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Mis ideas. Montesquieu
Este País | David Pantoja | 01.10.2012 | 0 Comentarios

Charles-Louis de Secondat, Barón de La Brède y de Montesquieu (1689-1755) fue presidente vitalicio del Parlamento de Burdeos y miembro de la Academia Francesa. Vulgarizador de la constitución inglesa, teórico de la separación de poderes, adepto del perfecto liberalismo y cercano a Locke, en 1721 se convirtió en un autor exitoso con la publicación de Cartas persas —divertimento que le da renombre bajo la Regencia. En 1734 publica Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos y de su decadencia, y en noviembre de 1748 aparece en Ginebra su obra fundamental en dos volúmenes, El espíritu de las leyes, sobre la cual predijo que sería más alabada que leída, y no se equivocó. Las notas que siguen fueron extraídas de manuscritos mucho tiempo inéditos, conservados por los descendientes de Montesquieu y publicados por Bernard Grasset en 1941, en tres volúmenes de Cahiers, si bien habían sido objeto de otras publicaciones parciales. Estos tres volúmenes fueron titulados Mes pensées por el autor mismo. No se trata de un libro concebido como tal por Montesquieu, sino de notas de amplitud variable, simples fórmulas o reflexiones transcritas sin otro propósito que el de conservar en papel las fulguraciones del espíritu. Veremos en ellas al autor de Lettres persanes inscrito en la línea de los grandes moralistas, por su agudo sentido de la observación de los hombres y sus costumbres y por su don de formulación irónica, a veces hiriente. Esta selección proviene de Quand on court après l’esprit, on attrape la sottise (Obsidiane, París, 2012), basada en la edición de Grasset. DPM

©iStockphoto.com/rikidoh

[Del primer volumen]

¡Qué siglo el nuestro, en que hay tantos jueces (críticos) y tan pocos lectores!
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Si supiera que una cosa útil para mi Nación fuese ruinosa para otra, no la propondría a mi príncipe, porque soy hombre antes de ser francés, (o bien) porque soy necesariamente hombre y no soy francés sino por un azar.
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Notad bien que la mayor parte de las cosas que nos producen placer no son razonables.
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Hay tantos vicios que vienen de lo que se estima poco como de lo que se estima mucho.
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Si supiera alguna cosa que me fuese útil y que fuese perniciosa para mi familia, la arrojaría de mi pensamiento. Si supiera alguna cosa útil a mi familia y no lo fuese para mi patria, trataría de olvidarla. Si supiera alguna cosa útil a mi patria y que fuera perniciosa para Europa, o bien que fuera útil a Europa y perniciosa para el género humano, la consideraría como un crimen.
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Alabamos a las personas en proporción a la estima que tienen por nosotros.
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La razón por cual los necios tienen ordinariamente éxito en lo que emprenden es porque no sabiendo y no viendo jamás cuando son inoportunos, no se detienen nunca. Ahora bien, no hay hombre suficientemente necio que no sepa decir: “Dadme eso”.
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Es sorprendente que, en la Iglesia católica, donde se ha prohibido el matrimonio a los sacerdotes, a fin de que no se mezclen en asuntos seculares, se mezclen más que en Inglaterra y otros países protestantes, donde se les ha permitido el matrimonio.

Cada siglo tiene su genio particular: un espíritu de desorden y de independencia se formó en Europa con el Gobierno gótico; el espíritu monacal infectó los tiempos de los sucesores de Carlomagno; en seguida reinó el de la caballería; el de conquista apareció con los ejércitos regulares y es el espíritu del comercio el que domina hoy en día.
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Se dice que los turcos están equivocados, que hay que orientar a las mujeres, no tiranizarlas. Yo digo que es menester que manden o que obedezcan.
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Tengo miedo de los jesuitas. Si ofendo a alguien importante, me olvidará, yo lo olvidaré, pasaré de una provincia a otro reino. Pero si ofendo a los jesuitas en Roma, los encontraré en París; me envenenarán en todos lados. La costumbre que tienen de escribirse sin cesar extiende sus enemistades. Un enemigo de los jesuitas es como un enemigo de la Inquisición: encontrará familiares en cualquier parte.
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Se dice que algunos misioneros, para hacer combatir a los salvajes, les decían que Jesucristo era francés y que los ingleses lo habían crucificado.
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¿Quién hubiera dicho que los jesuitas, tan denigrados con acusaciones contra nuestros reyes, tantas veces acusados y aun condenados, llegarían a gobernar Francia con un imperio hasta ahora ejemplar?
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La amistad es un contrato por el que nos comprometemos a prestar pequeños servicios a alguien, a fin de que nos devuelva los grandes.
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Yo decía: “La merienda mata a la mitad de París, la cena a la otra”.
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Digo: “Los libros antiguos son para los autores; los nuevos para los lectores”.
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Puede ser que haya buenos poetas franceses, pero la poesía francesa es mala.
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Ya no consideramos como un buen ministro a un sabio repartidor de recursos públicos, sino al que tiene oficio y al que acude a los expedientes.

