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Monumento a la ausencia
Cuento | Cultura | Joaquín-Armando Chacón | 01.03.2011 | 0 Comentarios

Pa­ra Hu­go Ar­quí­me­des

Allí es­ta­ba él. Aguar­dan­do. Vol­vió a mi­rar el re­loj: las 4:49 de la tar­de. Ya pa­sa­ban más de cua­ren­ta y cin­co mi­nu­tos de la ci­ta acor­da­da, y dos cer­ve­zas Pa­cí­fi­co, am­ba­ri­nas, frías, es­pu­mo­sas —co­mo le gus­ta­ban—, cal­man­do la sed. Es­pe­ran­do la lle­ga­da de a quie­nes aguar­da­ba. En la te­le­vi­sión, co­lo­ca­da en el rin­cón opues­to a él, se­guía un par­ti­do de fut­bol. Na­die veía las imá­ge­nes, na­die es­cu­cha­ba los co­men­ta­rios. Atrás de la lar­ga ba­rra, el can­ti­ne­ro leía con abu­rri­mien­to un dia­rio; en­fren­te, el due­ño del res­tau­ran­te bar La Ilu­sión ju­ga­ba al cu­bi­le­te con un hom­bre­ci­llo fla­co que mo­vía sus bra­zos co­mo as­pas de mo­li­no. En la pa­red, el enor­me es­pe­jo ex­hi­bía las bo­te­llas y re­pe­tía en for­ma equi­vo­ca­da los mo­vi­mien­tos de la gen­te en el lo­cal. Eran po­cos: el can­ti­ne­ro, los dos me­se­ros, el due­ño y el hom­bre­ci­llo as­pas de mo­li­no; en el ex­tre­mo de­re­cho de la ba­rra, de pie, un gor­do de tra­je gris, es­ti­lo fun­cio­na­rio, aga­cha­ba con­ti­nua­men­te la ca­be­za pa­ra mi­rar de cer­ca el con­te­ni­do de su jai­bol; más allá, al cos­ta­do de uno de los pi­la­res del lo­cal, una pa­re­ja en una me­sa: ella cu­bier­ta por un grue­so sué­ter jas­pea­do, un to­no ro­ji­zo en la ca­be­lle­ra, y él de ca­mi­sa a ra­yas azu­les y pan­ta­lón de mez­cli­lla, y dos ca­ba­lli­tos de te­qui­la so­bre la me­sa (la se­gun­da ron­da) y dos bo­te­llas de Co­ro­na Ex­tra a me­dio con­su­mir. Ella cru­za­da de bra­zos pe­ro el tron­co del cuer­po lan­za­do ha­cia de­lan­te, él con las ma­nos so­bre la me­sa. En otra me­sa más le­ja­na, y co­mo es­con­di­do atrás de otro de los pi­la­res, un hom­bre de ca­be­llo al­bo­ro­ta­do y en man­gas de ca­mi­sa re­vi­sa­ba mi­nu­cio­sa­men­te las ofer­tas de em­pleo en una ho­ja de pe­rió­di­co su­ma­men­te arru­ga­da; más allá un an­cia­no, las ma­nos en­tre­la­za­das, la ca­be­za ba­ja, la ta­za de ca­fé en­frián­do­se fren­te a él, y ha­cia la en­tra­da de La Ilu­sión, una li­mos­ne­ra ob­ser­va­ba el pa­no­ra­ma le­van­tan­do in­fruc­tuo­sa­men­te una de sus ma­nos.

