La legitimidad depende, en parte, de la obtención de resultados, y esta a su vez depende de la estrategia. El tiempo de transición es ideal para delinear un plan y sentar las bases del sexenio que vendrá. Las probabilidades de conseguir reformas, por ejemplo, comienzan a disminuir, pronunciadamente, poco después de la toma de posesión.
Váyanse a descansar, a la playa,
olvídense de todo para que regresen
con muchas ganas porque necesitamos
trabajar duro desde el primero de diciembre.
José López Portillo, presidente electo
de los Estados Unidos Mexicanos, 1976
Sobre el tiempo político
El tiempo es poder. Cuando se gobierna por periodos largos pero limitados, como en el caso mexicano, es común encontrar ineficacia en la ejecución de políticas públicas, en la construcción de mayorías legislativas o en la capacidad de articular las diferencias políticas en torno a objetivos comunes. Los gobernantes pierden tiempo y lo que señala la ley termina por cronometrar su éxito o su fracaso, define la posibilidades que se tienen de alcanzar adhesiones políticas colectivas y determina si la agenda de Gobierno y las reformas promovidas en campaña se podrán llevar a cabo. Nada más absurdo que argumentar que los tiempos legales sean los tiempos para la construcción del poder político. Nada más ingenuo que los políticos así lo crean.
La política es ciencia, arte, técnica… pero también es saber comprender el manejo de los tiempos para alcanzar la articulación y constitución (o rearticulación y reconstitución) de sujetos, sociedades e instituciones a través de las cuales se organiza la vida pública, más allá de lo que la norma señala.
Por definición, la democracia es pro tempore: los gobiernos tienen principios y finales definidos y se gobierna por periodos relativamente cortos. Los ganadores y perdedores en una elección determinada dejan de serlo con el tiempo. Es esta característica de las democracias la que advierte a los gobiernos sobre el carácter perecedero del poder, al limitarlo. Algunos incluso afirman que en un régimen presidencial, como el nuestro, el tiempo se convierte en un instrumento básico del Gobierno, en tanto abre espacios para las decisiones, pero también en un obstáculo.
Es en el tiempo donde los candidatos, una vez electos, tienen el enorme desafío de poner en marcha propuestas de campaña, construir mayorías y gestionar un sinnúmero de pendientes que las sociedades exigen. Si ejercer el poder es difícil en cualquier forma de Gobierno, se vuelve más complicado en un sistema donde el tiempo determina el éxito o el fracaso de los gobernantes directamente. Por ello, en los sistemas democráticos los gobernantes electos están obligados a planear cada uno de los periodos con especial atención.
El tiempo y las reformas
Benjamin Franklin afirmaba que “si el tiempo es lo más caro, la pérdida de tiempo es el mayor de los derroches”. En México, el periodo que transcurre entre la elección presidencial y la toma de protesta es uno de los más amplios del mundo democrático (ver Tabla 1). Ante esta evidente desproporción, es urgente revisar qué hace con ese tiempo el candidato ganador. En México transcurren cinco meses que podríamos considerar un limbo por la imposibilidad legal de formalizar actos, la vaguedad para negociar leyes y la ambigüedad ante las posibles vías de acción por parte de quien será el próximo presidente. A pesar de ello, son meses clave para cimentar las principales tareas que requiere el país.
Los cinco meses que transcurren entre la elección y la investidura presidencial no descompusieron el ejercicio del poder en el México posrevolucionario. Simplemente se heredaba un régimen ya establecido. Sin embargo, a partir del año 2000 los tiempos electorales comienzan a jugar un papel más relevante pues el poder se equilibra en el Congreso de la Unión.
La mera investidura presidencial no equivale a investidura de competencias, conocimientos o capacidades. La intención pura de llevar a cabo un buen gobierno no es suficiente para alcanzar las virtudes requeridas para gobernar, pues se enfrenta una oposición rígida. Por lo general, hemos atestiguado que la oposición no ha sido capaz de encontrar identidad dejando a los gobiernos gobernar. La incapacidad de los gobiernos alimenta las identidades colectivas de la oposición en México, lo que genera un círculo vicioso. A fin de cuentas, cada país tiene la oposición que se merece y en México seguiremos teniendo una dura e intransigente mientras la vida social no esté hecha de un pluralismo amplio que establezca las condiciones para que la oposición cumpla con su cometido de proteger, individual y colectivamente, a los electores que le han dado su voto y, entre muchas otras acciones, promover las reformas necesarias para buscar ganar en un futuro la elección presidencial.
