J’étais sorti
Prendre de l’eau au puits, auprès des arbres,
Et je fus en présence d’un autre ciel.
Disparues les constellations d’il y a un instant encore,
Les trois quarts du firmament étaient vides,
Le noir le plus intense y régnait seul,
Mais à gauche, au-dessus de l’horizon,
Mêlé à la cime des chênes,
Il y avait un amas d’étoiles rougeoyantes
Comme un brasier, d’où montait même une fumée.
Je rentrai
Et je rouvris le livre sur la table.
Page après page,
Ce n’étaient que des signes indéchiffrables,
Des agrégats de formes d’aucun sens
Bien que vaguement récurrentes,
Et par-dessous une blancheur d’abîme
Comme si ce qu’on nomme l’esprit tombait là, sans bruit,
Comme une neige.
Je tournai cependant les pages.
Bien des années plus tôt,
Dans un train au moment où le jour se lève
Entre Princeton Junction et Newark,
C’est-à-dire deux lieux de hasard pour moi,
Deux retombées des flèches de nulle part,
Les voyageurs lisaient, silencieux
Dans la neige qui balayait les vitres grises,
Et soudain,
Dans un journal ouvert à deux pas de moi,
Une grande photographie de Baudelaire,
Toute une page
Comme le ciel se vide à la fin du monde
Pour consentir au désordre des mots.
J’ai rapproché ce rêve et ce souvenir
Quand j’ai marché, d’abord tout un automne
Dans des bois où bientôt ce fut la neige
Qui triompha, dans beaucoup de ces signes
Que l’on reçoit, contradictoirement,
Du monde dévasté par le langage.
Prenait fin le conflit de deux principes,
Me semblait-il, se mêlaient deux lumières,
Se refermaient les lèvres de la plaie.
La masse blanche du froid tombait par rafales
Sur la couleur, mais un toit au loin, une planche
Peinte, restée debout contre une grille,
C’était encore la couleur, et mystérieuse
Comme un qui sortirait du sépulcre et, riant :
« Non, ne me touche pas », dirait-il au monde.
Je dois vraiment beaucoup à Hopkins Forest,
Je la garde à mon horizon, dans sa partie
Qui quitte le visible pour l’invisible
Par le tressaillement du bleu des lointains.
Je l’écoute, à travers les bruits, et parfois même,
L’été, poussant du pied les feuilles mortes
D’autres années, claires dans la pénombre
Des chênes trop serrés parmi les pierres,
Je m’arrête, je crois que ce sol s’ouvre
À l’infini, que ces feuilles y tombent
Sans hâte, ou bien remontent, le haut, le bas
N’étant plus, ni le bruit, sauf le léger
Chuchotement des flocons qui bientôt
Se multiplient, se rapprochent, se nouent
– Et je revois alors tout l’autre ciel,
J’entre pour un instant dans la grande neige. ~
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YVES BONNEFOY (Tours, Francia, 1923) además de ser un gran crítico, destaca como traductor de Shakespeare, por sus ensayos sobre arte y, sobre todo, por su poesía. Su importante trayectoria literaria le ha valido el Premio en Lenguas Romances que otorga la Feria Internacional del Libro de Guadalajara este 2013.
Había salido
A buscar agua del pozo, cerca de los árboles,
Y me encontré frente a un cielo distinto.
Desaparecieron las constelaciones que había ahí segundos antes,
Tres cuartas partes del firmamento estaban vacías,
Reinaba la negrura más grande.
Pero a la izquierda, por encima del horizonte,
Enmarañado en la cima de los robles
Había un amasijo de estrellas de tono rojizo
Parecido a una fogata —de donde incluso ascendía una humareda.
Regresé
Y abrí de nuevo el libro sobre la mesa.
Página tras página
Solo había signos indescifrables,
Tropeles de formas sin sentido alguno
Aunque algo recurrentes,
Y debajo una blancura abismal
Como si aquello que uno llama espíritu cayera ahí, sin ruido,
Como nieve.
Aun así seguí pasando las páginas.
Muchos años atrás,
En un tren, justo cuando el sol se levanta,
Entre Princeton Junction y Newark,
Es decir: para mí dos lugares fortuitos,
Cayeron de la nada dos chorros de flechas,
Los viajeros leían, silenciosos
En medio de la nieve que barría los vidrios grises,
Y de pronto,
En un periódico abierto a un par de pasos de donde estaba,
Una fotografía de Baudelaire de gran tamaño,
Una página entera
Como cuando el cielo se vacía al final del mundo
Para consentir al desorden de las palabras.
Asocié aquel sueño con este recuerdo
Mientras caminaba, primero durante todo un otoño,
En bosques en donde en poco tiempo la nieve
Resultó victoriosa, en muchos de estos signos
Que recibimos, contradictoriamente,
Del mundo devastado por el lenguaje.
Se terminaba el conflicto de dos principios,
Me parecía, se combinaban dos luces,
Se cerraban los labios de la llaga.
La masa blanca del frío caía en ráfagas
Sobre el color, pero a la distancia un techo, un tablón
Pintado que se había quedado recargado contra una reja
Seguía siendo el color, misterioso
Como alguien que sale del sepulcro y, riéndose,
Al mundo le dice: “No, no me toques”.
En verdad mucho le debo a Hopkins Forest,
Lo mantengo en mi horizonte, en la parte
Que abandona lo visible por lo invisible
Cuando el azul a lo lejos se estremece.
Lo escucho en los ruidos, a veces
Hasta en el verano, cuando empujo con el pie las hojas muertas
De años anteriores, claras en la penumbra
De los robles demasiado amontonados entre las piedras.
Me detengo, creo que el suelo se abre
Hasta el infinito, que las hojas caen sin prisa
O que más bien desandan el camino pues arriba y abajo
Han dejado de existir, como el ruido, salvo el ligero
Murmullo de copos que pronto
Se multiplican, se aproximan, se entrelazan
—Entonces veo de nuevo todo aquel cielo,
Me meto por un instante en la vasta nieve. ~
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IVÁN SALINAS, escritor y editor, dirige el taller en línea Hispanofonías donde se traducen autores de lengua española al francés. Ha traducido a diversos autores como Jacques Dupin, Le Clézio, J-Ph. Toussaint, A. Volodine, H. Michaux o J. Echenoz.