Hace 2000 años nació un hombre que se decía poseedor de la Verdad, y que su tarea era revelarla a los hombres: Dios es un Espíritu, lo que vivifica la materia, lo que le da movimiento, sin cuya actividad los cuerpos necesariamente se desplomarían sin vida. Que el hombre es dual: hombre en cuanto cuerpo y hombre en tanto espíritu, el uno visible, el otro invisible, pero con la diferencia de que la parte espiritual es superior porque es inmortal, mientras que el cuerpo, aunque es anatómica y fisiológicamente perfecto, es imperfecto en el sentido de que tarde o temprano muere.
Ese hombre era Jesús, quien hizo cosas tan fuera de lo común que olvidamos que marcó la coyuntura más importante en la historia de la humanidad. De los testimonios sobre sus prodigios nació una de las dos partes que constituyen la Biblia.
Sin embargo, no fue el primero ni el único que hasta entonces había hablado de esa dualidad. En la Grecia clásica, alrededor de 400 años antes de Cristo, Sócrates, el hombre del que el oráculo de Delfos dijo que era el más sabio de su tiempo, enseñaba a sus discípulos lo mismo, por lo que fue condenado a muerte, como Jesús.
¿Qué sabía Sócrates? Nada que no fuera razonable. La observación del mundo y la inteligencia de sus reglas era lo único que lo inspiraba y le era suficiente. Sócrates observaba por todas partes la evidencia de la dualidad de las cosas no como oposición sino como complementariedad: la luz y la oscuridad, el día y la noche, lo alto y lo bajo, lo frío y lo caliente, el uno y el dos, lo visible y lo invisible, el cuerpo y el alma, la vida y la muerte. En apariencia dos, en realidad una y la misma cosa.
Casi 1800 años después de Cristo, el hombre se cansó de no entender esa dualidad que suponía la existencia de un ser supremo invisible, y vino la Revolución francesa. El hombre se emancipó: tomó las riendas de su destino en sus manos y fundó el Estado moderno. Nada de reyes elegidos por esa supuesta entidad invisible, llámese divinidad o Espíritu. En su Cándido o el optimismo, Voltaire se burla con agudos sarcasmos de la liturgia de la Iglesia católica y de los rituales y la simbología de la sabiduría.
En adelante, el hombre no creería en nada que no fuera visible, que no se pudiera pesar o medir. Surgió la sociología y la economía para explicar al hombre en lo general, la física y la biología experimentales en lo material y lo orgánico, y la psicología para explicarlo en lo particular. La astronomía desplazó a la astrología: ya no importaría indagar sobre el significado de la posición de los astros en el firmamento —recordemos que una estrella habría guiado a los Reyes Magos a Belén, el lugar de nacimiento de Jesús— tanto como observarlos para deducir sus reglas.
Desde entonces han pasado más de 200 años, periodo en el que el hombre ha experimentado acontecimientos terribles. A principios de 1900 las ideas de Nietzsche sobre “la muerte de Dios” adquirieron tal fuerza que se convirtieron en la base de movimientos fascistas en toda Europa. Producto de una interpretación de la teoría del cuerpo como base y unidad indivisible de la vida, a un loco se le ocurrió instaurar un régimen racial que se basaría en ese cuerpo (pero solo el blanco) y desató una de las guerras más crueles de la historia de la humanidad.
Finalmente, llegamos a la época de la “desaparición de las ideologías”. Las económicas se convirtieron en las más altas aspiraciones del hombre. Por una parte, ropa, casas y coches como estuches del más valioso tesoro del hombre: su cuerpo. Por el otro, gimnasios, cirugías y tratamientos para tenerlo en óptimas condiciones.
Los hombres más sabios del mundo fueron reemplazados por los hombres más ricos y más guapos del mundo: el dinero y la belleza del cuerpo como el ideal del éxito. El hombre volcado en lo material, sobre el cuerpo, sobre lo que Jesús y Sócrates (entre otros) decían que había que educar en la austeridad, la sobriedad, la tranquilidad y la contemplación de la belleza del mundo para poder conocer la Verdad sobre la existencia.
Sin embargo, el hombre de hoy se concibe solo como cuerpo, vive alojado en él y para él, es un hombre “desespiritualizado”, por decirlo de alguna manera. La palabra Dios, demasiado manoseada por la religión y la filosofía, es una palabra desgastada que no inspira y hace dudar porque no tiene sentido.
En tanto, la ciencia moderna sigue escudriñando cada detalle de la materia. Observa, deduce y clasifica sus propiedades. En cualquier libro de texto de física se consigna que la materia es la sustancia, en tanto que la energía es lo que mueve la sustancia; empero, el objeto de la ciencia no es saber qué es la energía sino cómo se comporta, es decir, cómo se transforma.
Entonces, ¿qué es el hombre? Ya sabemos la respuesta de los sabios a los que se ha hecho referencia: el hombre es doble, tiene necesidad de cosas materiales pero también —y sobre todo— del conocimiento de lo divino, y es el reconocimiento de esa dualidad el principio del camino que lleva hacia la Verdad, la cual engendra la libertad, mas está comprobado que no se deja aprender con palabras, porque las palabras se agotan, se desgastan, se desprestigian, se las lleva el viento.
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NATANAEL PADILLA es escritor y ensayista.