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Juicios orales – El alcance de la reforma penal
Este País | Juicios Orales | Bernardo León | 01.01.2012 | 0 Comentarios

La corrupción y la ineficiencia en el procesamiento de delitos es sólo la punta del iceberg: la inmensa mayoría de los crímenes se mantiene completamente al margen del sistema de justicia. Tras el fin del poder monolítico en México, los juicios orales buscan ser un recurso acorde a la era democrática, pero evidentemente no bastan.

La diferencia política más importante entre
los países se refiere no a su forma de gobierno, sino al grado de gobierno con que cuentan.

Samuel P. Huntington

Según la última Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (2011), en México se cometieron 22.7 millones de delitos, de los cuales 2.8 millones fueron denunciados (12.3%) y solamente en 1.8 millones de los casos (7.9%) se inició una averiguación previa. Es decir, de entrada, 87.6% de los delitos ni siquiera entró al sistema penal, quedando completamente impunes. A éstos habría que sumar las investigaciones inconclusas y las absoluciones, por lo que el nivel de impunidad ronda el 98% de los delitos cometidos. En Chihuahua, donde el nuevo sistema penal opera plenamente, de 929 mil 435 delitos declarados, se denunciaron 162 mil 569 (17.5%) y se inició una investigación solamente en 109 mil 81 (11.7%) casos; el resto de los delitos quedó impune (82.5%), sin contar las investigaciones inconclusas y las sentencias absolutorias.

El principal problema del sistema penal es de “alcance”, porque atiende de manera muy marginal el fenómeno criminal. Los mercadólogos dirían que atiende a un segmento de mercado muy pequeño respecto de su universo. En este contexto, de pronto parecería irrelevante si los procesos penales son escritos u orales, si hay proceso abreviado o salidas alternas. La tasa de impunidad es tan exageradamente alta que el sistema penal tiene una injerencia muy menor en la oferta de seguridad y justicia que requiere la ciudadanía.

Gracias a los estudios del CIDE, el ICESI y el INEGI, entre otras instituciones que le han dado una dimensión empírica al estudio del sistema de seguridad pública y justicia penal, sabemos que la ciudadanía utiliza de manera muy marginal los servicios de la policía, el Ministerio Público (MP) o los tribunales porque no confía en ellos, no sólo porque los considera corruptos, sino fundamentalmente por su ineptitud. Quizás, en el mismo sentido, la mayor parte de la delincuencia tampoco se abstenga de cometer delitos porque, igualmente, considera ineficaces a los órganos de seguridad y justicia penal.

En esta lógica resulta irrelevante si uno o muchos penalistas han logrado que se absuelva a personas inocentes en el viejo sistema penal (excepto para dichas personas, claro está) o si las procuradurías han logrado condenas muy largas para delincuentes probados. Lo que subyace es la falta de legitimidad del sistema de seguridad pública y justicia penal, básicamente porque más de 95% de los casos queda en la impunidad.

Cuando en 2001, como funcionario de la Presidencia de la República, me encargué del proyecto de reforma al sistema de seguridad pública y justicia penal, me sorprendió la ineficacia del sistema y la forma en que un sistema tan marginal de seguridad pública y justicia penal pudiera cometer tan graves violaciones a derechos humanos.

Después de revisar con todo cuidado los datos que teníamos entonces, fueron muy evidentes muchas cosas sobre el sistema penal que nos obligaron a proponer cambios profundos, sin embargo cinco cuestiones fueron determinantes:

