En nuestro país, es difícil construir convenios. Incluso hay perspectivas diferentes respecto a algo que, en principio, parece sencillo: los automovilistas deben detenerse ante un semáforo en rojo. En el terreno político, la construcción de acuerdos es igualmente complicada: rara vez atestiguamos que nuestra clase política concrete pactos de envergadura. De hecho, lo común es que ocurra lo contrario, es decir, que alguien proponga algo tan solo para que alguien más lo rechace tajantemente. Esto pasó, por mencionar un ejemplo, cuando el expresidente Calderón abogó por un mando policial único nacional.
También suele ocurrir que, quien puede, avanza su agenda política sin negociarla. Esto fue lo que hicieron Marcelo Ebrard y el PRD en la Ciudad de México cuando, sin siquiera debatir con quienes enarbolaban posturas diferentes, despenalizaron el aborto en abril de 2007 y, después, pusieron en pie la prohibición de fumar en locales comerciales cerrados, en 2008.
Al mismo tiempo, paradójicamente, nos encanta buscar el “consenso”. Así, nunca falta el partido político que, cuando pierde una votación en el Congreso de la Unión o en la Asamblea Legislativa del DF, por ejemplo, acusa a los ganadores de “mayoriteo”. Por eso mismo, es habitual que los políticos se expresen siempre a favor de “consensuar”.
Ahora bien, nuestra dificultad para acordar no debería espantarnos: es parte de la normalidad democrática. En Estados Unidos, por citar un caso, el presidente Obama batalló mucho para convencer a un número suficiente de congresistas y senadores respecto a las bondades de su plan de salud. Asimismo, en los años sesenta y setenta del siglo pasado, el Reino Unido vivió un periodo en el que fue imposible llevar a cabo reformas: los británicos no se podían poner de acuerdo. Y algo similar tuvo lugar en Alemania durante los años noventa.
A mí no me sorprende, entonces, que nos sea difícil convenir. Lo que sí me inquieta es que creamos que, si las cosas no son por consenso, no deben sacarse adelante y, si se sacan adelante, entonces estamos, irremediablemente, ante un “mayoriteo,” ante una decisión que nos aleja de la democracia. Esto me incomoda porque es erróneo y perjudicial. Erróneo porque la democracia no es consenso, es decir, en ella las mayorías deciden, estén de acuerdo las minorías con la decisión tomada o no (por supuesto, las mayorías siempre deben respetar los derechos y garantías de las minorías). Perjudicial porque, si de por sí es complejo producir acuerdos, lo es todavía más si se parte de que todo tiene que hacerse por consenso.
Retomo uno de los ejemplos mencionados: cuando los perredistas despenalizaron el aborto, no “mayoritearon”, sino que hicieron valer su condición de mayoría. Igualmente, si llegase a ocurrir que el PRI y el PAN aprobasen una reforma fiscal, o una energética, con la que el PRD no simpatice, nadie habría “mayoriteado” a nadie más.
Pero, como decíamos, a los mexicanos y, sobre todo, a nuestros políticos, nos cuesta entender lo comentado. Así, hay quienes han celebrado el Pacto por México como si, gracias a él, hubiéramos superado para siempre nuestra incapacidad para acordar, se hubieran resuelto ya, tan solo por eso, todos los problemas del país y, además, todo esto hubiese sido posible gracias a que, por fin, supimos actuar democráticamente, es decir, logramos alcanzar “consenso”.
No quiero decir que el Pacto por México no sea positivo. Es claro que, al menos, provee una plataforma que, si bien es vaga, representa un punto de partida para futuras negociaciones políticas. Sin embargo, este acuerdo no es el primero que hemos construido y, por lo menos hasta ahora, no parece ser el más importante. Por ejemplo, la reforma electoral de 1996, la cual constituye la base de nuestro sistema electoral actual y significó, en su momento, un auténtico cambio con relación a cómo se realizaban los procesos electorales en México, fue resultado de modificaciones institucionales de importancia que las fuerzas políticas llevaron a cabo.
Además, si bien el Pacto nos ha sido vendido como producto de la democracia y del tan anhelado consenso, no hay que dejar de lado que los puntos que lo componen son debatibles. Igualmente, en el Pacto no están representados, necesariamente, todos los mexicanos. De entrada, no fue firmado por los partidos pequeños, los cuales, nos guste o no, sí representan a una parte de la sociedad. De igual forma, incluso dentro de los partidos firmantes hay quienes no están de acuerdo con el contenido del Pacto mismo. Asimismo, una de las fuerzas de izquierda más relevantes, la encabezada por López Obrador, tampoco está a favor del Pacto.
De esta forma, más allá de lo que digan los adeptos del Pacto por México, bien podemos cuestionar que este sea, precisamente, por México. ¿Quién decide qué es México, cuáles son sus necesidades y qué se debe hacer para solventarlas? ¿Quién representa a los mexicanos? ¿Quién está autorizado a pactar en nuestro nombre? Por otra parte, también es posible poner en duda que se trata de un convenio que coloca los intereses de los ciudadanos por encima de los partidarios: ¿de verdad conocen los partidos cuáles son nuestros intereses? Paralelamente, quienes se oponen al Pacto, ¿lo hacen genuinamente, es decir, de verdad creen que en este no se ha capturado lo que el país requiere?, ¿ellos sí saben qué es lo que México necesita?
Aunque es contradictorio, el Pacto refleja en esencia lo que aquí he resaltado: por un lado, nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo y el asombro que nos causan las coincidencias; por otro lado, nuestro inagotable deseo de consensos. En esta ocasión, la confrontación de ideas no es entre toda la clase política, sino entre quienes están con el Pacto y quienes no: seguimos sin lograr acuerdos. Vamos: ni siquiera hay conformidad en torno a la validez y el contenido del Pacto. Precisamente por eso, hay quienes lo atacan y lo presentan como una resolución cupular, excluyente, no “consensuada”.
Pero, en el fondo, nada de esto es problemático o, en su defecto, no tendría por qué serlo: si algunos están con el Pacto y otros no, ¿cuál es el contratiempo? ¿Acaso el desacuerdo y la confrontación de visiones, así como la negociación que estas condiciones inexorablemente exigen, no son parte de la vida democrática? De igual forma, si quienes sí quieren al Pacto son mayoría y pueden sacarlo adelante, ¿cuál es la contrariedad? ¿El Gobierno de las mayorías no es también un componente esencial de la democracia?
Qué bueno que tenemos un Pacto por México y que hay quienes se oponen a él; es saludable para nuestra evolución como país. Lo negativo es, en todo caso, que no hayamos entendido todavía que el contraste de posturas no solo es inevitable sino deseable y, además, que la democracia no es consenso. Tal vez deberíamos comenzar por ponernos de acuerdo, por pactar, al respecto.
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ARMANDO ROMÁN ZOZAYA es maestro en Estudios de Desarrollo por la Universidad de Oxford y doctor en Integración Económica y Monetaria de Europa por la Universidad Complutense de Madrid. Consultor y académico, publica una columna semanal en Excélsior.