Luego de la publicación en nuestro número anterior de un amplio expediente dedicado al papel de las encuestas en la elección presidencial más reciente, este artículo hace una revisión de lo ahí planteado, analiza fríamente diversos aspectos de procedimiento y los resultados que arrojó el ejercicio, y hace una serie de propuestas que podrían abonar a la transparencia y la credibilidad deseadas.
Se ha abierto un saludable debate sobre el papel de las encuestas en la elección federal de julio del 2012. Entiendo que hay sectores de la sociedad que están desconcertados por la falta de precisión de algunas encuestas preelectorales y otros están francamente irritados porque asumen que las distorsiones de los ejercicios demoscópicos influyeron negativamente en el ánimo de los electores y probablemente eso haya afectado al candidato de su preferencia. En el abanico de descalificaciones, hay quien asume que los desfases tienen una explicación técnica y por lo tanto son receptivos a los argumentos de depurar y transparentar la investigación de la opinión pública. Pero también tenemos a aquellos que pretenden hacer tabula rasa con el modelo actual porque lo consideran un negocio rapaz y edificar un Centro autorizado para realizar encuestas de tipo electoral.
La idea que preside este artículo es que en una sociedad abierta, pluralista y democrática, el uso instrumental, propagandístico o incluso abiertamente faccioso de las encuestas y otros instrumentos de medición de la opinión pública no invalida que el ejercicio mismo de estudiar y medir la opinión pública es un elemento clave para enriquecer la deliberación pública. Lo importante es decantar el grano de la paja con dos objetivos claros:
1. Mejorar los procedimientos de las casas encuestadoras mediante la competencia y la transparencia.
2. Dar mayores elementos a la opinión pública para identificar el trabajo serio y distinguirlo de la superchería.
Quiero suponer que más allá de la inconformidad poselectoral y de los tradicionales cobros de factura (que en algunos casos toman tintes de guerras floridas, como las ha llamado Berumen1) por los errores que algunas casas encuestadoras cometieron, está por encima de cualquier otra consideración que la medición de la opinión pública y la publicación libre de sus resultados es algo valioso. Vale la pena en consecuencia estudiar mejor, corregir, transparentar y perfeccionar los procedimientos. Subrayo este punto porque, como bien lo explica Enrique Alduncin, en la disputa poselectoral las encuestas han sido utilizadas como un argumento para explicar un supuesto fraude y han sido objeto de una crítica sistemática en los medios en el sentido de que no son confiables para anticipar el comportamiento de los electores.2
La controversia ha sido amplia y desde distintas plazas se ha planteado la posibilidad de que la propia autoridad electoral intervenga para “poner orden” en el sector. La presión ha sido constante y el propio consejero presidente del ife se ha sentido obligado a fijar su posición sobre el particular: después de un razonamiento completo, Leonardo Valdés concluye que las encuestas pueden influir en los electores como cualquier otro elemento de información, pero que los electores no fueron manipulados por las encuestas.3
Resulta evidente que si la autoridad tiene que salir un mes después de las elecciones a establecer algo como lo referido, es porque efectivamente un sector muy amplio de la población establece una relación causal entre los errores de las encuestas y una mistificación de la voluntad popular que en última instancia le ha restado legitimidad al proceso. No queda del todo claro el razonamiento de quienes esto plantean porque no se explica que unas encuestas “infladas” puedan llevar de forma mecánica a la “imposición” de un candidato, cuando lo que ocurrió es que finalmente el puntero quedó muy por debajo (38.2%) de lo que los resultados de un buen número de encuestas anticipaban en sus mediciones de intención del voto en el proceso electoral de 2012. En buena lógica, el que podría sentirse más decepcionado por las distorsiones es el ganador, que obtiene bastante menos renta electoral de la que esperaba. En este paisaje confuso, se han hecho esfuerzos de clarificación útiles (como el conjunto de artículos publicados en esta misma revista en el número anterior) que nos permiten ir aislando la naturaleza de las controversias y perfilando algunas explicaciones.
Usos y abusos de las encuestas
Debo subrayar, de entrada, que si a los sectores mejor informados de la sociedad (el círculo rojo) les pueden parecer una obviedad los abusos que es posible cometer utilizando encuestas, eso no desvirtúa su enorme utilidad. Se debe enfatizar ante el gran público que en una sociedad abierta, el uso propagandístico de las encuestas (igual que las estadísticas, las evaluaciones, los indicadores y las opiniones de expertos) es algo inevitable, por inapropiado que pueda parecer. Los números puedan ser usados (de hecho lo son frecuentemente) con fines sesgados o francamente manipuladores, pero eso no invalida el generoso caudal de conocimiento que nos ofrecen y la enorme utilidad que aportan a quienes toman decisiones en todos los niveles de la pirámide social y en diversos sectores de la vida pública.
