En consonancia con la crónica previa, continuamos con otro tema del Reino Unido: en este texto el autor aborda la tradición cinematográfica de Inglaterra y su evolución a través del tiempo hasta llegar a nuestros días. Un cine con temas, actores, directores y formas de llevar las historias a la pantalla que vale la pena conocer.
CC Wikipedia Commons
A mi madre, quien me llevópor primera vez al cine.
Hace ya un tiempo, leyendo un artículo de Gilles Jacob en donde hace un extenso repaso por la filmografía británica, me topé de nuevo con la famosa frase de François Truffaut quien, sin el menor empacho, declaró: “El cine inglés no existe”. Me concentro en la frase, pienso que siempre me ha gustado por lo que tiene de provocativa, propia de un adolescente altanero y rijoso.
Creo, sin embargo, que la realidad es otra. Truffaut descubrió la vida y su efervescencia en el cine. En verdad, más que “el hombre que amaba a las mujeres” fue el hombre que amó al cine. Y una persona que ama el séptimo arte no puede ningunear una tradición cinematográfica como la inglesa.
Por otro lado, sus grandes amores lo delatan. Es a Truffaut, siendo muy joven, a quien debemos el libro más completo que se ha escrito sobre Hitchcock.
Habiendo tomado como punto de partida la frase del director de Los cuatrocientos golpes, pienso que lo que quizá sea cierto es que al cine inglés, fuera de Inglaterra, no se le ha valorado con la justicia que merece. Muchas de sus joyas parecen olvidadas y hoy apenas son vistas. La comedia, que se dio de manera genial en Inglaterra, no solo se convirtió en un paradigma sino que, además, consolidó los Estudios Ealing con directores de la magnitud de Alexander Mackendrick (Whisky Galore, 1949; The Ladykillers, 1955), Henry Cornelius (Pasaporte a Pimlico, 1949), Charles Crichton (The Lavender Hill Mob, 1951), Robert Hamer (Kind Hearts and Coronets, 1949), Charles Frend (El Imán, 1943; A Run for Your Money, 1949).
Se trata, pues, de la comedia clásica por excelencia que, a pesar de su magnífica calidad artística, como ya apunté, está un tanto olvidada hoy en día, sobre todo si comparamos su popularidad con las comedias francesas de los no menos geniales Jacques Tati o Jacques Demy, tan en boga en estos tiempos entre los jóvenes cinéfilos iniciados.
Si hacemos una rápida revisión de la historia del cine inglés, encontraremos cuatro pilares en los que se ha cimentado: el primero es el de la comedia; el segundo, el cine documental, cuya figura emblemática es Grierson, quien abrió camino a lo que se llamaría después el Free Cinema o Nuevo Cine Británico; el Realismo Social sería el tercer pilar, según esta esquemática clasificación. Este género se dedicó a retratar los problemas y la forma de vida de la clase obrera británica que vivió después de la Segunda Guerra Mundial con directores tan significativos y geniales como Tony Richardson (A Taste of Honey, 1961; The Loneliness of the Long Distance Runner, 1962) y los más recientes Mike Leigh y Ken Loach. Y, por último, el cine fantástico, en la acepción más literal que podamos dar a este término y que no significa, en absoluto, cine de efectismos ni nada que tenga que ver con los artificios de los efectos especiales, sino con verdadera magia en la puesta en escena, en el diseño de arte y de decorados como la que daban a sus películas la pareja de creadores Michael Powell y Peter Pressburger (A Matter of Life and Death, 1946; The Red Shoes, 1948) así como el cine de Thorold Dickinson (Queen of Spades, 1949).
También tenemos que mencionar a los creadores cinematográficos que, sin haber nacido en Inglaterra, se afincaron y crearon lo mejor de su obra en ese país. Los casos más extraordinarios son, por supuesto, Stanley Kubrick, James Ivory, Joseph Losey y Richard Lester, quien no solo dirigió las películas de los Beatles sino también películas tan notables como The Knack and How to Get It (1965) o Petulia (1968). Lester supo, mejor que nadie, adaptarse, hacer suyo y plasmar el espíritu del Swinging London de los años sesenta en sus películas. Otro caso ejemplar de esto último sería el de Michelangelo Antonioni y su Blow Up (1968).
