Uno de los eternos enemigos para varios comentaristas mexicanos es la “partidocracia”. Uno no tiene que buscar mucho para encontrar analistas que utilizan aquella etiqueta para atacar el sistema político actual.
En un ejemplo de la semana pasada, Alberto Aziz Nassif escribió que “la democracia ha sido secuestrada por…una partidocracia con mucho dinero y acceso a medios.” Otras manifestaciones del menosprecio hacia la partidocracia sobran.
No siempre es muy claro exactamente que quieren en lugar de los partidos fuertes de hoy; me parece que en muchos casos gritar “partidocracia” es simplemente una expresión de frustración generalizada con el avance económico y político de México. La frustración es entendible, pero el problema no es la existencia de partidos fuertes. Como actores políticos, los partidos sí tienen muchísimo poder, pero vale la pena recordar que el otro extremo –es decir, un sistema con partidos débiles y prácticamente inútiles– es mucho peor.
Si uno recorre todo el mundo en busca de las democracias más sólidas y eficaces, las encuentra en sistemas donde los partidos son fuertes: Alemania, Estados Unidos, Inglaterra, etcétera. En cambio, los países con las democracias más débiles –véase los países de África, del Medio Oriente, o hasta Venezuela, si quiere un ejemplo de América Latina– se caracterizan por partidos débiles.
Esto no es una casualidad: Como escribió el profesor Mark P. Jones en un reporte reciente para el Banco Interamericano de Desarrollo, “Hay una muy fuerte relación entre el nivel de institucionalización de partidos y factores importantísimos como la calidad del sistema de democracia en un país y el nivel de corrupción.”
Ante este contexto, la forma en que se habla de “partidocracia”, como si fuera una especie de ogro político que quiere comerse a la democracia mexicana, es desmedida. No queda duda de que los partidos frecuentemente fallan en su papel de legislar los cambios necesarios para fomentar un México próspero. De la misma forma, es obvio que los partidos no siempre son fieles a los intereses de los votantes. Pero el poder de los partidos en sí no es la causa, e identificar la “partidocracia” como el gran villano es errónea.
El problema principal en México es el sistema de tercias, en que el apoyo del electorado está dividido entre tres partidos. Eso hace casi imposible que un presidente tenga posibilidades de implementar su agenda; durante toda la época democrática de México, la oposición ha sido más fuerte que el gobierno. Ni el Presidente Fox ni Calderón pudieron sacar adelante su agenda, y las reformas que se han aprobado durante sus mandatos han sido, en su mayoría, muy debilitadas. Esta situación, que es el resultado de varios factores históricos, no tiene mucho que ver con la existencia con la llamada partidocracia. Es decir, debilitar los partidos no va a borrar el problema de tener tres fuerzas importantes en un sistema presidencial que funciona mejor con dos.
Hay varios cambios que podrían hacer los partidos un poco más responsivos al deseo popular. Si hubiera re-elección inmediata, habría focos de poder permanentes que, teóricamente, estarían preocupados en agradar a los votantes locales más que a la dirigencia del partido. Si México tuviera grupos activistas más interesados en meterse en la política y capaces de movilizar millones de votantes a favor de un candidato afán, habría más interés por parte de los políticos en lo que quieren los votantes. Estas dos modificaciones podrían dejar un sistema más abierto, en que el control de la dirigencia partidaria sería un poco menor que ahora.
Pero, repito, el poder de los partidos en sí no es el obstáculo principal. Al contrario, el simple hecho de tener partidos fuertes es una bendición. El chiste no es debilitarlos, sino poderlos utilizar mejor.