Ciertamente, ningún Gobierno puede pedir a la oposición que lo deje gobernar. El Gobierno debe demostrar que sabe hacerlo. Asimismo, ninguna oposición debe pedir al Gobierno que la deje ser intransigente. Sin embargo, un paso importante de madurez democrática se verá cuando la oposición sea capaz de contender con el Gobierno y demuestre ser un Gobierno alternativo. Quizá para ello faltan reformas que nos lleven a pasar de un poder político altamente concentrado y mal distribuido a un poder desconcentrado. Se trata de transitar de una oposición social a una parlamentaria. Si una oposición quiere convertirse en Gobierno, entonces debe valorar la función primordial de actuar como el agente intermediario entre la sociedad y el Gobierno, para pasar de la mera reivindicación a la responsabilidad, y de la oposición partidaria a una oposición “movimientista”.
Es más probable que se logre aprobar reformas en los días iniciales del nuevo Gobierno, pues se goza de lo que algunos llaman una luna de miel entre el gobernante y los electores. Sin embargo, una reforma será más exitosa si desde el inicio de un mandato se busca promover el actuar de una oposición responsable y no solo se intenta neutralizar la intransigente resistencia.
El desajuste institucional no se da únicamente en el Ejecutivo federal. Llama la atención que en nuestro país el desajuste es significativo en entidades como Quintana Roo, Hidalgo y Jalisco, donde transcurren 275, 271 y 243 días, respectivamente, mientras que en entidades como Durango únicamente transcurren 42 días (ver Tabla 2).
El tiempo estratégico
Una de las principales enseñanzas que nos dejó la alternancia en la Presidencia de la República, como el acontecimiento clave que hace 12 años inauguró el proceso de consolidación democrática, es la necesidad de reflexionar sobre la importancia de los horizontes temporales y poner en evidencia la relevancia del tiempo como un recurso escaso, no renovable y determinante en los diseños institucionales existentes de los ciclos electorales, así como en la formulación de políticas públicas. Como nunca antes, las acciones de Gobierno están sujetas a cronogramas precisos que determinan su duración, su velocidad y su sentido de oportunidad.
Antes del 1 de diciembre, ¿qué tanto avanza en sus tareas un presidente electo? Pareciera que muy poco. En estos largos días concluye el proceso de impugnaciones, se instala la nueva legislatura el 1 de septiembre, rinde su último informe de gobierno el presidente de la República y se aprueba el presupuesto de egresos del primer año de quien será el nuevo presidente. Es común que el gobernante espere hasta el 1 de diciembre para construir un espacio político apropiado para su Gobierno, desaprovechando los 152 días de que dispone para establecer un diálogo con las distintas fuerzas políticas. De la mano de la alternancia llegó a nuestro país la oportunidad de generar, en cinco meses, las reformas que México requiere. Un partido que gobernó durante 71 años generó un espacio político que, tras perder la presidencia, no fue aprovechado por los gobiernos de la alternancia.
Es bien sabido que los sistemas presidenciales constituyen un serio riesgo para la democracia, pues suelen incentivar desencuentros entre el Ejecutivo y el Legislativo que pueden llevar, como lo muestra la experiencia de otros países de América Latina, a una crisis política e institucional. Sin embargo, en la democracia parlamentaria, una gran mayoría no siempre es una ventaja, ni garantiza que se va a trabajar con éxito.
De ahí que el factor principal que hace a una administración exitosa se encuentre fuera del arreglo institucional y esté más ligado a la eficacia y la legitimidad del nuevo Gobierno. No hay mejor momento para encontrar dicha legitimidad que una vez ganada la elección. Un Gobierno que ostenta legitimidad tendrá mayor facilidad para gobernar eficazmente y, por otro lado, la obtención de los resultados esperados redundará en una mayor legitimidad. Pero este círculo virtuoso puede convertirse en uno vicioso, ya que un Gobierno que no logra los resultados que busca puede, por esa razón, perder legitimidad.