Si en los años sesenta Londres y su Carnaby Street eran el sitio en donde había que estar, las vanguardias y la modernidad cinematográficas estaban en otro lado. Si bien es cierto que el Free Cinema ya existía, los franceses y su Nouvelle Vague eran (y siguen siendo en muchos casos) el centro de atención, el non plus ultra de lo moderno, la reinvención del cine. Sin embargo, los ingleses no se quedaron atrás y encontraron, en cineastas como Lindsay Anderson (If…, 1968), Nicholas Roeg (Performance, 1969) y, algunos años más tarde, Ken Russell, a sus niños terribles: los ingleses también supieron ser modernos.
En los últimos tiempos, Inglaterra se ha consolidado como una potencia del talento cinematográfico mundial. Tanto con directores ya consagrados como con directores en ciernes. Pienso en Lynne Ramsay, en Richard Ayoade, en Shane Meadows, en Terry Gilliam, en Terence Davies, en Peter Greenaway, o en los veteranos y aún muy productivos Ken Loach y Mike Leigh, pero, sobre todo, pienso en Steve McQueen y en Andrea Arnold, a mi juicio los dos mejores cineastas del cine británico contemporáneo. Me gustaría fijar mi atención en esta última.
Andrea Arnold (Dartford, Kent, 1961) irrumpió en el mundo cinematográfico con su ópera prima Red Road, en el 2006. Aunque, a decir verdad, ya lo había hecho años antes con wasp, con el que ganó el Oscar al mejor cortometraje. Encasillada como una cineasta perteneciente a la tradición del Realismo Social y comparada por la crítica británica y, en especial, por los críticos de la revista Sight and Sound con Ken Loach debido a sus temas, sus personajes y la manera en que les da vida. A mi juicio, más que con Loach, yo siempre he encontrado similitudes entre su obra y la de los hermanos Dardenne por tener un gran sentido del estilo, por su estética decadente —ya que ambos utilizan una cámara nerviosa, casi a punto de gritar— y porque sus personajes y temas coinciden en más de un elemento fílmico. El Realismo Social de Arnold dista de parecerse al de Loach. Las películas de Arnold son más oscuras (en este caso hablo de Red Road) y, al verlas, sentimos la presencia de un terror soterrado que no es otra cosa que el miedo a reconocernos en los personajes que vemos en la pantalla.
Red Road, una película construida a base de insinuaciones, sigue a Jackie (Katie Dickie), guardia de seguridad que se encarga de vigilar las calles a través de una pantalla por donde se transmite todo aquello que graban las miles de cámaras que existen en las diferentes ciudades del Reino Unido, hasta que un día encuentra en ellas al sujeto que, años atrás, mató a su marido y a su hija al conducir en estado de ebriedad, delito por el cual pagó con años de cárcel. A partir de ese momento se empeñará en perseguir y tratar de averiguar todo sobre este sujeto, haciendo de esta persecución y de su encuentro con él una obsesión por recuperar algo que ya nunca tendrá. En ese sentido, el argumento y el estilo de filmación de Red Road podrían remitirnos a una película como El hijo, de los ya mencionados Jean-Pierre y Luc Dardenne.
Me gustaría detenerme en dos elementos de Red Road que creo importantes, y no exactamente porque Arnold haga alarde de ellos ni ponga la película a su merced. El primero es una crítica explícita que hace la cineasta del Estado Británico y su sistema de seguridad y vigilancia como una alusión al Big Brother. No podemos pasar por alto, pues no es una mera coincidencia, que el Reino Unido y, sobre todo, Inglaterra, sea el país con mayor presencia de cámaras de seguridad por metro cuadrado en las calles. Y la segunda se trata del retrato que Andrea Arnold hace en su filme del voyerismo: el placer de mirar, de espiar, la necesidad de mirar sin ser mirado. Esto me parece interesante, ya que la idea del voyerista ha sido recurrente en el cine inglés a través de su historia. Uno de los casos más notorios lo podríamos encontrar, por ejemplo, en Peeping Tom de Michael Powell (1960).
Otra característica más es el retrato que hace Andrea Arnold de la clase trabajadora inglesa, tan representada, analizada y expuesta al público por el cine británico. Pero, a diferencia de algunos de sus compatriotas, a Arnold no le interesa dar explicaciones del porqué de la situación económica o social de sus personajes, no elabora un discurso social ni le interesa juzgarlos. Sus personajes son simples, transparentes y sinceros. No existe el maniqueísmo en su lenguaje cinematográfico ni tienen cabida culpables ni verdugos y, por eso, en la escena final de Red Road, cuando Jackie y el exconvicto se despiden en la misma calle en donde, años atrás, este último mató a su familia, sabemos que ambos personajes son igualmente desgraciados.