  1. El sistema estaba diseñado y operaba en la lógica de un sistema autoritario, que a través del control centralizado del mp y de los jueces y con la ayuda de policías ilegales, administraba la impunidad según intereses políticos muy determinados, básicamente protegiendo a la clase política;
  2. En la lógica autoritaria, el sistema negociaba y se asociaba con grupos criminales de todo tipo. Así, por un lado, evitaba la inestabilidad social (olas de criminalidad) y, por el otro, recibía beneficios económicos, de tal manera que no se desarrolló un sistema de seguridad pública y justicia penal enfocado a hacer cumplir la ley;
  3. Cuando algún grupo o individuo que operaba fuera de la ley no negociaba o se sometía al sistema, era “procesado” extrajudicialmente;
  4. El sistema se aplicaba de manera marginal a los pobres y a los que no tenían ningún apoyo o interés político o económico y por tanto eran (y son) víctimas de un sistema penal olvidado, y
  5. El nuevo gobierno democrático no podría mantener la estabilidad del país y someter a la delincuencia con la mismas reglas, es decir no podría negociar con criminales ni podría “procesarlos” extrajudicialmente. Los gobiernos democráticos tampoco estarían exentos de las tentaciones del poder, por lo que habría que crear un nuevo sistema eficaz con equilibrios y contrapesos adecuados a una democracia.

Después de muchas discusiones, análisis y consultas se hizo evidente que ninguna reforma al sistema de seguridad y justicia penal podría llevarse a cabo de manera administrativa: necesariamente tendría que haber reformas constitucionales y legales que desplegaran un sistema de seguridad pública y justicia penal adecuado a una democracia.

En 2004 presentamos una reforma bastante amplia e integral para reformar el sistema de seguridad pública y justicia penal pero dadas las circunstancias políticas del momento no fue aprobada. En 2008, con el apoyo de la sociedad civil, el constituyente permanente aprobó la reforma constitucional que instaura el nuevo procedimiento oral-adversarial en materia penal, genera nuevas garantías procesales y hace algunos cambios (claramente insuficientes) en materia de seguridad pública.

Considerando el problema del “alcance”, la cuestión que subyace a la reforma es que el nuevo proceso penal tendrá un impacto muy positivo en el 5% de los delitos que sean procesados bajo el nuevo sistema, sin embargo, el resto de los delitos seguirán en la impunidad, lo que al final no resuelve el problema.

La reforma penal debe ser integral y por ello requiere de por lo menos cinco ajustes que permitan hacerla más eficaz para más gente y someterla a mayores controles, incluyendo la participación ciudadana. De otra manera su éxito será relativo a los pocos procesos que sí entren al sistema.

En primer lugar es muy necesario contar con una política criminal articulada y proactiva que trascienda el paradigma del gobierno desorganizado vs. la delincuencia organizada. Hoy todavía, a nivel federal, tenemos por lo menos seis dependencias que determinan la política criminal del ejecutivo (Gobernación, SSP, PGR, SHCP, SEDENA y SEMAR). Sin embargo, la segmentación de las competencias entre ellas y las ambiciones, celos y desconfianza entre secretarios no sólo impide articular esa política, sino que la obstruye. Básicamente, hay una diferencia enorme entre las responsabilidades que se atribuyen a cada dependencia y las facultades y competencias que tienen para hacer su tarea.

Es de vital importancia la creación de la Secretaría del Interior, que integre a todas las policías federales y aparatos de seguridad bajo un mismo mando para que la política criminal responda a las mismas prioridades y estrategias (de ninguna manera debe regresar la policía a Gobernación pues se correría el riesgo de, nuevamente, politizar la seguridad pública). En este sentido, sólo una policía federal suficientemente grande y bien pagada podrá atraer personas más preparadas, lo que a su vez propiciará una adecuada capacitación y permitirá el regreso de los militares a sus cuarteles en el corto plazo. Adicionalmente, la política criminal debe articularse en un sistema de indicadores que señalen con toda precisión su tarea y su evolución, y no en decenas de indicadores que, lejos de medir el desempeño de dicha política, confunden metas y diluyen objetivos.

El nuevo proceso penal –como el derecho al voto universal,
la existencia de un árbitro imparcial en las elecciones,
el juicio por jurados o un banco central autónomo–
es una institución que no puede faltar en una democracia


En segundo lugar, es fundamental reinterpretar el requisito de procedibilidad de “denuncia o querella” establecido en el Artículo 16 constitucional para facilitar la denuncia sin formalidades, transformar las inefables agencias del mp en verdaderos centros de atención a víctimas y permitir cabalmente que las investigaciones se hagan de manera proactiva (sin necesidad de denuncia), y no reactiva como hasta ahora, de tal manera que la política criminal realmente se adelante a la delincuencia y no ande siempre en la retaguardia.

