Cuaderno de apuntes,
mixta sobre papel,
14 x 92 (abierto), 2012-2013.
Para jugar rayuela se dibuja en el suelo una cuadrícula simple con diversas categorías o números. La partida comienza cuando el jugador tira una piedra en la primera división trazada en el suelo. Luego debe saltar hacia la segunda división, recoger la piedra —siempre en un pie— y volver hacia la partida. Si lo consigue, intentará con la siguiente categoría o número. Y así sucesivamente hasta llegar al fin. Puede jugarse de manera no lineal. Empezar por el final o dejar el principio a la mitad.
Para leer Rayuela, el lector es invitado a elegir una de las dos posibilidades siguientes: el primer libro se deja leer en la forma corriente y termina en el capítulo cincuenta y seis, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra fin. Por consiguiente, el lector prescindirá sin remordimientos de lo que sigue. El segundo libro se deja leer empezando por el capítulo setenta y tres y siguiendo el orden que se indica al pie de cada capítulo. Pero hay una tercera forma de leer Rayuela: acercarse solamente a los capítulos llamados por el autor “imprescindibles”, pues existen algunos necesarios y otros que no lo son.
Finalmente existe una cuarta manera sugerida por Julio Cortázar: leer la novela como a uno le dé la gana, ordenando y desordenando los capítulos a su gusto. Como jugando rayuela.
Para escribir esta obra primero Buenos Aires, después París. Muchos cuentos, traducciones, varias cartas. En una de ellas, fechada en diciembre de 1958 y dirigida a Jean Bernabé, Julio Cortázar anticipa, casi un lustro, su existencia:
Terminé una larga novela que se llama Los premios y que espero leerán ustedes algún día. Quiero escribir otra, más ambiciosa, que será, me temo, bastante ilegible, quiero decir que no será lo que suele entenderse por novela, sino una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos. Pero todavía no veo con precisión el punto de ataque, el momento de arranque; siempre es lo más difícil, por lo menos para mí.
Para hablar sobre Rayuela todavía no nos alcanzan los cincuenta años que, según el almanaque, cumple este año y en este preciso mes. Tampoco hemos tenido tiempo para callarnos la boca. (Se encuentra usted, lector, ante un ejemplo.) El devenir de esta novela, que ha durado medio siglo solo desde su publicación, transcurre entre la sorpresa del rompimiento, el hallazgo feliz, el fanatismo a ultranza, la crítica —aún más dura que los datos—, los rigores académicos y los lugares comunes: unos amargos y otros gloriosos. Empieza fuera y antes de nosotros, pero siempre acaba siendo personal. El encuentro con Rayuela también se divide en dos. Los que aceptan el juego, aman a Cortázar y recogen desde siempre sus palabras, sus frases y sus libros, y los que lo recortan y lo tiran, por si acaso así pueden odiarlo. (Es mucho más fácil que confesar no entender la rayuela, y suponen que leerlo es como tirar una piedra y jugar a dar saltitos, sin tener ni espíritu ni cuerpo para ello.)
Prolegómeno y apogeo de notables hitos de la historia de la literatura, los cincuenta años de Rayuela exigen de muchos calendarios. Para empezar el íntimo y privado. (Que lance la primera piedra el que se haya topado con el capítulo siete —”Toco tu boca, con un dedo toco el borde tu boca”— sin haberse derretido de insólito erotismo, inyectado de envidia buena o mala, haberse caído de bruces ante todo amor presente, perdido o anhelado.) Para seguir, el calendario universal de la palabra escrita. El que entre sus días y noches es más cercano pues atiende al orden de las obras cumbre de la lengua española. Las que pueden conjuntar varias facetas: las del lado de acá con las del lado de allá. Para armar tal historia siempre podemos releer los apuntes, repasar títulos y autores de España y Latinoamérica, comparar a Borges con Cortázar, asomarnos al arte y la cultura de los años sesenta y sus derivaciones, aceptar cómo ha cambiado el mundo. Aunque entendamos poco y no nos interese, nos será de provecho. Porque todos los textos se leen de manera distinta en diferentes épocas y los buenos libros no tienen fecha de caducidad. Se rearman y renuevan —como empezando siempre— cada vez que alguien los lee.
