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De máscaras y héroes. Hacia una sociedad justa
Este País | Alejandro Junco | 02.07.2012 | 0 Comentarios

No basta aplicar la ley para alcanzar un Estado de derecho. Si no se atienden las circunstancias que influyen y, en ciertos casos, condicionan el comportamiento de las personas, difícilmente superaremos los problemas de ilegalidad e inseguridad que flagelan al país. Así lo entiende el siguiente artículo.

©istockphoto.com/yaima valdes lopez

¡Qué obra maestra es el hombre!
¡Qué noble en su raciocinio!
¡Qué infinito en sus potencias!
¡Qué perfecto y admirable
en forma y movimiento!
¡Cuán parecido a un ángel en sus actos
y a un dios en su entendimiento!

Hamlet, William Shakespeare

Los hombres son ingratos, frívolos,
mentirosos, cobardes y codiciosos;
mientras uno los trate bien lo apoyan…
pero cuando uno está en peligro se vuelven contra él.

Nicolás Maquiavelo

¿Quién tiene la razón? ¿Maquiavelo o Shakespeare? ¿Es el hombre villano o héroe? Todos conocimos a nuestros héroes cuando éramos apenas unos niños. Los conocimos en fábulas, en historietas, en libros de cuentos. Aprendimos que un héroe era alguien especial. El cuento infantil, con sus pocas y simples palabras, puede narrar grandes verdades. Utilizamos esas sencillas historias para explicarle el mundo a nuestros hijos. Nos ayudan a introducir tierna, esperanzadora y alentadoramente las desilusiones, las traiciones y la crueldad del hombre. Les damos al héroe, esa singular persona que es valiente e íntegra de cara al peligro, a la intimidación; de cara a la tiranía.

Nos hacemos adultos y nos topamos —nosotros mismos— con esas desilusiones, esas traiciones y esa crueldad. Y descubrimos que el héroe es sin duda alguien especial, excepcional. Muchos recordamos aquel momento de 1989 cuando un joven, valientemente, se paró frente a un tanque en la Plaza Tiananmen. Reconocemos en un instante el inusual espíritu que lo mantuvo plantado en el lugar. Se requiere audacia para apartarse del montón. Toma valentía hacer lo que los demás tememos hacer. Cuando la turba arremete, se necesitan agallas para plantarse y decir: “Esto no está bien”.

Hoy reunimos en este patio a hombres y mujeres que lo han dicho. Rendimos tributo a la perseverancia de más de una década en las tareas de investigar, documentar, proponer e implementar cambios que promueven la causa de la justicia. Pero debemos hacer más que eso. Debemos reconocer la frágil naturaleza de la sociedad y los actos que impactan la administración de la justicia.

Los cuentos que leemos a nuestros niños son muy claros: héroes y villanos perfectamente definidos. Sin embargo, consideremos los otros rostros en esos cuentos: la gente común. En los cuentos, no son ni héroes ni villanos. Sin embargo, le decimos a nuestros niños que estas personas comunes saben la diferencia entre el bien y el mal. Que reconocen un tipo de división universalmente establecida y aceptada entre la maldad y la virtud. Pero ¿es cierto esto? ¿Qué tan válido es decir que hay una línea clara que divide a la gente buena de la mala, y que esa línea rara vez se cruza?

Es un supuesto cómodo: la gente nació de cierta manera y seguirá siendo así. Nos decimos que nosotros, “los buenos”, no hemos jugado un papel en la creación de las condiciones —inaceptables— que llevan a la disfunción, la injusticia, la violencia, el crimen y los cárteles sin ley. Son otras las personas que han mantenido o tolerado esas condiciones inaceptables. Estamos libres de culpa. Este es un punto de vista cómodo. Muchos lo acogen, pero no está bien fundamentado. Nos vemos seducidos por sesgos convenencieros, distorsiones que nos nublan la vista. Interpretemos ciertas acciones como si no tuvieran repercusiones en otros ámbitos. Y luego nos medimos solo por nuestras buenas intenciones. No por los resultados concretos de nuestras acciones u omisiones.

©istockphoto.com/Vladimir Stamenkovic

Los humanos pisamos un terreno resbaladizo. Hay estudios que muestran que, en general, guardamos una muy alta opinión de nosotros mismos, que estamos en mejor condición física que la persona promedio, que tenemos más sentido común, que nos guiamos más por principios, que somos más resistentes a la maldad y, además, que somos consistentes: siempre la misma persona. Sin embargo, la gente no es así en realidad. Vemos a un funcionario en la calle, haciendo campaña en búsqueda de votos. Tiempo después, lo encontramos despachando detrás de un escritorio; ya no es ni remotamente amigable. Está irreconocible. En casa es una persona; de viaje, es otra. Como periodistas, lo vemos constantemente. La gente cambia según sea su situación, y lo mismo pasa con su comportamiento. La línea sólida que imaginamos entre la gente buena y la mala es en realidad bastante porosa.

