En el caso del teatro, se pueden hacer dos listas: una, compuesta por los textos dramáticos que uno querría leer en la soledad de la isla desierta; y otra, por obras de teatro en un sentido más completo: puestas en escena que valdría la pena llevarse al último refugio del mundo. La primera opción es más portátil y, por lo tanto, más fiel a las premisas tradicionales de la biblioteca del náufrago; la segunda tiene la ventaja de multiplicar la selección inicial, pues la naturaleza del teatro impide que una obra sea la misma función tras función. Y, en vista de que el ejercicio ha sido ampliado para abarcar otras disciplinas, como el cine o la música, que requieren infraestructuras más complejas que un libro, me he tomado la libertad de dar por sentado que la isla contaría con las condiciones necesarias para que el teatro también ocurriera más allá de su mera expresión literaria. Así pues, del baúl saldrían, indistintamente, tanto libretos de autores mexicanos como toda una troupe de actores y técnicos participantes en puestas en escena nacionales (aunque sus autores no siempre hayan ostentado un pasaporte con el águila glotona) que valdría la pena ver representadas una y otra vez en la hipotética isla (ya no tan desierta). Sobra decir que la lista es tan arbitraria e incompleta como cualquier ejercicio de este tipo, y que el orden obedece únicamente al azar (o la lógica) de la memoria.
1 Los justos de Albert Camus,
dirigida por Ludwik Margules.
En un puñado de metros cuadrados de una vieja casa de la colonia Roma: el resultado más depurado de toda una vida buscando la esencia del teatro, despojada de cualquier parafernalia escenográfica o coreográfica. Muy práctica para islotes pequeños y realmente desiertos.
2 Ámbar escrita y dirigida
por Hugo Hiriart.
Un espectáculo capaz de recuperar la fascinación de las novelas de Salgari y Verne, y de demostrar que absolutamente todo puede ser representado en un escenario.
3 El contrapaso
de Middleton y Rowley.
El vertiginoso descenso moral de los protagonistas, capturado en toda su fuerza por el montaje de José Caballero, con un reparto de egresados y maestros del Centro Universitario de Teatro, encabezados por Erando González, Montserrat Ontiveros y Silverio Palacios como un memorable domador de locos.
4 Miscast
de Salvador Elizondo, en el montaje de Juan José Gurrola.
Este texto deliciosamente atípico (más cercano a los humores de Tom Stoppard que a los referentes realistas y sociales que imperaban en la dramaturgia nacional de los años ochenta) es suficiente para lamentar que Salvador Elizondo no haya seguido escribiendo para la escena; Gurrola, por fortuna, sí dirigió muchos otros montajes.
5 La mudanza
de Vicente Leñero.
La realidad expandida de este inquietante experimento representa la posibilidad, poco transitada hasta épocas relativamente recientes, entre el realismo más riguroso y las apuestas por lo metafórico; en ese contrapunto radica su expresividad.
6 El gesticulador
de Rodolfo Usigli.
Muy útil para no sucumbir a las falsificaciones de la memoria y la demagogia de la nostalgia, recordándonos, como Edipo, que no sabemos —ni queremos saber— quiénes somos en verdad.
7 Moliére
de Sabina Berman.
Indispensable para recordarnos que lo trágico no es tan serio después de todo, ni lo ridículo está exento de sufrimiento y, también, que el teatro de un país no tiene por qué limitarse a retratar puros tipos locales.
8 De Jorge Ibargüengoitia podría llevarme prácticamente todas sus obras: las realistas, como Ante varias esfinges; las brechtianas, como El atentado; los sainetes deliciosamente paródicos como No te achicopales, Cacama… Creo que optaría por Clotilde en su casa, con su triángulo típicamente clasemediero, sus personajes delirantemente ridículos y sus diálogos de costumbrismo telegráfico.
9 Fotografía en la playa
de Emilio Carballido, dirigida por Alejandra Gutiérrez, con escenografía de Alejandro Luna y un reparto perfecto.
La familia mexicana en su retrato más ácido y entrañable.
10 Manga de clavo con su característico ingenio en los diálogos, Juan Tovar convoca en esta tropifarsa a medio Panteón de la Patria alrededor de la mesa del archivillano favorito, Santa Anna, en un festín del que nadie sale bien librado.
11 Grande y pequeño
de Bötho Strauss, escenificada por Luis de Tavira con el elenco del Centro de Experimentación Teatral: un concentrado de vida sobre el escenario.
12 Un hogar sólido
de Elena Garro, autora cuyas situaciones y personajes —en este caso, una genealogía de muertos que espera la llegada de los parientes más jóvenes— son extraños y familiares a la vez, como en los sueños.
13 De David Olguín me vería tentado a empacar Clipperton (tan apropiada para quedarse olvidado en una isla desierta) o Los insensatos (otro inteligente esperpento sobre la república de locos en que nos tocó naufragar); pero, a fin de cuentas, creo que optaría por evadirme de mi realidad y entregarme a toda clase de fantasías clasemedieras, como los protagonistas de La puerta del fondo.
14 Mestiza power
de Conchi León, para estar acompañado por esas tres recias yucatecas y su alucinante despliegue verbal.
15 Habría muchos otros autores y montajes que tendría tentación de meter a la fuerza en el baúl; para no pagar sobrepeso, terminaría por elegir uno de esos largos sketches con que —delicado sin filtro tras delicado sin filtro— Palillo se dedicaba a demoler la institución presidencial (o, mejor dicho, a mostrar cómo el detentador en turno se había dedicado a demolerla). La vida en la isla sería, sin duda, más llevadera así.
——————————
Dramaturgo, guionista y director de cine y de teatro, FLAVIO GONZÁLEZ MELLO (Ciudad de México, 1967) estudió en el cuec de la UNAM y en el CCC del CNA. Algunas de sus obras teatrales son 1822, el año que fuimos imperio, Lascuráin o la brevedad del poder y El padre pródigo. En 2001 publicó el libro de cuentos El teatro de Carpa y otros documentos extraviados. En 1996 ganó el Premio Ariel por su película Domingo siete.