Cuando nació Rayuela —celebre su cumpleaños que hoy es tiempo— fue, como bien dijo Cortázar, “una bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana”. Y lo dijo sin presunción y jamás respondiendo a un soterrada necesidad de protagonismo. Mucho de Cortázar revela otra de sus cartas escrita en junio de 1959, cuando ya estaba inmerso en la escritura de Rayuela y dibujando sus casillas:
Usted que ya ha aludido más de una vez a mi lado “secreto” y que quisiera descifrarme un poco mejor a través de la lectura de mi novela [Los premios], me conoce sin embargo mucho mejor que tanta gente que cree estar al corriente de mi vida y mis sentimientos y mis gustos y disgustos. Pero en el fondo, Jean, lo que ocurre es que en mí no hay mucho de interesante, no hay mucho que mostrar ni que contar. No crea que me hago el interesante o que peco de modesto. Lo que escribo es sobre todo la invención, y la invención porque no tengo nada para recordar que valga la pena. Entonces, aprovechando un cierto don que me ha dado la naturaleza invento, fabrico, extraigo ex nihil. Ya ve que no es un currículum vitae interesante. Usted cree que yo puedo llegar quizá a ser un novelista, pero me falta un peu de soufflé pour aller jusqu’au bout [un poco de aliento para llegar hasta el final]. Pero aquí intervienen otras razones. Y estas estrictamente intelectuales y estéticas. La verdad, triste o hermosa, es que cada vez me gustan menos las novelas. El arte novelesco tal y como se practica en estos tiempos. Lo que estoy escribiendo ahora, será (si lo termino alguna vez) algo así como una “antinovela”, la tentativa de romper los moldes en que se petrifica el género. Yo creo que la novela psicológica ha llegado a su término y que, si hemos de seguir escribiendo cosas que valgan la pena, hay que arrancar en otra dirección. Los instrumentos usuales del lenguaje ya no sirven. Piense en el lenguaje que tuvo que usar Rimbaud para abrirse paso en su aventura espiritual. Piense en ciertos versos de Les Chimères de Nerval. Piense en algunos capítulos de Ulises. ¿Cómo escribir una novela cuando primero habría que des-escribirse, des-aprenderse, empezar de nuevo, desde cero, en una condición pre-adamita por decirlo así? Mi problema, hoy en día, es un problema de escritura, porque las herramientas con las que he escrito mis cuentos ya no me sirven para esto que quisiera hacer antes de morirme.
El tiempo de la creación y la manufactura de Rayuela no fue fácil. Más allá de la fama bien merecida de Cortázar de ser un perfeccionista de la edición, subrayador de erratas propias y ajenas, corrector por escrito y de palabra de conceptos y frases que hallaba en sus lecturas, tenía una idea precisa de sus imprecisiones. Famosa aquella anotación que escribe con bolígrafo —está en el libro Cortázar y los libros de Jesús Marchamalo— sobre una nota que la Unión de Escritores y Artistas Cubanos publicó para mostrar su disconformidad contra el fallo de un jurado que había otorgado el premio a dos obras “contrarrevolucionarias” y que denuncia “la resistencia del hombre a convertirse en combustible social y pide al individuo que se desmembre y funcione socialmente”. Cortázar, a pie de página, solamente replica: “¿Y cómo va a funcionar desmembrado, ché?”. (Sirva el ejemplo para corregir la idea, si es que acaso existiera, de que Rayuela no es más que una novela desmembrada.)
Escribiendo sin descanso y, cuando descansaba, Cortázar acogía o evadía, según su estado de fama o de cronopio, los comentarios o exigencias de amigos, colegas y posibles editores. (“¿La Rayuela? —le dice a Francisco Porrúa en agosto de 1961—, pero si estoy apenas en la casilla tres y a cada rato tiro la piedrita para afuera. Terminé la obra gruesa del libro y lo estoy poniendo en orden, es decir que lo estoy desordenando de acuerdo a unas leyes especiales cuya eficacia se verá una vez que me anime a releer de un tirón las seiscientas páginas”.)
Cortázar releyó y corrigió mil veces. Redireccionó sus paseos por París como si de verdad quisiera encontrar a la Maga, fue a las librerías de Saint-Germain-des-Prés a buscar álbumes de Brassaï y otros fotógrafos para encontrar la imagen de la rayuela que necesitaba poner en su portada, comenzó a trabajar —casi simbólicamente— en su texto para Final del juego y agradeció, considerándolas proverbiales, las palabras que le escribió Francisco Porrúa sobre su más importante personaje después de leer una de las versiones de Rayuela: “lo que me enmudece es ese mundo que hace Oliveira con una libertad absoluta tendiendo piolines y poniendo tablones y que es al fin la realidad del mundo”. Fue entonces cuando escribió a su amigo Paul Blackburn una feliz noticia: “Casi he terminado la larga novela de la que te he hablado varias veces. Como es una especie de libro infinito (en el sentido en que uno puede seguir y seguir añadiendo partes nuevas hasta morir) pienso que es necesario separarme brutalmente de él. Lo leeré una vez más y enviaré el condenado artefacto a mi editor”. Así lo hizo. Y a finales de 1962 puso el punto final. El libro se publicó, tras muchas correcciones de galeras y pruebas de portada, en junio de 1963.
