Si uno quisiera ponerle un lema a la filosofía anticriminal de Felipe Calderón, uno muy apto sería, “Ni un paso para atrás.”
Es decir, aplicar toda la fuerza de la ley contra todo enemigo identificado en todo momento, siempre adelante a toda maquina. El mismo Calderón ha pronunciado esas palabras en varias ocasiones. Y los que no están de acuerdo, los que piden una estrategia robusta pero a la vez matizada, reciben una burla presidencial.
Pero eso de no tomar ni un paso para atrás no se vale en las circunstancias actuales, porque México no Stalingrado, los narcos no son los Nazis, y el mismo Calderón no es Stalin. (Y por cada uno de los tres, podemos todos darle gracias a Dios.) Los últimos cinco años en México demuestran de sobra que intentar atacar a todos los grupos criminales sin una lógica sistemática, comprensiva, y perceptible, como si el enemigo fuera un ejercito coherente y coordinado, es una receta para el fracaso. Con unos 500,000 personas que comen gracias al narco, según Sedena, no hay forma de que un gobierno pueda atrapar a todos. Así que el lema presidencial, y más aún la filosofía que lo impulsa, tiene que cambiar.
El objetivo, pues, no es eliminar el trasiego de drogas ni mucho menos la criminalidad, que es imposible, sino minimizar los daños. La minimización de daños tiene muchísimos aspectos y aplicaciones, pero a mi parecer, dos ideas son fundamentales: el gobierno tiene que dirigir una concentración de recursos hacia las actividades y los grupos más dañinos, y tiene que señalar a éstos mismos por qué lo está haciendo.
Supongamos que el siguiente gobierno anunciara que sus dos prioridades criminales serán las masacres y la extorsión. A partir del 1o de diciembre, gracias a este cambio, cualquier grupo que lleve a cabo masacres o que extorsione a los negocios lícitos va a enfrentar una división especializada del PGR, que cuenta con un staff más entrenado, con más herramientas de investigación, y con más controles de confianza. Una división, pues, capaz de provocar temor en los criminales. (La creación de un grupo así de efectivo es también un reto mayor, pero eso es un asunto para otro día.)
Lógicamente, los grupos criminales no reaccionarían a este cambio de prioridades presidenciales de un día a otro. Las redes de extorsión seguirían intactas el dos de diciembre, y los episodios de masacres tampoco desaparecerían de la noche a la mañana. Pero si el primer masacre de más que, por decir una cifra, cinco personas resultara en el rápido desmantelamiento del grupo responsable, y si los narcos que trabajan también en la extorsión tuvieran que lidiar con una mayor persecución gubernamental que los que no, entonces el efecto de los arrestos se multiplicaría. Gracias a la imposición de un nuevo incentivo, como estrategia de sobrevivencia, los mismos sicarios evitarían masacres y los extorsionistas buscarían trabajo en otro ámbito criminal.
Al mismo tiempo, dirigir una mayor cantidad de recursos hacia solamente dos actividades criminales (y pueden ser otras las prioridades, nada más pongo estos dos como ejemplo) implica quitar recursos de la investigación de los demás crímenes. Eso es inevitable; un plan así tiene un costo. Pero quitar recursos de, por ejemplo, la investigación del fraude en el sector financiero —cosa que podría causar un incremento en este crimen— para frenar los masacres es un costo que yo estaría dispuesto a pagar.
El pequeño plan de arriba es nada más uno de muchísimos; analistas desde Mark Kleiman hasta Alejandro Hope (cuyo blog Plata o Plomo es un tesoro de ideas para manipular los incentivos criminales) han derrochado palabras sobre como incorporar el uso de incentivos en la estrategia mexicana contra el crimen organizado. Hay varias maneras para introducir una dinámica más pacífica entre los criminales y el gobierno, pero en todo caso, las señales de éste último tienen que ser claros, y tienen que ser respaldadas por acciones concretas.
En ciertas ocasiones, los gobiernos de México y Estados Unidos sí han reaccionado a provocaciones criminales con una concentración de fuerzas y una respuesta contundente. El problema es que estas acciones han sido esporádicas e improvisadas, cuando para funcionar, tienen que ser sistemáticas y absolutas. El caso de Torreón es instructiva: en tres ocasiones en 2010 —la primera en enero, y luego en mayo, y otra vez en julio— grupos armados abrieron fuego contra un grupo de jóvenes disfrutando una noche de antro. El blanco en estos casos no se encontraba entre el montón de los muertos; la elección de los bares se debían a los dueños, quienes tenían presuntos vínculos con los Zetas. En efecto, este grupo de matones buscó sembrar pánico y mandar algún tipo de mensaje a sus enemigos a través de docenas de inocentes acribillados.
Aunque no haya tenido que ver con Al Qaeda ni fundamentalismo islámico, los ataques alcanzaron cualquier definición de terrorismo, que es el crimen que más debería preocupar a un gobierno. Sin embargo, la reacción de la administración en los dos casos iniciales fue casi nula; de hecho, los masacres de El Ferrie y Las Juanas sucedieron durante un retiro paulatino de fuerzas federales de la ciudad, lo cual no se frenó a pesar de estos hechos sanguinarios. Fue hasta el ataque del Italia Inn, en que murieron 17 personas y que provocó más atención de los medios —tanto los nacionales como los del extranjero— que el gobierno de Calderón por fin empezó a enfocarse más en Torreón.
Pero la respuesta no fue producto del grado de la provocación, porque habían sucedido dos ataques iguales sin que le importara mucho al gobierno federal, así que el mensaje hacia los criminales fue lo siguiente: bajo ciertas circunstancia, sí puedes matar muchas personas inocentes sin incurrir la ira del gobierno federal.
Igualmente, cualquier criminal en 2011 vio que las fosas clandestinas provocó una respuesta gubernamental bastante fuerte en San Fernando, pero las mismas en Durango no lograron prender focos rojos en Los Pinos. No es clara, ni para los criminales ni para el público general, precisamente que lógica guía estas acciones del gobierno, y por lo mismo, se desvanece el efecto multiplicador de haber castigado algunos de los responsables. Entonces, ¿existe un incentivo para que los criminales eviten las fosas masivas? Me parece que no.
Finalmente, el analista que más importa es el que vive en Los Pinos, junto con sus subordinados directos. Y no parece que a éstos les interesa distinguir entre las diferentes variedades de crimen organizado. Prefieren hablar de nunca dar un paso para atrás. Eso puede sonar bonito, pero tal terqueza hace imposible que el país dé pasos para adelante también.