Las encuestas y sus resultados son —habrá que decirlo una y mil veces— un dato más en el pluriverso de información que fluye en las sociedades contemporáneas. Las mediciones serán usadas por cada actor (y más en el fragor de la contienda política) como mejor le parezca, o incluso como más le convenga. Una perspectiva realista de la lucha política nos permite entender (no compartir) que los partidos y candidatos, así como su prensa adicta o comprada, intenten difundir y elevar a categoría de hallazgo científico sus cifras, pero eso no es más que una faceta más de la disputa por el poder. Asumir que el rigor es el valor cardinal de la contienda política es un grave error de perspectiva. No es, por supuesto, el único, pero es probable que el ejemplo más terminado de esa inconstancia sea precisamente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), quien ha sido capaz de usar las encuestas en todos los sentidos imaginables. En 2006, por ejemplo, construyó la narrativa del fraude sobre la base de una encuesta que le daba una ventaja de 10 puntos. La diferencia entre los resultados de 2006 y su encuesta fue el fundamento de su diagnóstico: ¿cómo explicar una elección muy cerrada si su encuesta decía que tenía una holgada ventaja? Las encuestas que detectaron el crecimiento de Felipe Calderón (reagrupadas, por cierto, por la Asociación Mexicana de Agencias de Investigación de Mercado y Opinión Pública, AMAI, en una página web: México Opina) fueron denostadas y se decía que las habían cuchareado, lo que sea que ese verbo signifique. En 2011 las cosas pintaban ya de otra manera. Como sabemos, la izquierda decidió usar los servicios de tres casas encuestadoras (Covarrubias, Nodo, y Buendía y Laredo) para seleccionar a su candidato. Fue un ejercicio de ponderación de distintos parámetros que dio finalmente un balance positivo para AMLO y dejó a Marcelo Ebrard en la cuneta. Como prueba de la confianza en el instrumento, las encuestas fueron después utilizadas de manera sistemática por la coalición de izquierda para la selección de sus candidatos y se usaron entonces como fuente de legitimidad y certeza para seleccionar al abanderado presidencial. Ya en pleno 2012, las encuestas se leían con la habitual subjetividad con las que se leen las cifras en una contienda política: las que favorecen son palabra divina y las adversas son despreciables montajes o maquinaciones. Finalmente, en el juicio de invalidez promovido ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) vuelven a las encuestas como un argumento para explicar la “imposición” de Enrique Peña Nieto (EPN). El juicio político sobre las encuestas es, en resumen, poco sistemático.
Supongo que es inevitable que en una democracia se use la demagogia como procedimiento, como también lo es que los partidos usen todos los mecanismos verosímiles para presentar de la manera más favorable a su causa las cifras disponibles. Por lo tanto, no creo que se deban atender esas voces que piden una regulación mayor para difundir datos de las encuestas. Tenemos ya un sistema electoral hiperreglamentado como para agregar un nuevo rosario de normas para tratar las encuestas. Lo que debemos hacer —para beneficio de la opinión pública— es transparentar la información sobre qué y quiénes están detrás de cada ejercicio demoscópico. Saberlo es fundamental para separar el oro del oropel.
La experiencia nacional nos ha dado un piso mínimo de racionalidad para distinguir aquellas encuestas sin vitrina metodológica, con propósitos inocultablemente propagandísticos y cuyo hilarante extremo es una que sugería que 8 de cada 10 mascotas preferían cierto producto, de aquellas que tienen un propósito serio. Aun así, tal vez debamos ser todavía más rigurosos en dar visibilidad a toda la información sobre el promotor y las fuentes de financiamiento del ejercicio. Además, se deberá (en el futuro) explicitar todo posible conflicto de interés entre casas encuestadoras y los partidos y/o candidatos, para evitar suspicacia. Una sociedad madura entiende que sus políticos usan siempre las cifras como mejor les conviene y las adoptan o las descalifican de la manera más veleidosa que se pueda imaginar; si los datos les son favorables las encomian y citan como fuente de legitimidad, pero si no es el caso, tampoco se reprimen en poner en tela de juicio incluso la industria en su totalidad. En consecuencia, mientras más información tenga a su disposición la opinión pública para afinar su criterio, mejor.