Cáliz,
óleo sobre lino,
100 x 150, 2012.
Comentarios y reacciones llovieron por todos lados. Una vez publicada, Rayuela fue, para muchos, efectivamente, como una bomba atómica. Para otros una sacudida por las solapas, un grito de alerta, una llamada hacia un desorden necesario. Cortázar respondió a una misiva de Manuel Antín:
Lo que me dices en tu carta sobre Rayuela me ha dejado tan conmovido que no intentaré siquiera darte una idea. Lo que pasa es sencillamente esto (pero esto es todo, es lo único que cuenta para mí): tu reacción ante el libro es mi propia vivencia de todo eso. Esas palabras que empleas “un enorme embudo”, “el agujero negro de un enorme embudo” eso es exactamente Rayuela, es lo que yo he vivido todos estos años y he querido tratar de decir. Con el terrible problema de que apenas esas cosas se dicen, salta el malentendido, todo el horror del lenguaje, “las perras negras”, las palabras. Lo que realmente cuenta para mí es que hayas estado tan trastornado, tan enajenado, tan al borde del límite como lo está el pobre Oliveira, como yo cuando me batía a puñetazos con Oliveira en cada capítulo del libro. Ahora me puedo morir, le dije anoche a Aurora, porque hay un hombre que ha sentido lo que necesitaba que un lector sintiera.
Hubo también comentarios elogiosos de literatos que se pasaron a la fila de sus amigos: Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Pablo Neruda. Carlos Fuentes escribió que Rayuela era a la prosa en español lo que Ulises a la prosa en inglés. Onetti le escribió en la dedicatoria de su libro Dejemos hablar al viento las siguientes palabras: “Para Julio Cortázar, que abrió un boquete respiratorio en la literatura, tan anciana, tan pobre”. José Lezama Lima le mandó una nota llena de felicidad en la solapa de otro libro significativo para nuestra literatura, que a la letra decía:
Para mi querido amigo Julio Cortázar, el mismo día que recibí su magnífica Rayuela le envío mi Paradiso. Entre usted y yo hay un cariño muy grande, sin habernos casi tratado, a veces se lo atribuyo al común ancestro vasco, pero otras me parece como si los dos hubiéramos estudiado en el mismo colegio, o vivido en el mismo barrio, o que cuando uno de nosotros dos duerme, el otro vela y lee en la buena estrella. Pronto le escribo sobre su novela.
Sin embargo, fanáticos y escritores aparte, lo más importante es lo que Julio en sus propias palabras, sus propias “perras negras”, dijo de su libro al verlo leído y publicado:
En Rayuela he roto tal cantidad de diques, de puertas, me he hecho pedazos a mí mismo de tantas y de tan variadas maneras, que en lo que a mi persona se refiere ya no me importaría morirme ahora mismo. Sé que dentro de algunos meses pensaré que todavía me quedan otros libros por escribir, pero hoy, que todavía estoy bajo la atmósfera de Rayuela, tengo la impresión de haber ido hasta el límite de mí mismo y de que sería incapaz de ir más allá. He querido escribir un libro que se pueda leer de dos maneras: como le gusta al lector-hembra —ese que compra libros para adornar libreros— y como me gusta a mí: lápiz en mano, peleándome con el autor, mandándolo al diablo o abrazándolo.
Sirva este texto para el festejo o para la reflexión. Para comprar el nuevo libro del cincuenta aniversario de Rayuela —que será objeto preciado, recordatorio y homenaje pero también la oportunidad de jugar otra vez, de leerlo o releerlo. Porque, al final, solo una de las frases favoritas de Cortázar aplica a toda crítica o elogio. Una de André Gide que dice simplemente: “Todo ha sido dicho ya pero, como nadie escucha, siempre hay que volver a empezar”. ~
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CECILIA KÜHNE (Ciudad de México, 1965) es escritora, locutora, editora y periodista. Cursó la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM y estudios de maestría en Historia de México. Editó la sección cultural de El Economista por más de seis años y aún sigue colaborando. Fue directora del Museo del Recinto a Don Benito Juárez y becaria del Fonca. Es coautora del libro De vuelta a Verne en 13 viajes ilustrados (Editorial Universitaria de la Universidad de Guadalajara, México, 2008). Se desempeña como jefa de contenidos en el IMER desde hace siete años.