“Llegué en la primera juventud, una mañana, mucha gente caminaba rápida por las calles hacia el mercado, las mujeres tenían hermosos dientes y miraban derecho a los ojos, tres soldados sobre una tarima tocaban el clarín, todo alrededor giraban ruedas y ondulaban papeles coloreados. Hasta entonces yo sólo había conocido el desierto y las rutas de las caravanas. Aquella mañana en Dorotea sentí que no había bien que no pudiera esperar de la vida. En los años siguientes mis ojos volvieron a contemplar las extensiones del desierto y las rutas de las caravanas, pero ahora sé que este es solo uno de los tantos caminos que se me abrían aquella mañana en Dorotea”.[i]
Con frecuencia escuchamos y hablamos sobre la división entre lo público y lo privado. Los espacios sociales se observan y analizan bajo esta óptica que establece fronteras, al parecer claras y fáciles de definir. ¿Pero sucede así en las ciudades que habitamos? ¿Qué hay en las tonalidades de grises que nos cuesta tanto reconocer en determinadas sociedades?
¿Quién es Brasilia?
La ciudad fue planeada y construida entre 1956 y1960, durante el mandato de Juscelino Kubitschek. El objetivo: trasladar la capital del país y sus instituciones a una ciudad totalmente nueva en el centro del territorio nacional. Un intento por representar y difundir el mensaje de orden, progreso y bienestar. Utopía moderna con un proyecto moderno: el Plan Piloto, basado en los ideales de la arquitectura moderna, y a cargo de personajes reconocidos como el urbanista Lucio Costa, el arquitecto Oscar Niemeyer y el paisajista Roberto Burle Marx. Es Patrimonio Cultural de la Humanidad y es difícil no admitir que es bella, “Estranhamente bela”[ii] como dice la gente que la habita.
“La ciudad es como un avión. En el cuerpo están todos nuestros monstruos. Las alas están divididas en cuadras y supercuadras en donde hay edificios residenciales y comerciales. Toda es igual, pero funciona.” Esto me explicaron varias veces las primeras semanas de mi estancia. “Brasilia es una ciudad para recorrer en auto. Los peatones y los ciclistas no tienen lugar. Ahora han puesto las primeras ciclovías, pero la gente está muy acostumbrada a andar en auto. No nos gusta caminar. Aunque los ómnibus no funcionen bien y sean muy caros.”
La ciudad, construida frente al lago Paranoá y habitada por un poco más de dos millones y medio de personas, está conectada por vías perfectamente diseñadas para no dejar fuera de la vista y del recorrido ningún espacio. Está pensada para ser contemplada desde lejos, desde sus torres, desde los autos. Sus espacios, la mayoría “públicos”, parecen estar hechos para los tránsitos, no para que te quedes en ellos. Para eso están los residenciales. Las grandes explanadas diseñadas para la recreación de los habitantes, no retienen a la gente. “As pessoas só passam”[iii].
En medio de este panorama que parecía algo desalentador para una pedestre eterna como yo, fui sumergiéndome en las calles de la ciudad. Lo primero que llamó mi atención, sin duda alguna fue que efectivamente, hay lugares donde no hay aceras. Se camina sobre el pasto en cuadras largas y solitarias, o extremando precauciones, sobre la vía, en compañía del eterno zumbido de los autos que circulan a alta velocidad a cualquier hora del día y la noche. Uno debe buscar un cruce más o menos seguro para pasar al otro lado de la calle, dar señal de vida con la mano extendida y lanzar una plegaria al santo de su devoción para que los autos se detengan. Los pocos semáforos que hay deben ser activados por el peatón para lograr detener los autos que de otra manera, arrollarían hasta al mismísimo Oscar Niemeyer.
El Parque Olhos d’Agua y su valle
Los espacios verdes abundan. Las aves, mariposas, cielos azules y nubes increíblemente blancas acompañan las caminatas. La naturaleza que tanto se extraña en otras ciudades capitales, aquí se presenta en constante movimiento a cada paso. Pero en efecto, es una ciudad en la que, si se camina, se camina en soledad. Son pocas las personas con las que uno se topa en los tránsitos.
Fue en una de mis caminatas hacia el lago Paranoá que me topé con el Parque Olhos d’Agua. Una mancha de verde concentrado, en un escenario ya de por sí verde. Por un momento recordé los Viveros de Coyoacán. Unos pasos más adelante cada cosa que veía me situaba en un lugar nuevo. Los filtros de agua y bebederos de uso común. La tierra roja cubierta de pasto verde, transitada por enormes hormigas del mismo color de la tierra. Los quiroprácticos voluntarios que medían las proporciones y niveles de la columna vertebral de los corredores. Los instructores, también voluntarios, que ponían rutinas de pesas y gimnasia a quien lo solicitaba. Los cuerpos de los corredores empapados en sudor y bronceador con ropa deportiva diminuta. Las voces de las “crianças”[iv] en una lengua distinta a la mía que llamaban a sus madres para mostrarles los enormes hormigueros de tierra roja. Estos detalles me situaron en un espacio en donde la gente, si bien seguía en transito, ya no estaba en un automóvil recorriendo la ciudad. Tenía los pies en la tierra y el cuerpo en movimiento.
Unos pasos más adelante me topé con un valle de unos treinta metros de diámetro. Una de las pendientes que llevaba hasta él era usada por los niños como resbaladilla. Algunos pasos más adelante, me encontré con unos cuerpos semi-desnudos tendidos al sol. Sólo una pequeña tanga de hilo dental los decoraba y un delgado sostén que en el afán de evitar las marcas del sol, había sido doblado hasta las menores posibilidades de su existencia.