Ahora bien, política y propaganda fuera, me parece que hay una serie de grandes nudos problemáticos que merecen ser discutidos a profundidad a la luz de la experiencia de las encuestas preelectorales y los resultados de las elecciones de julio de 2012. Estos son:
1. La sobrerrepresentación de epn y la subrepresentación de amlo;
2. La no respuesta;
3. El financiamiento de las encuestas y la presentación de resultados;
4. El trabajo de campo y la colegiación de las tendencias;
5. Las encuestas y las líneas editoriales de los medios.
La sobrerrepresentación y la subrepresentación
La principal controversia, insuficientemente explicada hasta ahora, es por qué en muchas mediciones de casas encuestadoras serias y con vitrina metodológica comprobable, EPN fue estimado muy por encima de lo que finalmente obtuvo en las urnas (38.21%) y amlo fue subestimado (31.59%). Como es sabido, la distancia entre el primero y el segundo lugar fue menor de lo que un buen número de encuestas detectaron en sus últimos levantamientos. GEA-ISA, por ejemplo, ubicó a EPN en 47% e Indemerc Harris lo colocó ligeramente más arriba; Buendía y Mitofsky lo situaron en torno a 45%. bgc lo ubicaba un punto abajo (44%). Otras encuestadoras, como Covarrubias, Ipsos Bimsa y Reforma, situaron en 41% la intención de voto por el priista. La variación de un buen número de ejercicios realizados en el último tramo de la campaña fue muy alta. Como constataba Ulises Beltrán, estas variaciones fueron particularmente altas en el caso de EPN.4
Resalta el hecho de que la medición de Josefina Vázquez Mota (JVM) haya sido tan precisa y la de Gabriel Quadri de la Torre (gqdt) esté claramente en el promedio de todas las casas encuestadoras. El nudo principal es la distancia entre el primero y el segundo lugar. Alduncin aduce (y creo que da en el blanco) que los errores de estimación de intención de voto para EPN y AMLO están correlacionados, es decir que en la medida en que más se sobrestima a EPN, más subestimado aparece amlo. Casi todos los encuestadores sobrestimaron a EPN y muy pocos incurrieron en el mismo error con AMLO. Para Ipsos Bimsa (según explica Adrián Villegas), la detección del ascenso de AMLO, particularmente entre los jóvenes, es un elemento clave para explicar por qué sus números fueron más cercanos a lo que realmente ocurrió que los de otras encuestadoras.5
Las explicaciones que se han dado van en dos sentidos. Por un lado, argumenta Ulises Beltrán, la percepción de que un candidato es ganador lleva a un porcentaje de los electores a expresar preferencias por ese aspirante, aunque no sea la opción que realmente se quiere, con lo cual tiende a sobrerrepresentarse al puntero. Es probable que un sector poco informado de la vida política solo tuviera en mente (por la masiva campaña que desplegó) el nombre de EPN y lo mencionara como su preferencia aunque al final no votara por él.
Otra rama de explicaciones tiene que ver con la posibilidad de que un número importante de ciudadanos decidiera votar por amlo en la última semana, con lo cual este corrimiento a la izquierda pudo no haber sido detectado por la mayoría de las encuestas que se levantaron una semana antes de las elecciones. En prácticamente todos los ejercicios, la distancia entre el primero y el segundo lugar es mayor a lo que realmente ocurrió y requiere una explicación más precisa. Para intentar documentar esta hipótesis, he identificado en estas semanas dos líneas de argumentación.
La primera es que las encuestas cumplen en México lo que en otros países es la primera vuelta electoral. En otras palabras, la última entrega de las encuestas ayuda a muchos ciudadanos a ponderar su voto ya no en función de sus preferencias, sino atendiendo a lo que es relativamente “menos peor” para el país desde su particular perspectiva. En 2006, cuando las últimas encuestas preelectorales que se publicaron reflejaban un “too close to call” entre el pan y la izquierda, un sector afín al pri tomó la decisión de votar por uno de los dos punteros y abandonar en definitiva a Roberto Madrazo. En 2012 las cosas no sucedieron de la misma forma. No se detectó en ninguna medición, por ejemplo, la posibilidad de que tuviéramos una elección cerrada (ni siquiera en la de Reforma, que puso a amlo tan cerca de epn), pero lo que sí se detectó fue la probabilidad de un triunfo priista con mayoría absoluta en las dos cámaras y con posibilidad de controlar buena parte de la estructura territorial, es decir el “carro completo”. Es probable que un sector de los votantes decidiera su voto pensando en evitar un holgado triunfo del pri que, entre otras cosas, abriera la posibilidad de una restauración del autoritarismo. El corolario de este razonamiento nos podría explicar el ascenso de amlo en los días previos a la elección.