Red Road está empapada de una cierta tristeza, de un cierto patetismo. Y tanto en esta como en Fish Tank (2009), su segundo largometraje, Arnold nos muestra un compendio de seres sin futuro, grises, patéticos, los cuales solo se preocupan por tener dinero para comprar un paquete de cigarros o una lata de cerveza.
En Fish Tank, tal vez su mejor largometraje, nos presenta a Mia (Katie Jarvis), una adolescente que vive con su hermana pequeña y su madre soltera en un edificio de interés social y se pasa las tardes bebiendo litros de sidra y bailando en un departamento abandonado, hasta que llega a su vida Connor (Michael Fassbender), el novio en turno de su madre y del cual se enamorará.
Es curioso darse cuenta de que Mia, la protagonista de la película, bien podría ser la versión adulta de una de esas niñas pequeñas que aparecían en wasp: hijas de una joven madre soltera a quienes deja en el estacionamiento del bar mientras intenta ligar con el galán de esa noche.
En la escena con la que abre Fish Tank podemos ver a Mia, exhausta, intentando tomar bocanadas de aire después de haber ensayado una rutina de baile. La película, en realidad, no es más que una prolongación de lo mismo: una chica frágil e ingenua, a pesar de su pinta de dura, que intenta tomarse un respiro, parar un minuto y seguir adelante en una realidad que la supera a cada paso, muchas veces con crueldad.
La película está marcada por un ritmo impecable y nos da una sensación de creciente tensión en la relación entre madre e hija, sobre todo después de la aparición de Connor. Tal vez una de las escenas más significativas sea en la que viajan todos juntos, en el coche de Connor, hacia un lago a pasar la tarde. No deja de sorprender que esta sea la única escena en la que madre e hija no se pelean. Incluso bromean, se les ve contentos, ríen y cantan. Podríamos arriesgarnos a decir que es una escena única en el cine de Arnold, dado que no tiende a este tipo de sosiegos y, para mí, es la única oportunidad que tienen estos seres de sentirse, por un solo momento, como una familia de verdad.
Arnold va anunciando, plano a plano, escena a escena, un creciente enamoramiento por parte de Mia hacia el novio de su madre y, posteriormente, el desengaño y desenlace final, con una Mia que dice adiós a su ciudad y a su familia en busca de un futuro mejor en Gales. Todo ello es conmovedor. No recuerdo, en películas recientes, una escena de tanta belleza como aquella en la que Mia y su madre se despiden bailando en la sala de su departamento.
Las películas de Andrea Arnold hablan, sobre todo, del desencanto de lo real ante la vida imaginada. Se interesa en personas que buscan, desesperadamente, volver a afirmarse en la vida cuando se cree que todo está perdido. Como muchos de sus contemporáneos británicos, ya sea Steve McQueen en Shame (2011) o Mike Leigh en Another Year (2010), hace un cine que busca penetrar en las honduras de la condición humana. Es decir, adentrarse en el corazón de las tinieblas.
Es plausible que en tiempos de falsas profundidades, de encuadres cursis repetidos hasta la saciedad, de cineastas que pretenden explicar el sentido de la vida y la existencia humana, la creación del universo y lo trascendental, existan otros cuya obra alcance un grado de emoción y de profundidad hecha con verdadera poesía, sin tener que remitirse a paisajes idílicos ni recurrir, una vez más, a la luz que se cuela entre las hojas de los árboles para impregnar de poesía y de belleza sus imágenes. Cineastas capaces de dotar lo cotidiano de belleza. Capaces, pues, de filmar lo verdaderamente esencial.
Pero, ¿qué es lo esencial? Tal vez no sea otra cosa que aquello que Sergi Pàmies describe con maestría en uno de sus relatos: la manera como las mujeres fingen no darse cuenta de que las estás mirando, el color de los taxis, la obstinación del joven que ensaya escalas en un contrabajo, la credibilidad que tienen los mayores cuando les cuentan mentiras a los niños y las botellas que, cuando se echan al contenedor, ya no están ni medio vacías ni medio llenas. ~
——————————
BRUNO VILLAR (Ciudad de México, 1986) estudió la carrera de cine en la University of the Arts London. Ha colaborado en diversas revistas y suplementos culturales entre los que destacan Icónica (revista de la Cineteca Nacional) Somorgujo y MexBcn. Actualmente reside en Madrid.
Excelente descripción sobre el cine inglés y muy fan de «fish tank»