Me senté en una banca a observar el paisaje que me recibía como otro elemento más de extrañeza. Ya no eran ni los bebederos, ni el quiropráctico, ni la lengua ajena de las criaturas lo que llamaba mi atención. Era la semi-desnudez de los cuerpos, en medio de un pasto sin ninguna fuente de agua que ameritara dicha desnudez, según mi lógica nativa de la relación cuerpo-sol-agua. De pronto me di cuenta que estaba en un error. Detrás de mí apareció un octogenario trotamundos, caminando a paso lento, con un shampoo y una esponja en la mano. Segundos mas tarde, abrió la llave de la regadera que estaba a menos de dos metros de mí y comenzó a quitarse la ropa para darse un baño. Ahí, junto a las mujeres que tomaban el sol, los niños que se dejaban caer por la pendiente, el quiropráctico y las hormigas gigantes. En el Parque Olhos d’Agua algunas personas se tienden en el pasto, se mojan en la regadera y regresan al sol varias veces durante su estancia. ¡Definitivamente no estoy en los Viveros de Coyoacán!
Retomé mi caminata cruzando el valle hacia lo que después descubrí como el ojo de agua que daba nombre al parque. Me detuve por varios minutos para la contemplación de los tonos verde-azulados del agua y decidí volver al valle. Al llegar me di cuenta que las mujeres en bikini ya no estaban. No tardé mas de quince minutos y el público era otro. Tres hombres en sus cuarentas con unas zungas diminutas conversaban entre ellos. Me saludaron al pasar, vaya usted a saber si transgrediendo la norma cultural del valle: caminar vestida por el medio del pastizal.
Me senté de nuevo en la banca. Los hombres hicieron unos cuantos estiramientos, se tendieron al sol por cinco minutos y después de tomar un breve baño, se encaminaron a sus autos. El valle se quedó casi vacío. Sólo los millones de hormigas y yo lo habitábamos.
“Tendo meu corpo nu no espaço que é meu”[v]
No pude evitar preguntarme qué pensarían aquéllos modernistas de este espacio en su ciudad perfectamente funcional y planeada. ¿Por qué la gente se apropia de esta forma un espacio como el Parque Olhos d’Agua? ¿Por qué no las explanadas igual de verdes y “públicas” del eje/cuerpo del avión?
Ambos espacios están destinados a la recreación y son públicos en términos de acceso libre a todo el que así lo quiera. Sin embargo no significan lo mismo ni se viven de la misma manera. Los espacios son relacionales. Desde el momento en que las personas los habitan se generan relaciones sociales que los definen, que les dan personalidad. La mayoría de la gente en las explanadas de Brasilia sólo transita[vi]. En el parque, aunque las estancias no son muy largas, se establecen otro tipo de relaciones entre personas y con el entorno (incluidas las hormigas, el pasto, el ojo de agua, el aire puro). La gente conversa, juega, descansa, cuida el cuerpo y la salud. Bajan a Olhos d’Agua para dejar de transitar.
Lo público aquí pasa por lo colectivo. Es un espacio de la gente que ha luchado por mantener un lugar natural, verde y común, frente a la especulación inmobiliaria que rodea el parque, y en contraste con lo que perciben como espacios públicos que no les pertenecen, más allá de la belleza colosal de “sus monstruos”. “Este parque es tan nuestro que cada persona puede hacer lo que más desea.”
¿Porqué pasa esto en Brasilia y no en la Ciudad de México? El pudor, que se define en términos generales como una forma de establecer límites a los otros en el acceso a nuestra intimidad, debe ser contextualizado culturalmente. Lo que se puede hacer, mostrar y mirar difiere de acuerdo con el contexto social y cultural. En México, en términos generales, no nos caracterizamos precisamente por tener una mente abierta en relación con la sexualidad, el cuerpo y la desnudez. Tampoco por promover y celebrar la apropiación de los espacios y la toma de decisiones de las personas.
La civilidad en muchas ciudades de México exige que para no ser considerado transgresor de la moral, uno porte algo más que una tanga, un sostén o una zunga en espacios como los Viveros de Coyoacán o el Bosque de Chapultepec. La exigencia, ya no de las autoridades, sino de la mayoría de los ciudadanos es que cualquiera que guste de tirarse en el pasto, se cubra el cuerpo para no “mostrar las miserias”. La exigencia de esta forma de pudor no es ni ingenua, ni fortuita. El mensaje: el cuerpo no es tuyo y no puedes apropiarte de él. Ni de los espacios.
Recuerdo cuando mi abuela me hacía poner una bata espantosa cada vez que asomaba la nariz fuera de mi cuarto. Un espacio que podría ser considerado como privado, mi casa, no lo era tanto. Exigía que yo fuera pudorosa y me cubriera el cuerpo ante la posibilidad de que algún hombre me viera en paños menores (pijama, pero paños menores para mi abuela). Ahora, en territorio brasileiro y bajo el dicho popular “A donde fueres haz lo que vieres” me veo tentada a dejar bata, pijama y cualquier vestimenta innecesaria para tenderme bajo el sol de la “bela cidade modernista”[vii].
[i] Italo Calvino en Ciudades Invisibles.
[iii] Las personas sólo pasan.
[v] Tiendo mi cuerpo desnudo en el espacio que es mío.
[vi] Es una primera mirada. Habrá que poner atención en las personas que sí permanecen en estos espacios: los vendedores, los guardias de seguridad, los empleados de los museos e instituciones y en los últimos días, los manifestantes.
[vii] Bella ciudad modernista.
Gracias Ana Paulina, he disfrutado feliz éste paisaje escrito, tu forma divertida y agradable de narrar lo que miras, provocan imágenes que me transportaron al lugar. Tus comentarios una vez más me hacen reflexionar respecto al tema. No siempre las costumbres de los ancestros son acertadas. Espero seguir saboreando tus escritos.