Las narraciones provocan en mí una fascinación inmediata. Basta un “Te’n ja mëjä’äytyëjk iijty tmatyä’äkt ku…”, un “Érase una vez…”, un “Once upon a time…” o cualquiera de las incitantes fórmulas que se han acuñado en distintas lenguas, para dejarme inundar sin resistencias por las palabras que labran historias. Casi no conozco a nadie que se resista al influjo de una buena narración, de un buen “fíjate que..”, de un irresistible “había una vez…”.
Tengo la hipótesis de que la primera puerta que nos deja entrar al mundo de las historias será, casi inconscientemente, nuestra puerta preferida, la más irresistible. Es por eso que entiendo que mi amiga Ana no pueda dejar de poner toda su atención en una película, buena o mala, aunque ésta haya comenzado hace ya una hora. La puerta por la que entró al mundo de las narraciones fue la cinematográfica cuando era una niña; a otro amigo mío las historias que toman la forma de un libro lo atrapan y no lo dejan dormir durante varias noches: sus padres leían con él desde los tres años.
Aunque las narraciones, cualquiera que sea el formato en el que se presenten, siempre me subyugan, la puerta por la que entré a ese mundo fue el de la tradición oral: la voces, aderezadas de humo y de mezcal en la cocina de mi abuela, comenzaban siempre con la consabida fórmula que inmediatamente imponía silencio, poco a poco las historias se mezclaban con el ruido del maíz que íbamos desgranando. De pronto se erigían, ante nuestra imaginación infantil, las travesuras del tlacuache que se burlaba del jaguar, la mujer que tenía al rayo por marido y que parió serpientes, los terribles kumantuk que salen a beber sangre humana después de que se quitan la cabeza y la depositan antes en un claro de bosque para volver a buscarlas al amanecer. Pero no solo las narraciones de tradición oral ayuujk (me niego a llamarlas mitos, cuentos o leyendas) eran ejecutadas con maestría por los expertos narradores que eran mis abuelos, también las anécdotas familiares, las historias ejemplares y narraciones sobre el acontecer cotidiano. Es por esto que cuando alguien comienza a contarme una historia, el influjo es tan grande que casi siempre abandono cualquier otra actividad hasta que la narración concluye. Un buen narrador genera en mí una admiración tan intensa como las sensaciones que sus historias me provocan.
Una vez que aprendí a leer español, mi abuela me pedía que le narrara en voz lo que en los libros iban aconteciendo. Recuerdo particularmente que comenzamos a leer la Eneida (en gran parte porque mi mamá se llama así y teníamos curiosidad), yo iba traduciendo al ayuujk la historia de Eneas pero cuando llegamos al episodio en el que abandona a Dido, mi abuela, seriamente afectada pidió que parara y nos conmovimos e indignamos juntas. Traducirle a mi abuela historias prestadas me parecía un “gracias” apenas suficiente por todas las historias que me ha contado y sigue contando.
La fascinación por las narraciones me parece atemporal y transcultural, en cada cultura y en cada lengua se actualiza de distintas maneras; todas las lenguas del mundo, español, inglés y danés incluidos, poseen un catálogo fascinante de historias cuyo modo primordial de transmisión es la tradición oral, me parece que no es gratuito que sea ahí en dónde se acuñaron las fórmulas que marcan el principio y el final de una historia. Cada pueblo ha establecido el modo, la forma y el espacio para narrar las historias; los pueblos yumanos de Baja California, por ejemplo, prohíben la narración de historias de tradición oral durante el verano, de lo contrario, las serpientes las escuchan, se enojan y se vuelven más peligrosas; es durante el invierno que las historias se vuelven voz; el frío que obliga a quedarse en casa, cerca del fuego, posibilita la transmisión de las narraciones.
Con la paulatina pérdida de las lenguas del mundo, los pequeños rituales asociados al acto de contar historias también desaparecen. Me pregunto si yo puedo decir que estoy adquiriendo las habilidades lingüísticas e histriónicas que un buen narrador ayuujk debe poseer, me pregunto si podré contar las narraciones de tradición oral de manera que fascinen a otros como me fascinaron a mí (después de todo ¿qué es una narración sin su narrador?), me pregunto si los espacios en los que se recrean y transmiten estas historias seguirán existiendo.
Cada vez que alguien dice que está “rescatando” la tradición oral de una lengua determinada y me presenta un libro que las compila, me pongo un poquito triste. No es yo tenga en poco el enorme esfuerzo que implica reunir las narraciones, transcribirlas y analizarlas, no, que no se malinterprete, es solo que pienso que transcribir las narraciones de tradición oral significa registrarlas, no rescatarlas. Una vez escritas, adquieren una vida distinta, una nueva vida mediante nuevos mecanismos de transmisión. Algo parecido a lo que hicieron los hermanos Grimm al “registrar” las narraciones de tradición oral en lenguas europeas.
Para rescatar las narraciones de tradición oral y todo el conjunto de acciones, rituales, creencias, habilidades y conocimientos asociados a ella, es necesario fortalecer sus mecanismos de transmisión: sentarse de nuevo a escuchar, fortalecer los espacios tradicionales de encuentro en el que se cuentan las historias, adquirir las habilidades propias del buen narrador y ejercitar la memoria. Para rescatar la tradición oral hay que mantenerla oral, avivar su práctica; registrarla por medio de la escritura es importante pero es algo totalmente distinto.
Por todo esto, les decía, yo invariablemente sucumbo antes las narraciones, sobre todo ante esa puerta que se abre con una voz que invita, que llama, que seduce:
Te’n ja mëjä’äytyëjk iijty tmatyä’äkt ku…,
Érase una vez…
Once upon a time…
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