como lo que es, una institución fundamental de un Estado democrático y moderno, sin tener que ruborizarse ni dar explicaciones de ello. Así, todo aquello que atente contra la existencia misma del Estado debiera ser combatido con las armas a su alcance. ¿Dejando de informar si sus armas son la misma información? Nada más lejano de la realidad. Informando, pero con apego a reglas mínimas y compartidas para no abrir un flanco a la ofensiva mediática de la delincuencia organizada contra el Estado. A fin de cuentas, ¿qué es la libertad de expresión si no se le define a partir de ciertas reglas y limitantes a las que deba ceñirse para ser real?
El periodismo deja de ser viable en aquellos lugares en los que el Estado no puede ejecutar de manera eficiente acciones básicas que por su propia naturaleza no pueden delegarse a terceros, como lo son el monopolio en el uso de la fuerza o en la impartición de la justicia. Es claro que si alguien creía que la indelegable función y responsabilidad social del periodismo era difícil bajo un Estado censor, tendría que coincidir en que esa función es casi imposible bajo un Estado débil o, peor aún, ausente. Ello no hace sino aniquilar a su vez el papel del periodismo como promotor de una vida democrática, necesaria para el desarrollo de la sociedad en paz.
Ante esta aparente disyuntiva y la revolución en la comunicación digital que año con año da pasos gigantescos, incomprensibles hace apenas algunos lustros, los medios de comunicación no tienen opción real más que la eventual adopción de un código de prácticas compartidas mínimas para enfrentar la violencia desde la perspectiva del Estado y ya no desde el supuesto palco privilegiado, aparentemente neutral e intocable en el centro de la cancha. Es cierto, como dice el clásico, que la primera baja en una guerra es la verdad, por lo que no se propone la desinformación sino la responsabilidad, no la autocensura sino la comprensión de un fenómeno en el que el futuro del país está en juego. Al día de hoy, los que saben argumentan que la posibilidad de que los medios se unan y puedan compartir juntos un pacto contra el terrorismo es más bien baja. Es posible, sin embargo, que el incremento de los índices de violencia en el país, la creciente inseguridad en la sociedad y el enormemente complicado trance electoral por el que habremos de pasar el próximo año hagan el milagro. ¿Se acabará con ello el fenómeno de la delincuencia organizada? Claramente no, pero el Estado recuperará para sí un arma que nunca debió haber perdido, y la sociedad podrá constatar que hay alguien allá afuera que puede ponerse de acuerdo en algo trascendente. Sería un principio. ¿Quién da el primer paso?
Posdata
Resulta que, en efecto, nueve meses tardó en gestarse la creatura. Apenas el 24 de marzo, habiendo mandado días antes el texto anterior a Este País, se anunció el Acuerdo para la Cobertura Informativa de la Violencia. Es gracias a la misericordia de la Directora que es posible añadir estas líneas a manera de rápida posdata, sin furor de por medio mas sí con prisa inevitable.
Como toda creatura, ojalá que el Acuerdo sea el punto de partida en dirección de los objetivos que propone abarcar y no se vea como el punto de llegada. Para ello, debiera poder contar con una ventana ancha y bien iluminada para la adhesión de muchos de los medios que por lo pronto han decidido no ser parte del acuerdo, actitud que aunque explicable es indefendible ante la gravedad de la situación por la que pasa el país. Argumentar que el Acuerdo sugiere el “acatamiento de los medios”, “gerenciar el flujo de la información”, “uniformidad”, como escribió Carmen Aristegui al día siguiente de la firma, es no sólo cuestionar la trayectoria y credibilidad de los firmantes, la pertinencia de los objetivos y la necesidad detrás de éstos, sino una forma para buscar diferenciarse de los demás. Argumentar que tener “criterios editoriales comunes para que la cobertura informativa sobre la violencia no sirva para propagar terror entre la población” es equivalente a la censura es una actitud que dice, en esencia, que no se quiere ser responsable de nada y ante nadie. Un poco de madurez por favor; no es la libertad de expresión lo que está en juego, es el país.
Marco Provencio es economista de la uia y maestro en Economía y Políticas Públicas de la Universidad de Princeton. Actualmente se desempeña como Director General de proa/structura. Es colaborador frecuente de diversos medios informativos.