Una segunda posibilidad es que las campañas opositoras, centradas en recordar la historia de los gobiernos priistas, además del activismo estudiantil, surtieran efecto entre un sector de la juventud (que fue el más proclive a amlo) y eso alentara a muchos votantes potenciales de epn (identificados en las encuestas) a finalmente hacer sus cuentas y no votar por esa opción o hacerlo de forma dividida. En cualquier caso, no estamos ante un caso similar a lo que en España se llamó “el vuelco electoral”, ocurrido en 2004, cuando el psoe ganó las elecciones al pp, que aparecía como favorito en todas las mediciones. En la misma España (en las elecciones andaluzas de 2011) ocurrió algo más parecido a lo que pudo ocurrir en México en julio y fue que el pronóstico de un triunfo arrollador del pp estimado por las encuestas no se consumó porque el puntero o bien fue sobrerrepresentado desde el principio o perdió vigor en la recta final y no lo detectaron las encuestas.
Hay otros razonamientos esgrimidos por Jorge Buendía que deben ser analizados con mayor detalle, como el del complejo sistema de voto, pero debo decir que de todos los argumentos que se han presentado para explicar el desfase entre las encuestas preelectorales y los resultados, el más complicado de seguir es el expuesto por Roy Campos en el sentido de que las encuestas medían a 78 millones de personas (las que teníamos credencial de elector) y no a los que decidimos acudir a las urnas. No veo cómo se pueda establecer con claridad que los que no acuden a las urnas pero sí responden encuestas sean tan diferentes de los que sí acuden a votar.
La no respuesta
Todas las casas encuestadoras han reportado (desde hace ya varios años) el incremento de la no respuesta y el rechazo. Desde hace por lo menos un lustro, la amai ubicaba este asunto como un obstáculo creciente para levantar encuestas tanto a domicilio como vía telefónica, y no solamente en el campo electoral. En el caso de las encuestas en vivienda, la percepción de inseguridad ha hecho cada vez más complicado el trabajo de campo en muchas zonas urbanas. Fraccionamientos completos son ya de difícil acceso. A esto hay que agregar que los ritmos de la vida moderna impiden acercarse a los domicilios en horas “normales” para encontrar alguien susceptible de ser encuestado, con lo cual la probabilidad de contar con información incompleta o francamente sesgada se incrementa. Habrá que ver si el horario de aplicación de los cuestionarios no está en la raíz de algunas desviaciones. La multiplicación de extorsiones hechas por la vía telefónica ha llevado a muchos ciudadanos a ser refractarios a la hora de dar información. Además de la criminalidad, el abuso del mercadeo telefónico en horarios inadecuados y con prácticas francamente invasoras de la esfera privada ha llevado también a un incremento del rechazo a las llamadas de extraños. Resulta, pues, fundamental, discutir de qué manera puede reducirse el porcentaje de rechazo a contestar las encuestas que con distintos propósitos se plantean a los ciudadanos.
El financiamiento de las encuestas
Fuera del campo de la sociología electoral hay otros temas que me parecen relevantes. Uno de ellos es conocer con transparencia el financiamiento de las encuestas y todos los negocios paralelos y colaterales que se gestan en ese entorno. Es preciso decir que según la normatividad actual, las casas encuestadoras registradas ante el ife deben transparentar quién paga la realización de sus estudios. Lo anterior es positivo pero, en aras de incrementar la transparencia, las casas encuestadoras deberían publicar si, además de su trabajo demoscópico, ofrecen algún tipo de asesoría o servicios profesionales a candidatos y partidos, como bien ha apuntado Leo Zuckermann.6 Esta información suplementaria nos daría más claridad sobre lo que podríamos llamar “la estrategia discursiva” que adoptan los profesionales de la investigación de mercados para presentar los números que arroja su ejercicio. Es sabido que la intención del voto se estima entre dos valores y, por tanto, existe la posibilidad de que alguien presente sistemáticamente el valor más alto para el candidato que se prefiere sin por ello incurrir en una falta de probidad, y que, en sentido contrario, presente el menor valor para otro candidato sin faltar tampoco a la verdad. Además, con esta información es posible entender mejor el sesgo que algunos de sus filtros o modelos de reasignación puedan tener. No es, en suma, un elemento menor a la hora de analizar qué dicen las encuestas, y de paso contribuiría a restaurar la confianza en que las encuestas serias y metodológicamente sólidas no son un negocio rapaz que confunde a la opinión pública para presentar una especie de secuencia de hechos consumados y condicionar así determinados comportamientos electorales. Por interés de las propias casas encuestadoras, es crucial que las autoridades puedan verificar, por todos los medios, la forma en que se financiaron.
