A Leonel Narváez, como homenaje
a su emocionante testimonio
Imaginemos la escena. Nos encontramos en la sala última de espera de un aeropuerto. Un grupo de pasajeros está a punto de abordar.
A través del altavoz, se escucha de repente una voz femenina, adiestrada en la amabilidad aeroportuaria:
Foto tomada de Flickr/CC/x-ray delta one
—Éste es un anuncio de preabordaje (traducción: ni piensen en ponerse de pie todavía, no sabría que hacer con todos ustedes demasiado cerca, mantengamos aséptica distancia). Pasajeros del vuelo 356 con destino a la ciudad de Los Ángeles, estamos listos para abordar. Únicamente los pasajeros de raza blanca, certificada, pueden abordar en este momento en una sola fila. Repito: pasajeros de raza blanca sírvanse abordar en este momento. Les suplicamos que lleven con ustedes su credencial platino de certificación racial y su pase de abordar.
Dos (largos) minutos después escuchamos la misma voz, en un tono casi idéntico:
—Pasajeros de raza mestiza o apiñonaditos pueden abordar en este momento. Sírvanse portar su tarjeta bronce al momento de abordar.
Finalmente, después de cinco minutos, escuchamos, siempre a través del altavoz, en un tono más relajado, que se esfuerza por mantenerse amable:
—Pasajeros indígenas, negros y restantes pueden abordar en este momento. Sírvanse amablemente mostrar sólo su pase de abordar.
Una escena de este tipo, por demás común y aceptada en un tiempo nada remoto, hoy nos indignaría, lo cual es sintomático no sólo de que nuestra conciencia moral se ha desarrollado significativamente, sino de que pecamos de anacronismo, es decir que mientras buscamos en el nuestro males de otros tiempos, somos incapaces de reconocer las formas que la violencia cobra hoy en día.
La escena descrita nos violentaría. Pero el anuncio normal de abordaje de un avión, al igual que la violencia contenida en el lenguaje publicitario, en la filosofía del marketing y en el consumismo, pasan inadvertidos frente a nosotros.
Partamos de una comprensión del consumismo —así, con el ismo que denota la adhesión acrítica de un grupo social a algo— y de la distinción entre esta devoción contemporánea y el consumo.
Si el consumo es sólo un eslabón —necesario— de la cadena económica, el consumismo puede entenderse como una apuesta irracional a dicha práctica que la asocia de manera más o menos consciente con sentimientos de realización, superioridad, felicidad y autoestima: una idolatría insuficientemente estudiada en sus prácticas y sus dogmas, pero hondísimamente arraigada en nuestro tiempo.
Sólo en el ánimo de comprender las cosas desde sus extremos podemos preguntarnos: ¿es acaso la adicción a las drogas una manifestación de consumismo en grado superlativo? ¿No se trata entre otras muchas cosas de una especie trágica y patética de antropofagia en la que al consumir, nos terminamos consumiendo? Y más aun, ¿cómo fue que pasamos de ser los supuestos sujetos, señores, del consumo, a ser sus objetos? ¿Acaso antes no actuamos como anuncios y como mercancías?
La narcocultura parece confirmar estas sospechas. Su primer mandamiento, “Tendrás mucho, pronto y de cualquier manera”, y el segundo, “Vale jugarse el todo por el todo para vivir aunque sea cinco años en la opulencia, en lugar de cincuenta en la miseria”, apuntan en ese sentido.
En Colombia existe un número creciente de mujeres de poca capacidad adquisitiva que, auspiciadas por sus propias familias, se someten sistemáticamente a la cirugía plástica con el fin de hacerse apetecibles al narco de turno: se comportan como mercancías.
Habiéndonos visto en el espejo de lo superlativo, convengamos que el tener mucho y rápido no sólo es precepto del narco, sino de nuestra propia fe consumista. ¿Acaso no es éste un mandamiento que asumimos con creciente devoción? ¿Acaso no también, en no pocas ocasiones, hacemos de mercancías?
Desde su filosofía de lo “aspiracional”, el marketing ha inundado nuestro paisaje de objetos y estilos de vida que ofertan la felicidad pero que tienen muy poco que ver con nosotros.
Sabemos que la publicidad en el fondo ofrece la pertenencia a un mundo nuevo. Hemos pensado también que, cuando ostentamos en el espacio público sus marcas, sus automóviles y sus rituales, nos convertimos en sus vendedores. En el fondo, pagamos por prestarnos de maniquís y de modelos, de publicidad andante.
En lo que no siempre reparamos es en que dichos rituales administran silenciosa, sistemática y tercamente violencia.
Al igual que el padre que acostumbra pasar el domingo en Perisur, el paisaje urbano —al que pertenecemos— nos recuerda insistentemente: ¡Tú no puedes!, ¡tú no perteneces!, ¡la felicidad está reservada para unos cuantos exquisitos!
Los narcos parecen ser los que se cansaron de aspirar para comenzar a vivir el paraíso consumista sin proporciones ni límites, de manera ostensible y ostentosa, desproporcionada. Acatan el mismo mandamiento, pero sin ningún otro que lo contenga.
Como todo círculo vicioso, el de la violencia debe cortarse por algún lado y la ética del consumo sugiere fuertemente por dónde.
No sólo la cultura de la probidad y del esfuerzo —como la del consumo racional y responsable— abonan en este sentido.
Sobre todo, en la invitación a rescatar la vocación simbólica —y el carácter de medios— que tienen los objetos (el retorno del ídolo al símbolo), así como en la vocación humana de compartir, se encuentran dos prometedoras claves en este sentido.