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Hu­go sa­có uno de sus cua­der­nos de di­bu­jo de la bol­sa de lo­na ver­do­sa que siem­pre car­ga­ba, de­sen­ros­có la ta­pa de su plu­ma Sheaf­fer y le dio un tra­go a la cer­ve­za an­tes de po­ner­se a tra­zar las pri­me­ras lí­neas en una de las in­vic­tas ho­jas. Rá­pi­da­men­te hi­zo el bos­que­jo de una ba­se. ¿Y arri­ba qué?, se pre­gun­tó. Con más cal­ma co­men­zó a ima­gi­nar fi­gu­ras geo­mé­tri­cas, pun­tos de apo­yo, trián­gu­los sos­te­ni­dos en otros trián­gu­los co­mo lla­ma­ra­das de de­ses­pe­ran­za, bús­que­das que no ter­mi­na­ban de en­con­trar el asi­de­ro de con­tac­to en el ex­te­rior y que, sin em­bar­go, ocu­pa­ban el lu­gar del va­cío. De­jó de es­cu­char cual­quier rui­do del ex­te­rior. Na­da aje­no a la tex­tu­ra del pa­pel exis­tía, na­da, pe­ro ca­da lí­nea iba lle­nan­do un es­pa­cio po­si­ble de lo exis­ten­te en al­gu­na par­te, con­vir­tién­do­se en una se­ñal de vi­da, en un triun­fo so­bre lo im­po­si­ble. Cuan­do ter­mi­nó el di­bu­jo, en su pen­sa­mien­to re­so­na­ron unas pa­la­bras: “Son lí­neas, des­pués lle­ga­rán a ser un vo­lu­men eri­gi­do fren­te al Sol y la Lu­na, en­tre el es­mog y las con­ver­sa­cio­nes, y las lu­ces des­de el in­vier­no has­ta los pró­xi­mos in­vier­nos de las fu­tu­ras ge­ne­ra­cio­nes, y allí es­ta­rá por los días de los días”. Es­cu­chó las pa­la­bras y son­rió, y tu­vo sed. Be­bió el úl­ti­mo y mí­ni­mo tra­go de la cer­ve­za y le hi­zo una se­ña a los me­se­ros pa­ra que le sir­vie­ran otra. Uno de los me­se­ros se dio vuel­ta pa­ra so­li­ci­tár­se­la al can­ti­ne­ro, quien se aga­chó de­trás de la ba­rra pa­ra sa­car­la de la hie­le­ra. Se es­cu­chó el rui­do de los cu­bi­tos de hie­lo al cho­car, el gol­pe de los da­dos so­bre la me­sa, el pe­que­ño gri­to del hom­bre­ci­llo fla­co, la voz del co­men­ta­ris­ta de te­le­vi­sión gri­tan­do el gol en bur­da imi­ta­ción de Án­gel Fer­nán­dez, la ri­sa de la mu­jer ves­ti­da de blan­co, la ex­cla­ma­ción (“¡mier­da!”) del gor­do tra­jea­do y la men­ta­da de ma­dre del de­s­em­plea­do. El me­se­ro avan­zó cal­mo­sa­men­te ha­cia Hu­go, pe­ro és­te se ha­bía que­da­do mi­ran­do aque­llo que el es­pe­jo de la can­ti­na le mos­tra­ba: un lo­cal lle­no de pa­rro­quia­nos fe­li­ces y al­gu­nas pa­re­jas bai­lan­do ha­cia el cen­tro del fal­so re­fle­jo.