En tercer lugar, es indispensable esclarecer el papel de la policía y el MP en la política criminal y en la investigación del delito. El Artículo 21 reformado solamente abonó a la confusión ya que en su redacción estableció que “la investigación de los delitos corresponde al Ministerio Público y a las Policías, las cuales actuarán bajo la conducción y mando de aquel en el ejercicio de esta función”, lo que básicamente nos deja en el mismo lugar que antes de la reforma.

Las policías deben poder investigar plenamente, ya que la función del MP (y por eso se le exige ser abogado) es de índole legal. El MP no es un detective y por su formación no tiene ese perfil. Poner a la policía bajo el mando y la conducción del MP, lejos de generar garantías, entorpece el trabajo de investigación y confronta a ambas instituciones. De cualquier manera, es claro que el mp deberá revisar las investigaciones de la policía para decidir si va a los tribunales o no, e incluso podrá hacer sus propias pesquisas, pero con objetivos de política criminal distintos.

En cuarto lugar, la autonomía del mp es una herramienta clave para evitar tentaciones entre los actores políticos y desconfianza en la ciudadanía sobre el proceder de aquéllos. Sin embargo, debe ser la autonomía de un mp reformado que no tenga mando de policía alguna ni de servicios periciales. Un MP autónomo con mando de policía se transforma en un poder sin control muy peligroso para una democracia.

La policía en sus facultades de investigación, los detectives y los peritos sirven un propósito de política criminal del Poder Ejecutivo, mientras que el MP debe tener como propósito proteger el cumplimiento de la ley ante los tribunales.

Por último, es fundamental fortalecer el proceso penal-oral para impedir retrocesos. La impunidad no deriva de que los jueces cumplan la ley “hipergarantista”, sino de la deficiente investigación o imputación de la policía o del MP.

En la medida que aumente el “alcance” del sistema, más y más asuntos serán resueltos por procesos abreviados o medidas alternativas. Ahí el riesgo de corromper el sistema es grande. La mediación debería ser una facultad exclusiva del Poder Judicial y debería evitarse que este proceso se lleve a cabo en sede ministerial porque, en un sistema acusatorio, el mp no debe sancionar ningún acuerdo y su papel no debe distorsionarse. Eso es facultad de un juez o de un oficial mediador del Poder Judicial.

En cuanto al proceso abreviado, es indispensable aclarar los incentivos de las partes para decidir sobre el uso de esta figura. ¿Le conviene siempre al MP tomar esta vía para ahorrarse el juicio? ¿Cuáles son los incentivos para irse a juicio? En Estados Unidos, muchos fiscales prefieren irse a juicio cuando se trata de un delito de alto impacto, lo que les permite evidenciar su capacidad y su lucha contra el crimen. La razón es que allá los fiscales federales son ratificados por el Senado y deben rendirle cuentas.

Finalmente, considerando que los jueces unitarios o los paneles de tres jueces que escuchan los juicios orales están sometidos a la jerarquía de la judicatura y que por lo mismo están sometidos a la carrera judicial, es muy importante restaurar los jurados populares, no sólo para que los imputados sean juzgados por su pares, lo que de suyo ya es una institución democrática, sino fundamentalmente para equilibrar el poder autocrático de los jueces en los juicios orales.

El nuevo proceso penal –como el derecho al voto universal, la existencia de un árbitro imparcial en las elecciones, el juicio por jurados o un banco central autónomo– es una institución que no puede faltar en una democracia. La discusión no debe ser si es pertinente o no, si se le deben dotar recursos suficientes para su funcionamiento o no. La cuestión es si un Estado democrático de derecho puede dejar cerca de 95% de los delitos en la impunidad. Me parece que a mayor eficacia, mayor legitimidad. Es una cuestión de “alcance”.

_______________________________

BERNARDO LEÓN es abogado y politólogo. Como Jefe de la Unidad de Proyectos de Innovación de la Presidencia de la República, fue responsable de la Reforma al Sistema de Seguridad Pública y Justicia Penal. Es autor del libro Denuncia formal: Un laberinto de impunidad.

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