Hay un héroe y un villano en casi todos nosotros. ¿Cuál saldrá? ¿Shakespeare o Maquiavelo? Las circunstancias implacablemente jalan nuestros hilos, alteran la forma como pensamos, afectan nuestro comportamiento. Tomemos un ejemplo bien documentado de cierto día de Halloween en Seattle. Los niños recorren las calles diciendo “dulces o travesura”. Algunos llevan disfraz, sus rostros están ocultos. Otros visten normalmente, su identidad a la vista. Llegan a una casa; poco sospechan que es la casa de un investigador. Cerca de la entrada hay un cesto con chocolates y otro con monedas. Un rótulo sobre cada cesto indica: “Toma uno”. Muchos de los que llevan su identidad oculta toman más de uno. Pocos de los que visten normalmente y enseñan su identidad rompen la regla. ¿Por qué? Los científicos sociales han dado una respuesta concluyente: la gente “buena”, en ciertas condiciones, hará cosas malas.

En el anonimato, eres más propenso a transgredir. Si se te presenta un mal ejemplo, bien puedes seguir tú mismo ese mal ejemplo. Situaciones perfectamente ordinarias pueden tener un efecto extraordinario en cómo nos comportamos. Pueden sacar al héroe o al villano. Cuando la gente se encuentra bajo el manto del anonimato, cuando se ve expuesta a malos ejemplos, malas influencias, incentivos perversos o malos sistemas, sus códigos éticos y morales pueden volverse bastante elásticos.

Durante muchos años he trabajado junto a periodistas que se esfuerzan por disipar la niebla del anonimato. En ese tiempo, también he visto la lucha de ustedes por hacer eso mismo en el campo judicial: trabajando para eliminar esa dolorosa distancia entre la verdad legal y la realidad; luchando por excluir las malas influencias, los malos incentivos, los malos subsistemas, las malas prácticas. Opacidad vs. transparencia: el cómodo anonimato de kilos de papel vs. la espontánea transparencia de la palabra. Una reforma como la judicial implica temple para evolucionar, temperamento para promover un cambio social. He visto, por muchos años, buenos seres humanos negarse a hacer lo incorrecto, sin importar cuánto pudieran hacerlo los demás, personas que nunca se han hecho “de la vista gorda”. Nunca han seguido el camino fácil.

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En nuestro caso, hubo intereses creados que intentaron amordazar. Cortaron el suministro de papel periódico. Interrumpieron el acceso a Telecomunicaciones. Excluyeron a los periódicos de un sistema monopólico de distribución. Pero nada podía detener a periodistas decididos. Se encontró papel. Se usaron módems rudimentarios para transmitir datos sobre líneas de voz. Y muchos simpatizantes se volcaron a las calles para ayudar a vocear los diarios uno por uno. El periodista imperó. Las personas estaban hambrientas de la verdad, y los diarios buscaban suministrarla, tal como ustedes buscan suministrar verdades legales que no den la espalda a la realidad. Así se disipa la niebla del anonimato. Así se expone a los que ponen un ejemplo fatal para otros. Así se promueve la causa de la civilización: no mediante un acto heroico único, sino a través de innovación profesional apegada a principios.

Se están ganado batallas, pero aún hay un largo camino por recorrer. Les doy un ejemplo. Esta mañana veía una fotografía de un transformador de alto voltaje. Bueno, eso veía yo. Un agente del Ministerio Público seguramente vio algo diferente. Vio no solo un transformador sino también la escena de un crimen. Cientos de personas habían conectado cables para lograr un suministro eléctrico ¡sin costo! Esto es un robo. Ahí hay flagrancia. El ojo entrenado del ministerio aprecia una escena compleja: un trasgresor sin rostro, un agraviado sin queja. Y ahora lee el pie de la foto. Ah caray… Esta misma escena se ha fotografiado desde hace cuatro años y se ha publicado nueve veces. Y nada ha cambiado. Piensa: “Un robo sin castigo, mal ejemplo para el niño que crece, un incentivo perverso, una inequidad para el que sí paga”. Ese transformador no es solo un monumento a la impunidad. Es un símbolo del creciente reto que enfrenta el sistema judicial: resolver de manera virtuosa los complejos efectos de un contagioso virus incubado y propagado desde las cumbres dominantes de la economía: “Si otros no siguen las reglas, ¿por qué yo sí?”. Cada conexión ilumina un pequeño negocio. También ilumina la disyuntiva que enfrenta nuestro reflexivo agente: si las poderosas empresas gubernamentales ni siquiera denuncian lo que es visible, flagrante, de oficio, contra la nación, y hasta —tiernamente— lo contabilizan como “merma”, ¿realmente esperan que yo, con mi sueldo y mis recursos escasos, integre averiguaciones profesionales de casos confusos y complicados? ¿Yo solo contra la hidra del crimen organizado mientras sistémicamente se nutren sus inductores?

