Para Hugo Arquímedes
Allí estaba él. Aguardando. Volvió a mirar el reloj: las 4:49 de la tarde. Ya pasaban más de cuarenta y cinco minutos de la cita acordada, y dos cervezas Pacífico, ambarinas, frías, espumosas —como le gustaban—, calmando la sed. Esperando la llegada de a quienes aguardaba. En la televisión, colocada en el rincón opuesto a él, seguía un partido de futbol. Nadie veía las imágenes, nadie escuchaba los comentarios. Atrás de la larga barra, el cantinero leía con aburrimiento un diario; enfrente, el dueño del restaurante bar La Ilusión jugaba al cubilete con un hombrecillo flaco que movía sus brazos como aspas de molino. En la pared, el enorme espejo exhibía las botellas y repetía en forma equivocada los movimientos de la gente en el local. Eran pocos: el cantinero, los dos meseros, el dueño y el hombrecillo aspas de molino; en el extremo derecho de la barra, de pie, un gordo de traje gris, estilo funcionario, agachaba continuamente la cabeza para mirar de cerca el contenido de su jaibol; más allá, al costado de uno de los pilares del local, una pareja en una mesa: ella cubierta por un grueso suéter jaspeado, un tono rojizo en la cabellera, y él de camisa a rayas azules y pantalón de mezclilla, y dos caballitos de tequila sobre la mesa (la segunda ronda) y dos botellas de Corona Extra a medio consumir. Ella cruzada de brazos pero el tronco del cuerpo lanzado hacia delante, él con las manos sobre la mesa. En otra mesa más lejana, y como escondido atrás de otro de los pilares, un hombre de cabello alborotado y en mangas de camisa revisaba minuciosamente las ofertas de empleo en una hoja de periódico sumamente arrugada; más allá un anciano, las manos entrelazadas, la cabeza baja, la taza de café enfriándose frente a él, y hacia la entrada de La Ilusión, una limosnera observaba el panorama levantando infructuosamente una de sus manos.
Hugo sacó uno de sus cuadernos de dibujo de la bolsa de lona verdosa que siempre cargaba, desenroscó la tapa de su pluma Sheaffer y le dio un trago a la cerveza antes de ponerse a trazar las primeras líneas en una de las invictas hojas. Rápidamente hizo el bosquejo de una base. ¿Y arriba qué?, se preguntó. Con más calma comenzó a imaginar figuras geométricas, puntos de apoyo, triángulos sostenidos en otros triángulos como llamaradas de desesperanza, búsquedas que no terminaban de encontrar el asidero de contacto en el exterior y que, sin embargo, ocupaban el lugar del vacío. Dejó de escuchar cualquier ruido del exterior. Nada ajeno a la textura del papel existía, nada, pero cada línea iba llenando un espacio posible de lo existente en alguna parte, convirtiéndose en una señal de vida, en un triunfo sobre lo imposible. Cuando terminó el dibujo, en su pensamiento resonaron unas palabras: “Son líneas, después llegarán a ser un volumen erigido frente al Sol y la Luna, entre el esmog y las conversaciones, y las luces desde el invierno hasta los próximos inviernos de las futuras generaciones, y allí estará por los días de los días”. Escuchó las palabras y sonrió, y tuvo sed. Bebió el último y mínimo trago de la cerveza y le hizo una seña a los meseros para que le sirvieran otra. Uno de los meseros se dio vuelta para solicitársela al cantinero, quien se agachó detrás de la barra para sacarla de la hielera. Se escuchó el ruido de los cubitos de hielo al chocar, el golpe de los dados sobre la mesa, el pequeño grito del hombrecillo flaco, la voz del comentarista de televisión gritando el gol en burda imitación de Ángel Fernández, la risa de la mujer vestida de blanco, la exclamación (“¡mierda!”) del gordo trajeado y la mentada de madre del desempleado. El mesero avanzó calmosamente hacia Hugo, pero éste se había quedado mirando aquello que el espejo de la cantina le mostraba: un local lleno de parroquianos felices y algunas parejas bailando hacia el centro del falso reflejo.
En el espejo, el mesero giraba valientemente entre los comensales, la bandeja en lo alto contenía manjares, copas y botellas. A espaldas de él, en el extremo derecho de la barra, el gordo funcionario era desalojado de su espacio por dos hombres que lo arrastraban hacia la salida ante un grupo de parejas que aplaudían. Hugo se puso a buscar en el cristal del fondo a los otros parroquianos: sí, allí estaba detrás de uno de los pilares su conocido, pero no había ninguna hoja de periódico acompañándolo, sino que se encontraba en amena charla en su celular y haciendo anotaciones en un block, el cabello reluciente y bien peinado, y más allá, al fondo, el anciano escuchaba animadamente a un matrimonio y sus dos hijos con los que compartía la mesa, y luego los ocultaba una mujer que cruzaba frente a ellos con andar seguro —en lugar de la mano vacía, sostenía una bolsa de piel—, para irse a sentar en la siguiente mesa ocupada antes por la pareja, donde únicamente estaba el suéter grueso apoyado en el respaldo de una de las sillas, pues ellos se habían levantado a bailar en el centro del local. El mesero seguía acercándose con su abatimiento a Hugo, pero Hugo no quería mirarlo, sino seguir contemplando el reflejo del espejo, allí donde un entusiasta grupo, junto al hombrecillo y el dueño, observaba con atención el partido de futbol en el televisor y en el cual Hugo podía distinguir un marcador que colocaba adelante a la selección a punto de conseguir el pase a la final de la Copa Mundial en África, motivo por el cual el cantinero, sin perder detalle, se ocupaba en llenar una docena de copas con un vino espumoso, mientras sostenía en la mano un libro que, Hugo adivinó, contenía poemas.
“Aquí está su cerveza”, dijo con desgano el mesero, “y también la cuenta, pues ya vamos a cerrar”.
Las luces en el espejo se desvanecieron y el eco de un murmullo se fue apagando. Allá en la barra, el gordo bajó del taburete en que había estado sentado, intentó cerrarse el saco y ante lo imposible se frotó la panza mirando alrededor con sonrisa irónica. El cantinero tiró hacia cualquier lado los restos del periódico, el hombrecillo se dirigió hacia los sanitarios, el dueño guardó los dados en una cajita de cuero; atrás de uno de los pilares el hombre de cabello alborotado los alborotaba aun más con una mano, el anciano en su mesa contaba unas monedas para colocar unas de ellas junto a la taza de café frío. La pareja no estaba por ninguna parte. Hugo pagó su cuenta, miró su reloj: 12:35. Después le puso un título a su dibujo: Monumento a la ausencia. Guardó la pluma y el cuaderno y se levantó. Salió a la noche. En la acera de enfrente, de pie, la limosnera seguía con la mano extendida hacia nadie.
• Novelista, Joaquín-Armando Chacón (Chihuahua) también ha escrito teatro y poesía. Entre sus obras publicadas están Los largos días, Las amarras terrestres (Premio Magda Donato, 1983), El recuento de los daños (Primer Premio Internacional Diana-Novedades, 1987) y La casa en la calle de Tolstoi.