En el es­pe­jo, el me­se­ro gi­ra­ba va­lien­te­men­te en­tre los co­men­sa­les, la ban­de­ja en lo al­to con­te­nía man­ja­res, co­pas y bo­te­llas. A es­pal­das de él, en el ex­tre­mo de­re­cho de la ba­rra, el gor­do fun­cio­na­rio era de­sa­lo­ja­do de su es­pa­cio por dos hom­bres que lo arras­tra­ban ha­cia la sa­li­da an­te un gru­po de pa­re­jas que aplau­dían. Hu­go se pu­so a bus­car en el cris­tal del fon­do a los otros pa­rro­quia­nos: sí, allí es­ta­ba de­trás de uno de los pi­la­res su co­no­ci­do, pe­ro no ha­bía nin­gu­na ho­ja de pe­rió­di­co acom­pa­ñán­do­lo, si­no que se en­con­tra­ba en ame­na char­la en su ce­lu­lar y ha­cien­do ano­ta­cio­nes en un block, el ca­be­llo re­lu­cien­te y bien pei­na­do, y más allá, al fon­do, el an­cia­no es­cu­cha­ba ani­ma­da­men­te a un ma­tri­mo­nio y sus dos hi­jos con los que com­par­tía la me­sa, y lue­go los ocul­ta­ba una mu­jer que cru­za­ba fren­te a ellos con an­dar se­gu­ro —en lu­gar de la ma­no va­cía, sos­te­nía una bol­sa de piel—, pa­ra ir­se a sen­tar en la si­guien­te me­sa ocu­pa­da an­tes por la pa­re­ja, don­de úni­ca­men­te es­ta­ba el sué­ter grue­so apo­ya­do en el res­pal­do de una de las si­llas, pues ellos se ha­bían le­van­ta­do a bai­lar en el cen­tro del lo­cal. El me­se­ro se­guía acer­cán­do­se con su aba­ti­mien­to a Hu­go, pe­ro Hu­go no que­ría mi­rar­lo, si­no se­guir con­tem­plan­do el re­fle­jo del es­pe­jo, allí don­de un en­tu­sias­ta gru­po, jun­to al hom­bre­ci­llo y el due­ño, ob­ser­va­ba con aten­ción el par­ti­do de fut­bol en el te­le­vi­sor y en el cual Hu­go po­día dis­tin­guir un mar­ca­dor que co­lo­ca­ba ade­lan­te a la se­lec­ción a pun­to de con­se­guir el pa­se a la fi­nal de la Co­pa Mun­dial en Áfri­ca, mo­ti­vo por el cual el can­ti­ne­ro, sin per­der de­ta­lle, se ocu­pa­ba en lle­nar una do­ce­na de co­pas con un vi­no es­pu­mo­so, mien­tras sos­te­nía en la ma­no un li­bro que, Hu­go adi­vi­nó, con­te­nía poe­mas.

“Aquí es­tá su cer­ve­za”, di­jo con des­ga­no el me­se­ro, “y tam­bién la cuen­ta, pues ya va­mos a ce­rrar”.

Las lu­ces en el es­pe­jo se des­va­ne­cie­ron y el eco de un mur­mu­llo se fue apa­gan­do. Allá en la ba­rra, el gor­do ba­jó del ta­bu­re­te en que ha­bía es­ta­do sen­ta­do, in­ten­tó ce­rrar­se el sa­co y an­te lo im­po­si­ble se fro­tó la pan­za mi­ran­do al­re­de­dor con son­ri­sa iró­ni­ca. El can­ti­ne­ro ti­ró ha­cia cual­quier la­do los res­tos del pe­rió­di­co, el hom­bre­ci­llo se di­ri­gió ha­cia los sa­ni­ta­rios, el due­ño guar­dó los da­dos en una ca­ji­ta de cue­ro; atrás de uno de los pi­la­res el hom­bre de ca­be­llo al­bo­ro­ta­do los al­bo­ro­ta­ba aun más con una ma­no, el an­cia­no en su me­sa con­ta­ba unas mo­ne­das pa­ra co­lo­car unas de ellas jun­to a la ta­za de ca­fé frío. La pa­re­ja no es­ta­ba por nin­gu­na par­te. Hu­go pa­gó su cuen­ta, mi­ró su re­loj: 12:35. Des­pués le pu­so un tí­tu­lo a su di­bu­jo: Mo­nu­men­to a la au­sen­cia. Guar­dó la plu­ma y el cua­der­no y se le­van­tó. Sa­lió a la no­che. En la ace­ra de en­fren­te, de pie, la li­mos­ne­ra se­guía con la ma­no ex­ten­di­da ha­cia na­die.

• Novelista, Joaquín-Armando Chacón (Chihuahua) también ha escrito teatro y poesía. Entre sus obras publicadas están Los largos días, Las amarras terrestres (Premio Magda Donato, 1983), El recuento de los daños (Primer Premio Internacional Diana-Novedades, 1987) y La casa en la calle de Tolstoi.

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