Una cosa que no logro entender es por qué los devotos de un partido de cierta ideología ciegamente apoyan los partidos del mismo tinte en otro país. Aunque existen ciertas inclinaciones, no hay una definición concreta para la izquierda o la derecha en todo el planeta, y el significado de estas etiquetas varía enormemente entre países distintos. Ser izquierdista o conservador en Estados Unidos es muy diferente que ser lo mismo en Alemania, Inglaterra, China, o México. En pocas palabras, el contexto es fundamental.
Con esto en mente, yo diría que mis preferencias políticas, como las de muchos ciudadanos, se determinan principalmente por el disgusto. Es decir, más allá que una consideración afirmativa de cuáles propuestas servirían mejor, me dejo guiar por las prácticas políticas que más molestan.
Y curiosamente, la misma tendencia que más provoca mi rechazo político proviene, en Estados Unidos y México, de partidos ideológicamente contrarios. Me refiero al desdén para los hechos verificables, el desinterés en las opiniones de los expertos, y la idea de que no existe una verdad que no esté subordinada a las narrativas políticas, para usar o ignorar o manipular según la conveniencia del momento.
Esta tendencia de elegir en lugar de aceptar la verdad es una característica desde hace mucho tiempo en el partido republicano, que se manifiesta tanto en la campaña de Mitt Romney como en las propuestas de la agenda. Es el partido que ignora toda la lógica y evidencia relevante e insiste que recortar los impuestos incrementa los ingresos gubernamentales. Busca un regreso al patrón oro, un anacronismo monetario que desapareció hace más que 40 años, pese a que la mayoría de los economistas importantes dirían que es buena idea. Los republicanos son los que rechazan el cambio climático y la lógica de los estímulos keynesianos, pese a un consenso científico contundente en contra de su posición. (En cuanto al Keynesianismo, no me refiero a los que dicen que el estímulo aprobado en 2009 fue mal diseñado o que no alcanzó lo prometido, que es un argumento perfectamente defendible, sino a los que afirman que incrementar el gasto gubernamental no tiene un impacto positivo a corto plazo en la actividad económica.)
La misma falta de interés en la verdad ha filtrado a la campaña de Mitt Romney. Los detalles son tediosos, pero la convención de la semana pasada provocó una ola de reclamos por la falta de veracidad, especialmente en el discurso de Paul Ryan candidato a la vicepresidencia. Los detalles son tediosos, pero dicho discurso provocó olas de críticas feroces por sus datos inventados. Un analista de Fox News, uno de los medios más favorables a los republicanos, escribió después que Ryan estaba “buscando el récord mundial por las mentiras descaradas… en un solo discurso”. Los eventos de la semana pasada tienen a los periodistas estadounidenses especulando sobre si estamos viviendo en un mundo político “pos-veracidad”.
En México, existe algo parecido de un sector político, pero no es la derecha sino una parte de la izquierda que no quiere aceptar los hechos. El problema es un poco diferente en México, pues este uso selectivo de la verdad no se trata principalmente de posiciones políticas, sino de las reacciones a las derrotas electorales. Igual que la elección presidencial del 2006 o la elección interna de 2008, estamos viendo que la corriente de AMLO tiene poca capacidad de imaginar un revés electoral, aún cuando uno se le ha presentado. Así que enfrentando una verdad dura o inconveniente, no la acepta; la anula a través de acusaciones exageradas o hasta inventadas, como la historia de que Agustín Carstens falsificó documentos para esconder pagos recibidos por Luis Videgaray; o con narrativas maniqueas y poco relevantes, como la justificación de AMLO que “las instituciones están secuestradas por la delincuencia de cuello blanco.”
Hay puntos válidos en sus quejas sobre la calidad de elección, y los problemas con la influencia televisiva no son inventos. Sin embargo, es difícil evitar la percepción de que el problema de fonda con la contienda fue el ganador. Es que una elección en un país de 110 millones de personas nunca va a ser perfecta, y las “evidencias” que presentaron no llegan ni cerca a probar que la elección del 1ro de julio fue fraudulenta. Al contrario, el balance de la evidencia indica que ha perdido la presidencia dos veces. Es decir, basándonos en lo que hemos visto, creer que López Obrador es el presidente legítimo es un acto de fe. Y como los republicanos que niegan la existencia del cambio climático o la lógica de medidas contracíclicas, no hay forma de convencerles de sus errores. La verdad se convierte en una casualidad ante el extremismo.
Eso no quiere decir que los adversarios de los republicanos y de AMLO sean santos, o que tengan las respuestas para todos los problemas que enfrentan sus países respectivos. No lo son, y no lo tienen. Además, todos los políticos ofrecen versiones sesgadas de la verdad, o hasta mienten abiertamente. Ni modo. El éxito político es imposible sin una gran dosis de oportunismo, así que no deberíamos buscar ni honor ni honestidad de los hombres y mujeres que dependen de las votaciones públicas para mantener su posición.
Pero cuando un partido construye su identidad encima de mentiras verificables, cuando estamos hablando no de una mentirita de conveniencia sino una fundación de falsedad, representa un problema que trasciende la ideología. Y es algo que debería castigarse en las urnas. Así sucedió en México en julio; falta ver si pasará lo mismo en noviembre.