Existe una relación directa entre el tiempo y la resistencia de la oposición a las reformas. Después de la elección se observa un momento de inflexión en esta relación, que presenta una pendiente creciente hasta llegar a un punto en el que la resistencia se estabiliza y crece (con una pendiente decreciente) en un nivel muy alto, lo que constituye un escenario de no cooperación entre el Gobierno y la oposición (ver Gráfica 1).
Al inicio de un Gobierno existe un espacio para la interacción estratégica que apunta a objetivos concretos. Este espacio permite que el ganador aproveche el ímpetu con el que llega y también permite mayores márgenes de negociación con el presidente en funciones y los integrantes de las diferentes bancadas. El ímpetu en cuestión debe ir más allá de recibir fondos para la transición, como ocurrió con Vicente Fox, o irse de vacaciones, como ocurría en los tiempos de José López Portillo.
Diferentes estudios muestran que lo que la sociedad espera durante los cambios de Gobierno es tener a un presidente electo que actúe con firmeza y decisión. La oportunidad para demostrarlo se abre en este espacio de casi medio año que transcurre desde el día de la elección. Se trata de un espacio en el que el ganador cuenta con un respaldo mayoritario y el apoyo de grupos sociales aceptablemente organizados frente a adversarios desarticulados. En este tiempo estratégico, el beneficio que el gobernante electo obtiene por impulsar una reforma es generalmente mayor al costo electoral.
La necesidad de impulsar la agenda de cambio
Cuando un candidato a la presidencia obtiene el triunfo enfrenta dos sentimientos: el primero es la satisfacción de la victoria; el segundo, la incertidumbre ante la vertiginosa pregunta: ¿ahora qué sigue? La elaboración de un plan para después del triunfo electoral muchas veces no es contemplada en el arranque de la campaña, pues el interés se centra en ganar, no en gobernar.
Ejercer el poder es una responsabilidad que no todos los gobernantes recién electos tienen clara. Implica que en un periodo de seis años se convierta la autoridad institucional en la base para la construcción de un poder político que pueda transformar a la sociedad. Por ello, se debe instaurar una agenda de cambio que sirva como medio para transformar la realidad del país. Esta agenda debe estar liderada por el presidente y abarcar a todo su equipo.
La agenda de cambio del presidente electo debe consistir en inaugurar un nuevo Gobierno que permita ejercer el poder y no solo la autoridad. Se trata de pasar del poder formal al poder real. Para ello, el presidente electo debe (1) definir la intención de su gobierno, (2) diseñar una estrategia, (3) instrumentarla por medio de la acción y (4) establecer mecanismos para el control de consecuencias.
Desde el día siguiente a la jornada en que gana la elección, el presidente electo debe tener claro para qué quiere el poder y definir cuál es la intención del nuevo Gobierno. El presidente electo no solo debe contar con un conocimiento preciso de los proyectos concretos más importantes que requiere el país, sino también determinar el tipo de transformación que desea impulsar mediante la definición de un objetivo o propósito claro y delimitado. Cuando el propósito es claro, se puede construir un mapa de posibles aliados y de potenciales fuerzas opuestas —incluyendo grupos de interés, ciudadanos que pueden simpatizar con el proyecto y medios de difusión, tanto afines como adversos.
Un gran reto que enfrentan el partido, el candidato y el equipo de campaña en la formulación de una nueva estrategia es evaluar el escenario sobre el que se está y, en lo posible, examinar cuidadosamente los factores que intervinieron para llegar a él. El presidente electo enfrentará dos fases estratégicas una vez que obtenga el triunfo. La primera son los 150 días que transcurren después del triunfo electoral y los 90 días posteriores a la toma de posesión. La segunda es el tiempo que transcurre después de los primeros 90 días de Gobierno y hasta la elección intermedia. Al mismo tiempo, la estrategia del nuevo gobernante debe estar fundamentada en dos ejes: por un lado, formar una amplia coalición reformista, y por otro, alcanzar el objetivo de obtener la mayoría parlamentaria en la siguiente elección intermedia.
