Para Alejandro Solalinde, libérrimo.
Tengo más de una hora libre. Ya recorrí mentalmente —obsesivamente— todo: pasaporte, pase de abordar, computadora “cargada”, maleta. Me alegra no haber documentado y poder evadir esa banda odiosa, infinita que dosifica sádicamente el equipaje de los que llegamos de Sudamérica.
Me siento en el Crepes & Waffles del aeropuerto de Bogotá y agradezco uno de esos momentos que los viajes le regalan a la soledad, al cultivo de la narrativa personal y a una rara estirpe de productividad gozosa, casi frenética. Calculo el tiempo del que dispongo antes de comprar café de Quindío, pasar seguridad, comprar más café en el Juan Valdez y abordar. Desayuno.
Sigo conmovido por la muerte de Carlos Fuentes, por el atentado del día de ayer en Bogotá, por la generosidad y la convicción de mis clientes colombianos y por su entrega, por el encuentro con el tal Leonel Narváez. Me gozo en la intensidad que puede tener un viaje de tres días.
Pienso que la mesera, al igual que todas las que trabajan en esta empresa, debe ser madre soltera. Me deja amablemente El Espectador del día de hoy en la mesa. Yo lo abro con fruición. Me detengo en el eco que la muerte de Fuentes deja en Colombia. Me emociona.
Me sorprende también que la decisión de Alejandro Solalinde de dejar México, amenazado de muerte, tenga tal cobertura. Leo ansiosamente el artículo dedicado a este hombre de visión profética, sin distinguir todavía con claridad los sentimientos —intensos, encontrados— que me genera. También leo el encabezado de otro artículo en la misma página del diario, publicado en una sola columna: Otro escándalo legionario.
Este tiempo —pienso— nos expone a información inconexa, confusa y fragmentada al grado de no ser conscientes de ello. Lo peor y lo mejor, lo falso, lo profundo, lo superfluo, lo grotesco y lo sublime se mezclan frente a nuestros ojos confundiéndose, neutralizándose, trivializándose. Todo se embarra con todo, como en el tango Cambalache, de Santos Discépolo.
En el caso del periódico que tengo enfrente, la defensa de los más débiles y el abuso de los inocentes, lo noble y lo indigno, lo más repugnante y lo poco admirable que la Iglesia Romana ha dejado en los últimos años en la opinión pública, compiten por mi atención en una misma página.
Inevitablemente viene a mi mente la anécdota que mi hermana Marga cosechó de un encuentro reciente con el padre Solalinde. Cuando alguien quiso descalificarlo hablando de “sus mujeres”, confesó: “Antes yo era un Padre Amaro1 cualquiera… pero desde que estoy en esto [la defensa de los derechos humanos de los migrantes], no pueden encontrarme nada”.
Un hombre entregado fervientemente a una vocación, una mujer enamorada, alguien vital, cualquiera capaz de suscribir con su vida una causa puede, al conferirles sentido, asimilar de manera distinta las renuncias que derivan de su elección. Su corazón está puesto en la afirmación, no en la negación.
En mi experiencia, la educación no siempre ha logrado presentarnos la cara positiva de la moneda ética. Nos muestra normalmente la otra, la de la renuncia: una ética de privación, una ética del “no”, infantil, incluso punitiva. Los códigos de ética de la mayor parte de las empresas, como los reglamentos de las escuelas primarias, no son más que listados de prohibiciones, incluso de castigos y amenazas. En la mente de quien ha sido expuesto por más o menos años al sermón moral sigue resonando el castrante “no harás”, “no dirás”; incluso el paradójico y absurdo “no imaginarás” o “no pensarás”.
Superar esta visión constituye un reto moral y psicológico tan relevante como ineludible en el desarrollo humano. Nos habilita y nos libera para asumir una ética positiva, creativa y edificante, de mucho más amplio espectro. Dicha ética del sí posee, como cualquiera, noción de los límites. Pero estos son consecuencia natural de nuestras opciones. Son en realidad distracciones que nos desvían del camino o que lo obstaculizan. Suelen además asumirse, si no festiva, al menos deportivamente.
Voy a más. La ética positiva nos invita tarde o temprano a contactar con lo que nos apasiona y nos conmueve. Nos reta a incorporar el corazón en nuestro proyecto de vida.
La pasión es la amante despechada y celosa que no parece estar dispuesta a ser excluida de nuestro plan de vida. Irrumpe en sus ocasiones más solemnes y las arruina con un escándalo. Por eso no es raro que una vida enmarcada en la racionalidad moral de cualquier signo suela escaparse al vértigo, que es el carnaval de su cuaresma. Incluso que lo haga de manera cíclica, casi necesaria.
El vértigo puede entenderse como una pasión carente de racionalidad, como una ansiedad que acelera en pos de estados emocionales cada vez más intensos que nos dejan cada vez más vacíos.
La rigidez moral, por su parte, seca la energía vital de las personas. Nos aparta silenciosa y gradualmente de la vida.
Ambos territorios existenciales, vértigo y sequedad, aunque se ubican aparentemente en las antípodas de la experiencia humana, se vinculan secretamente en una rara especie de implicación y admiración mutua. Además, ninguno de estos territorios parece ser sustentable ni mucho menos satisfactorio.
La vocación humana parece ser la de alinear todo lo que nos es posible, la de conjuntar razón y pasión, corazón y cerebro.
Los mejores de entre nosotros, como los momentos más significativos de la historia y de nuestra propia biografía han habitado ese territorio fascinante: el del éxtasis, en que la vida se afirma al mismo tiempo de manera racional y apasionante.2 ~
1 Solalinde, quien encabeza la defensa de los derechos de migrantes y transmigrantes en México, hizo referencia a la película que relata la doble vida de un sacerdote católico.
2 Pienso además que en una ética contagiosamente afirmativa, la de la pasión, muchos de los dilemas morales atascados en nuestro debate público, incluido por cierto el de la sexualidad en la vida sacerdotal, encontrarían una luz edificante y esperanzadora.
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.