En los años 70 y 80 Latinoamérica padecía de gigantescos gobiernos omnipresentes que demostraron su incapacidad para resolver los grandes problemas nacionales y quebraron las finanzas públicas. Es cierto que habían entablado una lucha frenética por paliar la pobreza mediante enormes estructuras clientelistas; pero fueron justamente tales intentos sin apuntalamiento en una economía real los que derivaron en las crisis del endeudamiento. Fue entonces que se tomaron decisiones para reestructurar la economía.
Sin embargo, no debe perderse de vista que en este escenario de quiebre de la competitividad, a muchos gobiernos se les pasó la mano al dejar en manos del mercado cuestiones fundamentales para el desarrollo social que, como era de esperar, resultaron desatendidas: las reformas estructurales se llevaron a cabo de manera defectuosa, sin cuidar las cadenas productivas y sin los programas sociales que hubieran evitado los efectos desastrosos que las liberalizaciones tuvieron en gran parte de la población.
Para algunos críticos de las reformas, sus efectos perversos tenían que ver con fallas de origen. Así por ejemplo la escuela de la dependencia económica, de ideas neo-marxistas, establecía que los países subdesarrollados continuaban en la pobreza debido a la explotación de los países ricos: las reformas estructurales habrían sido ideadas, desde siempre, para empobrecer a muchos y enriquecer a algunos.
Sin caer en este extremo, pero altamente crítica de las reformas, aparece la Escuela del Desarrollo con rostro humano, la cual implica considerar al puro crecimiento económico como necesario pero insuficiente. La teoría del desarrollo humano abandona la falsa elección entre bienestar presente y bienestar futuro (y sobre todo la peligrosa idea tan aludida en los 90 de que para arribar al desarrollo era necesario pagar el precio de “generaciones perdidas”) y se centra en el ahora: el bienestar futuro esta estrechamente ligado al bienestar presente. Esta escuela contrapuso al simple crecimiento del Producto Interno Bruto, el Índice de Desarrollo Humano centrado en la educación y en la salud.
Esta escuela estaría en contra tanto de los nuevos enfoques neoliberales que siguen apostando a la estabilización y al ajuste estructural, enfatizando la cuestión del crecimiento del PIB, como de las ideas neo institucionalistas que ven en reformas de segunda generación la solución a los problemas de corrupción y baja calidad de las instituciones. La nota distintiva del enfoque de bienestar presente es haber subrayado que la equidad es un medio para alcanzar el desarrollo.
En oposición al argumento clásico de que, por lo menos en las primeras fases del proceso de desarrollo, el ingreso tiende a concentrarse en quienes tienen capacidad de ahorrar e invertir, se afirma que una distribución del ingreso más igualitaria promueve el crecimiento económico: cuanto más desigual sea un país, menos efectivo será el crecimiento para reducir la pobreza1.
Para Javier Moro y Juan Besse “una sociedad inequitativa desde el punto de vista económico y político tiende a generar instituciones económicas y sociales que defienden los privilegios de aquellos con mayor influencia y oponen restricciones al progreso de los grupos sociales ubicados en la escala inferior de la estructura distributiva”.
A partir de estas ideas es justo que nos preguntemos ¿las reformas estructurales que actualmente se discuten contribuirían a perpetuar las desigualdades o más bien gravarían a los que más tienen y mejorarían la condición de los más necesitados? ¿Se enfocan en la equidad o más bien tienden al crecimiento económico sin rostro humano?, ¿Son reformas creadas para mantener los privilegios de un sector de la población?
De acuerdo a la teoría de la Justicia de Rawls, cualquier cambio estructural tiene que beneficiar a los más necesitados como condición para que la reforma sea justa. Sostiene que ningún aumento del bienestar del rico puede compensar una reducción del bienestar de pobre puesto que el bienestar de la sociedad sólo depende del bienestar de la persona que se encuentre en peor situación. La sociedad está mejor si se mejora el bienestar de esa persona, pero no gana nada si se mejora el de otras.
Este pensador sostiene que para encontrar un conjunto de principios (valores) que nos digan cómo debe organizarse una sociedad, debemos olvidarnos de los intereses egoístas de cada quien, puesto que el individuo debe formarse una idea de lo que es “justo” antes de saber qué posición ocupará en la sociedad. En palabras de Stiglitz comentando a Rawls: “dado que muchos cambios de política mejoran el bienestar de un grupo a costa de otro, es necesario preguntarse qué grado de reducción del bienestar de un grupo estamos dispuestos a aceptar a cambio de un aumento del bienestar de otro”.
No hay que perder de vista que la inequidad se transmite de generación en generación y que, a decir de Javier Moro y Juan Besse, es estructural porque se perpetúa a través de las instituciones políticas, económicas y sociales. Por tanto, la reproducción intergeneracional de la disparidad necesita ser compensada por la producción y reproducción de una institucionalidad equitativa que garantice la continuidad de los eslabones fundamentales de la cadena: la educación y el empleo2.
Por lo mismo se hacen necesarias intervenciones que apunten a cortar estos eslabones de reproducción de la desigualdad, acciones intersectoriales que incluyan políticas focalizadas de apoyo a la continuidad educativa y al aprendizaje efectivo en sectores de menores ingresos, población rural, y población de minorías étnicas. Y con relación al empleo, empleos genuinos y productivos.
Por eso es tan importante que las reformas que se discuten no dañen la economía de quienes menos tienen y pasen la prueba del desarrollo con rostro humano.