El presidente electo debe contar con una estrategia que le permita definir los pasos a seguir para alcanzar los objetivos derivados de la intención del gobernante. Se trata de hacer un uso ordenado y estratégico de la información, los tiempos y los recursos disponibles de acuerdo a las circunstancias específicas de un contexto político y social en constante movimiento. La celeridad para percibir y adaptarse a esos cambios puede significar la diferencia entre el éxito y el fracaso.
En el tiempo estratégico del presidente electo deben abordarse múltiples problemas de diverso origen, y se debe coordinar la actividad de un conjunto heterogéneo de grupos e individuos. El candidato electo requerirá formar un equipo de alta capacidad para la ejecución y un equipo con talento para la negociación a fin de establecer una política de alianzas con la oposición y con los grupos de presión. De esta forma, en el tiempo estratégico deben definirse las cinco prioridades del nuevo gobierno y una alineación del equipo del gobernante.
Finalmente, es necesario tener en cuenta que cada acción emprendida tendrá consecuencias positivas o negativas que será necesario controlar. En última instancia, la acción política pretende una relación más directa con el poder, lo que supone relacionarse con intereses distintos que actuarán de distintas maneras, a nuestro favor o en nuestra contra. Para lograr un control correcto de las consecuencias, el gobernante debe ejercer un liderazgo adecuado que le permita articular intereses diversos, y debe definir con claridad cómo quisiera que fueran su séptimo año de gobierno y su legado (ver Tabla 3).
Cuando Bill Clinton llegó a la presidencia de Estados Unidos, Peter Drucker, considerado el padre del management, le dio seis consejos:
1. ¿Qué hacer? Es lo primero que el presidente debe preguntarse. No debe obstinarse en hacer lo que desea, aunque esto haya sido el centro de su campaña. Al parecer existe una ley en la política norteamericana: el mundo siempre cambia entre el día de las elecciones y el día de la investidura.
2. Concentrarse, no diversificarse. La primera prioridad del presidente debe ser algo que realmente tenga que hacerse. ¿Qué? Por lo general, hay media docena de respuestas correctas a esta pregunta. Aun así, a menos que haga la arriesgada y polémica elección de una sola, un presidente no conseguirá nada. Si no es demasiado polémica, es probable que sea la prioridad equivocada. Tiene que ser factible y de rápida realización, lo que significa que se trata de un objetivo limitado.
3. No dé nada por seguro. Siempre falla el tiro. Un presidente efectivo sabe que no hay una política libre de riesgos.
4. Un presidente efectivo no microadministra. Cualquier cosa que el presidente no tenga que hacer, por tanto no “debe” hacerla.
5. Un presidente no tiene amigos en la administración. Fue la máxima de Lincoln. El presidente que haga caso omiso de ello, vive para lamentarlo. Nadie puede confiar en los “amigos del presidente”. ¿Para quién trabajan? ¿A favor de quién hablan? ¿A quién realmente informan?
6. ¿Y la sexta regla? Es el consejo que Harry Truman dio al recién electo John F. Kennedy: una vez que uno resulta electo, hay que dejar de hacer campaña. De acuerdo con Gianfranco Pasquino, la incapacidad de saber tomar decisiones, la arrogancia y el hibris son factores que también llevan al fracaso de los gobiernos.
Conclusiones
Ha habido mucho tiempo para aprender a vivir en democracia. Sin embargo, si bien hoy sabemos competir en un contexto de elecciones libres, justas y transparentes, y al mismo tiempo tenemos instituciones sólidas para administrar los procesos electorales, nuestra democracia es pobre en resultados. Sabemos hacer elecciones, competir y ganar o perder. No obstante, no sabemos gobernar en democracia. No hemos sido capaces de distinguir entre el acceso al poder y el ejercicio del poder. Hoy, el acceso democrático al poder es un tema resuelto, pero es importante cuestionarnos si, en efecto, hemos alcanzado un ejercicio del poder adecuado, eficaz y que ofrezca resultados. Y preguntarnos, ¿en qué medida esto es consecuencia de entender mejor los tiempos de la política?
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EDUARDO ROBLEDO RINCÓN es doctor en Derecho Político y presidente de la Consultora Gerencia del Poder [email protected].