Pudiera ser justificable que una vez al año, opcionalmente y de común acuerdo, para una fiesta, un niño se esconda en el anonimato de un disfraz. Más difícil es justificar que todo el tiempo, como forma de vida y por disposición legal, millones de adultos se escondan en el anonimato de sistemas que propician, protegen y extienden comportamientos destructivos —la mitad del territorio nacional no tiene un único e indiscutible dueño. Anonimato en la propiedad de kilowatts de energía, pies cúbicos de maderas de bosque, metros cuadrados en las riveras del río o en áreas comunes del ejido, fundos mineros, playas, btu de gas, dosis de penicilina, petróleo o gasolina… Anonimato, anonimato, anonimato.

Sí, tenemos dilemas aún, tenemos inacción aún, y lo que es peor, esos narcoterroristas que han bañado en sangre a nuestra nación. Todo ello lo evidenciamos —ustedes y nosotros— porque estamos seguros de que tenemos que conocer a nuestro enemigo para poderlo vencer.

©istockphoto.com/4x6

Esto no es bien visto por quienes protegen el status quo. La gente nos convierte en blanco, allanan; no solo los criminales, sino también sus amigos más respetables: los que prefieren hacerse de la vista gorda y proteger sus privilegios que sacar a un país de la disfunción, de la oscuridad y la sangre.

El hecho mismo de lograr avances en un campo tan difícil como la justicia refuerza la determinación. Vemos ya más cerca la proyección de luz en los obscuros rincones del anonimato de los kilos de papel. Cuando esto suceda, veremos al bien triunfar sobre el mal. Y eso es lo que sus afanes y los nuestros buscan fomentar en nuestra sociedad.

Así como el anonimato fomenta un comportamiento inadecuado, el reconocimiento promueve una conducta basada en principios. Qué mejor principio que el de nunca ser pasivo frente a la disfunción, la injusticia o el mal. Una disposición a levantar la voz, a no seguir ciegamente, a continuar cuestionando, a mantenernos sobre principios. Aquí, hoy, honramos a instituciones y personas que hacen de ese credo una forma de vida. Y rendimos tributo a aquellos que trabajan incansablemente para lograr una mejor justicia y vida para todos. Importa —mucho— para la sociedad que nuestras profesiones disipen la niebla del anonimato. También es imperativo reconocer a aquellos que pagan el precio, que corren el riesgo, de ir contracorriente.

Pese a todos nuestros profundos problemas, avizoro un México mejor. Uno donde la gente pueda esforzarse y prosperar bajo sistemas y circunstancias que saquen lo mejor del ser humano, donde la gente sea lo suficientemente madura y sofisticada para reconocer la frágil naturaleza de nuestro comportamiento y los contagios e interacciones que van más allá de lo visible. Un México que comprenda que todos podríamos estar más cerca del lado oscuro de lo que quisiéramos saber.

Yo veo a juristas y periodistas que continúan luchando contra las fuerzas obscuras del anonimato y la disfunción; que continúan fomentando la transparencia. Estos foros son para celebrar a estos héroes sociales del mundo contemporáneo. Si un número suficiente de nosotros nos ponemos de pie, podremos tener un mundo mejor. Uno donde muchos ciudadanos comunes tomen un lugar junto a esos héroes que han tenido la valentía de decir: “Esto no está bien”. Espero ver muchas más personas que se aparten del tímido montón. Muchos más plantados en su lugar diciendo: “Esto tiene que cambiar”. Y también seguros al afirmar que la respuesta de esta noche a la pregunta de si somos héroes o villanos no la tuvo Shakespeare, ni la tuvo Maquiavelo. La tiene un orgullo de nuestro mundo hispano, José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.

* Discurso pronunciado el miércoles 23 de mayo pasado, en la cena de clausura del IV Foro Nacional “Seguridad… solo con justicia” que ofreció Grupo Reforma.

______________________

ALEJANDRO JUNCO es fundador y presidente de Grupo Reforma. Licenciado en Periodismo por la Universidad de Texas, es doctor en Humanidades por la Universidad del Estado de Michigan.

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