Cuando en un reino se obtienen más ventajas en hacer la corte que en cumplir con las obligaciones, todo está perdido.
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En un reino bien regulado, los súbditos son como los peces dentro de una gran red: se creen libres, pero, no obstante, están agarrados.
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Cuando en una república hay facciones, el partido más débil no está más aplastado que el más fuerte: es la república la que está aplastada.
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Yo decía: “El Gobierno despótico estorba el talento de los súbditos y de los grandes hombres, como el poder de los hombres estorba el talento de las mujeres”.
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Disputamos sobre el Dogma y no practicamos la Moral. Es que es difícil practicar la Moral y muy fácil disputar sobre el Dogma.
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El desbordado entusiasmo con el que los mahometanos ven a las cortesanas y a las bailarinas hace ver bien que la seriedad del matrimonio les aburre.
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Alguien ha dicho que la Medicina cambia con la cocina.
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Ser honesto aun por encima de nuestra Patria. Todo ciudadano está obligado a morir por su Patria; nadie está obligado a mentir por ella.
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Los ingleses están muy ocupados y no tienen el tiempo para ser corteses.
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Tengo la enfermedad de escribir libros y de avergonzarme cuando ya los he terminado.

[Del segundo volumen]

He tenido siempre una timidez que hace parecer siempre que tengo dificultad en dar mis repuestas. No obstante, no me he sentido jamás tan torpe con la gente de talento como con los tontos. Me sentía torpe porque me creía torpe y me sentía avergonzado de que pudieran sacar ventaja de mí.
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No me consolaría el no haber hecho dinero si hubiera nacido en Inglaterra. No estoy para nada contrariado por no haberlo hecho en Francia.
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Yo decía: “Los grandes señores tienen placeres; el pueblo alegría”.
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Estoy persuadido de que los ángeles no deprecian tanto a los hombres como los hombres se desprecian unos a los otros.
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Los ingleses son calculadores; es que hay entre ellos dos puntas que envuelven el centro: los negociantes y los filósofos. Las mujeres no son nada ahí; aquí son todo.
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La devoción encuentra razones para llevar a cabo una mala acción que un simple hombre honesto no podría encontrar.
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Todos trabajamos con la inteligencia y pocos con el corazón y es que percibimos mejor los nuevos conocimientos que las nuevas perfecciones que adquirimos.
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Yo decía: “Cuando corremos tras lo ingenioso, atrapamos la tontería”.
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Yo decía de un hombre: “Hace el bien, pero no lo hace bien”.
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Para hacer grandes cosas no hace falta ser un gran genio: no hace falta estar por encima de los hombres, hace falta estar con ellos.
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La mayor parte de los hombres son más capaces de hacer grandes acciones que las buenas.
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Una bella acción es una acción que tiene la bondad y que requiere de la fuerza para llevarla a cabo.
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Todos los tímidos amenazan con facilidad y es que sienten que las amenazas harían sobre ellos mismos una gran impresión.
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Hay que romper abruptamente con las mujeres: nada es tan insoportable como una vieja relación gastada.
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La nobleza se emociona con las batallas y las victorias obtenidas, como los campesinos se emocionan con tener bellas campanas (Montagut).
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No son los filósofos quienes perturban los espíritus, sino los que no lo son suficientemente para conocer su felicidad y para gozarla.
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De entre todos los placeres, los jansenistas no nos transmiten el de rascarnos.
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Si en una obra la ironía continúa, ya no sorprende.
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Lo que hace la fuerza de la autoridad
de los príncipes es que a menudo no se puede impedir el mal que hacen, sino por un gran mal aún mayor, que es el peligro de la destrucción.
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No podríamos creer hasta donde ha ido en este último siglo la decadencia de la admiración.
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Lo bueno de vivir en Francia es que la comida es mejor que en los países fríos y se tiene mejor apetito que en los calientes.
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Un caballero inglés es un hombre vestido en la mañana como su ayudante de cámara; un caballero francés es un hombre que tiene un ayudante de cámara vestido como él.
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Cuando se quiere gobernar a los hombres no hay que empujarlos por delante; hay que hacerlos que nos sigan.
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Es muy sorprendente que la riqueza de las gentes de Iglesia haya comenzado por el principio de la pobreza.
Un príncipe no debe dar detalles jamás. Debe pensar, dejar actuar y hacer actuar: es el alma y no el brazo. Es un oficio que no puede jamás hacerlo bien y que si lo hiciera bien, haría mal el resto.