El trabajo de campo y la colegiación de las tendencias
Otro de los temas que, a mi juicio, habría que despejar en su totalidad es el grado de autonomía que tienen las diferentes casas encuestadoras para hacer su trabajo de campo. En determinadas circunstancias (como ocurrió con un desagradable incidente en Michoacán cuando se levantaban encuestas para la elección a gobernador), un sector de la opinión pública puede enterarse de que las casas encuestadoras llegan a compartir el mismo equipo de encuestadores. No es que esto implique en sí algo inapropiado, pero sí es preciso saber en qué condiciones se comparte al personal y se evitan duplicaciones, sesgos indebidos y, eventualmente, economías de escala por parte del personal de campo al plantear los dos cuestionarios en el mismo acto. Me parece que a todo mundo interesa establecer con precisión el grado de autonomía de cada una de las casas encuestadoras.
Una inquietud frecuente entre los que siguen a las diferentes casas encuestadoras es el grado de consultas previas que los directivos de cada una de ellas puede realizar con sus colegas. Como en todo ejercicio de estimación, existe el vértigo de quedarse fuera del promedio y, por lo tanto, se abre la posibilidad de comentar con los compañeros de gremio por dónde van sus números. No es inapropiado, ni mucho menos ilegal, que esto se haga, pero es probable que si se comparten fuerza de campo y una interacción muy frecuente, los resultados de las diferentes encuestas terminen por replicar los mismos sesgos.
Las encuestas y las líneas editoriales
Un último capítulo de esta historia es la interacción entre encuestas y medios. Si para las encuestadoras la credibilidad puede recobrarse mediante un debate técnico y una mayor transparencia en sus fuentes de financiamiento y en la forma en que construyen sus modelos, así como a través de la presentación de resultados, para los medios la historia es mucho más complicada porque, si bien algunos decidieron que las encuestas eran un hecho noticioso de gran relevancia (que sin duda lo es), algunos (pienso en Milenio de manera muy clara) aportaban una lectura de la realidad que no resultó apegada a los hechos, lo cual plantea un problema editorial serio.
Una de las líneas argumentales de la impugnación del Movimiento Progresista es la presentación en Milenio de la encuesta gea-isa que, como hemos visto, sobrerrepresentó la intención de voto por epn. El caso se presta a una imbricación de problemáticas que puede confundir. Me parece oportuno distinguir entre los argumentos técnicos que Ricardo de la Peña ha esgrimido para explicar la diferencia entre su seguimiento diario y lo que efectivamente ocurrió, y la forma en que Milenio, como medio de comunicación impreso y audiovisual, presentó sistemáticamente la información del monitoreo diario. Los datos de gea fueron un elemento vertebral de sus informativos y no un elemento complementario. Fue una decisión editorial que les dio un elevado nivel de audiencia y en muchos sentidos los convirtió en una referencia. Ahora bien, no es editorialmente sencillo explicar en un par de artículos por qué si se anticipaba una elección particularmente abierta, terminamos con una elección abierta a secas. Es como si el pronóstico del tiempo nos deparara un día tormentoso y en cambio tuviéramos un día pálidamente soleado. Más que explicar los modelos de previsión meteorológica, el asunto se centra en la fuerza que el propio medio le dio a su pronóstico y las consecuencias políticas que se derivan de esa decisión.
1 Edmundo Berumen, “Las nuevas guerras floridas” en Este País 256, agosto de 2012.
2 Enrique Alduncin, “Evaluación de las encuestas de la elección presidencial” en Este País 256, agosto de 2012.
3 Leonardo Valdés Zurita, “De encuestas y electores” en El Universal, 6 de agosto de 2012.
4 Ulises Beltrán, “La imprecisión en las encuestas” en Este País 256, agosto de 2012, p. 18.
5 Villegas, Adrián: “Las encuestas: dudas y aprendizajes” en Este País 256, agosto de 2012, p. 14.
6 Leo Zuckermann, “Quién es quién en las encuestas después de la elección de 2012” en Nexos, agosto 2012.
__________________________________________________
LEONARDO CURZIO es licenciado en Sociología, maestro en Sociología Política por la Universidad de Provenza y doctor en Historia por la Universidad de Valencia. Ha sido catedrático en la UNAM y la Universidad Iberoamericana y es profesor visitante de la Universidad de Valencia. Es autor de 5 libros y coautor de 28 más. Ha publicado más de 60 artículos en revistas especializadas. Conduce la primera emisión del programa radiofónico Enfoque. Actualmente es columnista de El Universal.