Las campañas electorales se basan en gran medida en las mentiras. La moneda electoral es la promesa incumplible, los resultados exagerados, y los alardes sin fundamento. Es un intercambio que tanto los votantes como los mismos políticos aceptan.
Estados Unidos no es distinto en este sentido, pero hay una mentira que trasciende todas las demás, y que se me hace un elemento electoral peculiarmente gabacho: que el presidente es un todopoderoso, y que cualquier suceso durante su administración —sea positiva o negativa, doméstica o internacional— se puede atribuir a su liderazgo, o la falta del mismo.
Han surgido varios ejemplos de esta idea errónea en semanas recientes en Estados Unidos. En el debate presidencial de la semana pasada, una de las preguntas más notables se trataba de los planes de cada candidato de bajar los precios de gasolina. Mitt Romney, el retador republicano a Barack Obama, ha culpado al presidente por todo tipo de complicación internacional, desde el éxito exportador de China hasta el ataque contra el embajador estadounidense en Libia de hace unos meses. Casi todos ven la mano de Obama como el factor clave en el desempeño económico actual. Para casi cualquier cosa que ha sucedido en el planeta en los últimos cuatro años, tanto el electorado como la clase política ve a Obama como la causa principal.
Sin embargo, aunque Obama es indiscutiblemente un personaje importante, todopoderoso no es. La demanda de los chinos y los hindúes —2.5 mil millones de personas en dos de las economías que más han crecido en años recientes— es lo que está impulsando los altos precios de gasolina, no las políticas de la Casa Blanca. No está dentro de la capacidad de un presidente de frenar el crecimiento de China, y la seguridad de los diplomáticos es un tema muy importante, pero no es una responsabilidad precisamente presidencial. Y Obama tiene un amplio record económico que le puede gustar o no a usted, pero la condición económica de su país no se debe solamente a Obama, sino también a Benjamin Bernanke (el jefe del Fed), al ciclo económico, y al entorno global. Hasta en asuntos de su propio país, el ejecutivo comparte el poder con el Congreso y el Poder Judicial.
En pocas palabras, muchas cosas suceden gracias a fuerzas más allá del poder de un presidente estadounidense. Desde luego, no es un personaje impotente, y inevitablemente deja una huella tremenda. Pero el marco más común para analizar el desempeño presidencial es incoherente: si algo mal ha pasado, el presidente lo hubiera prevenido, y si algo bueno ha pasado, es gracias al liderazgo en la Casa Blanca.
Más raro aún, todo el mundo efectivamente acepta las reglas del juego, por más inaptas que sean. Son pocos los analistas, votantes, o políticos que minimizan el papel del presidente y reconocen sus límites.
Y de hecho, este concepto del líder no es solamente raro, sino profundamente inadecuado para el futuro, y hasta peligrosamente ignorante.
Lo preocupante de todo eso es que hay cada vez más distancia entre las expectativas del sistema político estadounidense y la realidad. La Unión Americana sigue siendo el país más potente, pero la unipolaridad de los años 90 nunca va a regresar. El mundo que tiene que contemplar cualquier candidato presidencial es uno en que los deseos e intereses de los demás poderes se tiene que tomar en cuenta. Esto es el punto básico de un sinfín de libros recientes, como, para mencionar apenas dos, The Post-American World de Fareed Zakaria, y The End of Influence de Brad DeLong y Stephen Cohen.
Adaptar a este mundo multipolar es un reto fundamental —si no el reto fundamental— del próximo siglo. A mí gustaría escuchar un debate entre los líderes del país sobre cómo lidiar con esta transición inevitable. Lamentablemente, el discurso electoral actual no tiene espacio para tal debate. Entre más pronto cambie, mejor.