En Francia nada se salva del desprecio: honores, dignidad, nacimiento. Apenas a los príncipes se les dispensa del mérito personal.
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No hay país donde se tenga más ambición que en Francia; no la hay ahí donde la debe haber menos. Las dignidades más grandes no otorgan ahí ninguna consideración.
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En París se aturde uno con la gente; no se conocen las maneras y no se tiene el tiempo de conocer los vicios y las virtudes.
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Yo decía: “Amo París: ahí no se reflexiona y se deshace uno de su alma”.
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Los ingleses se matan por el menor sueño, porque están acostumbrados a la felicidad. Las gentes desgraciadas conservan su vida, porque están acostumbradas a la infelicidad.
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Yo decía de Voltaire: “Es un problema saber quién le ha hecho más justicia: los que le han rendido 100 mil elogios o los que le han dado 100 bastonazos”.
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Una prueba que la irreligión ha ganado es que las buenas palabras ya no se extraen de las Escrituras, ni del vocabulario de la religión: una impiedad ya carece de sabor.
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El célebre argumento de Pascal es bueno para infundirnos miedo, no para darnos la fe.
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Yo decía: “Los franceses son presuntuosos y los españoles también. Los españoles los son porque se creen grandes hombres; los franceses lo son porque se creen amables. Los franceses saben que no saben lo que no saben; los españoles saben que saben lo que no saben. Lo que los franceses no saben lo desprecian; lo que los españoles no saben, creen saberlo”.

Al ver la lista de las mercancías que los comerciantes europeos llevaban todos los años a Smyrna, me divertía que estas buenas personas ocuparan 400 rollos de papel para envolver el azúcar y no ocuparan sino 30 rollos de papel para escribir.

©iStockphoto.com/starry_eyed_girl

[Del tercer volumen]

Si un príncipe es lo suficientemente tonto alguna vez para hacerme su favorito, lo arruinaré.
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Lo que hace que ame La Brède es que en La Brède me parece que mi dinero está a mis pies. En París, me parece que está sobre mi espalda. En París digo: “No hay que gastar sino esto”.
En el campo digo: “Hay que gastar todo esto”.
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No pido a mi Patria ni pensiones, ni honores, ni distinciones; me encuentro ampliamente recompensado con el aire que ahí respiro, solo desearía que no se le corrompiera.
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¿De dónde viene que la aprobación haga felices a tantas gentes y que la gloria lo haga a tan pocas? Es que vivimos cerca de los que nos aprueban y no se admira, ni se puede admirar mucho sino de lejos.
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La avaricia es tan tonta que no sabe ni contar.
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La gravedad es el escudo de los tontos.
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Diré del dinero lo que se decía de Calígula, que no ha habido jamás tan buen esclavo ni un amo tan perverso.
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Hay tan poca diferencia de hombre a hombre que no tiene mucho sentido la vanidad.

No hay que poner vinagre en los escritos; hay que ponerles sal.
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No son médicos lo que nos falta, es la Medicina.
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Yo decía: “Nada me conmueve más en París que la agradable indigencia de los grandes señores y la molesta opulencia de los hombres de negocios”.
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En Viena, los ministros me parecían muy afables y les decía: “Vosotros sois ministros en la mañana y hombres en la tarde”.
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Un hombre que no era tan sublime como el Sr. De La Rochefoucauld hacía esta reflexión: “No se porque el Sr.… me hace tantos elogios, cuando lo que quiere es poner su sombrero en la cama de mi mujer, si me molesta tan poco que quiera acostarse con ella”.
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Me gusta leer un libro después de la crítica del público; es decir que prefiero juzgar por mí mismo al público que al libro.
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Cuando consideramos a la mayor parte de los hombres de nuestra Nación, nos admiramos de ver tanto ingenio y tan pocas luces, límites tan estrechos para pasarlos con tanta fuerza.
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El espíritu de la conversación es un espíritu particular que consiste en razonamientos y desrazonamientos cortos.

He aquí una bella idea de Enrique iv, que creo que la reprodujo milord Bolinbroke. El rey preguntó al embajador de España si su señor tenía una amante. “Señor —dijo gravemente el embajador—, mi señor teme a Dios y respeta a la reina.” “¡Y qué! —dijo Enrique iv—, ¿no tiene suficientes virtudes para hacerse perdonar un vicio?”
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Saber en qué caso un abuso puede devenir en ley y la corrección devenir en un abuso.
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La devoción tiene sus favoritos. Estando en un sermón la duquesa de Brissac, dijo a la persona que estaba cerca de ella: “Si le rezamos a la Magdalena, despiérteme. Si le rezamos a la necesidad de salvarnos, déjeme dormir”.
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Todos los maridos son feos. EstePaís

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DAVID PANTOJA MORÁN es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

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