El amor que se profesaron María y Pablo O’Higgins se extendió a las causas por las que lucharon juntos, al pueblo de este país, a cada uno de sus amigos y familiares y a todo aquel que ha tenido la dicha de conocerlos. Elvira recoge una de las historias más conmovedoras del arte mexicano en voz de la propia enamorada.
María de Jesús de la Fuente Casas es de otra época. Lo es porque nació en un México distinto, el de 1920 (el 18 de octubre); sin embargo, sorprende que a sus noventa y tres años se adapte, lenta pero sin pausas, a los cambios tecnológicos y sociales de este país que siempre está en crisis.
Estoy sentada frente a María en el sillón del estudio de su esposo, el pintor, grabador y muralista Pablo O’Higgins, quien murió hace treinta años. El sitio es el más luminoso de esta casa que ambos diseñaron en los años cincuenta.
La escucho hablar mientras recorro con los ojos su rostro. Es hermosa en su novena década. Y no es necesario imaginar cuánta era su belleza cuando Pablo cayó enamorado de ella, solo hay que mirar hacia los altos muros: un cuadro tras otro, una sucesión de Marías retenidas, para siempre. María a sus treinta y siete años, a sus cuarenta, a sus cuarenta y cinco, a sus sesenta. Y allí se detuvo el tiempo y la mano del pintor. No hubo más retratos, pues no hubo más Pablo. Se fue el 16 de julio de 1983.
El estudio quedó cerrado, en silencio por un tiempo. La luz lo visitaba y se iba sin que nadie la atrapara. El amor de María y Pablo, la fuerza creativa, el diálogo y la complicidad de ambos, se atesoran ahí.
Conversé con ella de cómo vivió la muerte de Pablo, de la forma en que el duelo se convirtió en energía. Hablamos también de las montañas de Rayones, el pueblo de su infancia, plantado en medio de la nada y de cómo salió de ese paraíso para vivir en Monterrey, donde cursó la carrera de Derecho, sumándose así a las cuatro mujeres abogadas que había en esa ciudad en los años cincuenta. Me contó que un día llegó a Monterrey y, a su vida, un rubio, alto y famoso artista que tenía ya el respeto de mexicanos y extranjeros. Ese rubio era Pablo O’Higgins.
De O’Higgins (Salt Lake City, Utah, 1 de marzo de 1904), quien llegó a México en los años veinte —a colaborar con Diego Rivera en los murales de la Secretaría de Educación Pública y Chapingo—, se ha escrito mucho, pero poquísimo acerca de María, quien estuvo con él no solo hasta su muerte, también después. Por tres décadas, María ha difundido y preservado amorosamente su obra. Lo hace porque sabe que es de México. Y debiera ser patrimonio nacional. Esperemos que pronto el Gobierno se dé cuenta y ponga manos a la obra.
Conversar con María es un gusto que me doy de tanto en tanto desde que la conocí cuando entrevisté a Pablo O’Higgins en 1982. Siempre me sorprende la entereza y la lucidez de esta mujer. Para el presente texto, la entrevistadora que soy sale de cuadro y deja a María en el siguiente soliloquio, el viaje de su prodigiosa memoria al rincón de sus recuerdos.
Rayones, entre el río y la montaña
Me llamo María de Jesús de la Fuente Casas. Nací en El Barrial, en Rayones, municipio que antes se llamó Villa Rayones, Nuevo León, el 18 de octubre de 1920. Mis padres eran amorosos conmigo y mis hermanos. Era hermoso cómo se querían. Conservo una carta de mamá a papá, en la cual se ve la pureza del amor que se tenían.
En Rayones llegué a tercero de primaria; no había más grados en la escuela del pueblo. Vivíamos incomunicados, sin luz eléctrica, autos ni bicicletas. El lugar es un cañón entre dos sierras y en medio corre el río. Aunque había gente muy pobre, nosotros nunca anduvimos descalzos ni con hambre. Casi todos los habitantes sabían leer y escribir, nomás los talladores de ixtle eran analfabetas.
Mi papá era agricultor y consejero del lugar. Si se necesitaba una escritura, lo llamaban. Si alguien enfermaba, él veía al paciente, anotaba el padecimiento y enviaba un propio para el médico de Montemorelos —el viaje era de dos días a caballo. Además, mi papá defendía el agua que nos pertenecía; luchó para que Montemorelos no la acaparara y lo consiguió. En el Gobierno de Lázaro Cárdenas, papá se hizo cargo del reparto agrario en Rayones. Fue el primero que pagó salarios justos a los trabajadores, e hizo el primer trazo de la carretera que hoy existe. Fue dos veces alcalde.
Cursé del cuarto al sexto de primaria en Galeana, el municipio más cercano a Rayones; se llegaba a caballo, por un camino escarpado. Galeana era muy frío, sin luz eléctrica ni nada. Allí viví con unos tíos. Con el tiempo, mis hermanos llegaron allá a terminar su primaria. En Montemorelos existía ya secundaria y mis papás rentaron una casa en la que vivimos al cuidado de una tía. Luego fui a Monterrey a la preparatoria. Llegué sola, a los dieciséis años. Viví con una viuda que tenía casa de asistencia para estudiantes.
Un ciclón arruinó Rayones. Mi papá perdió sus cosechas, hasta la de tabaco que vendía a la Black Horse, una compañía norteamericana. También decayó su tendajo, en el cual ofrecía ajos, ropa, medicinas, de todo. El ciclón fue en 1937 y no podíamos salir del pueblo, pues el río creció y nos incomunicó más. Se acabó la comida, hasta el aguacate que abundaba en la región. Ni sal teníamos. Los campos se inundaron. Y donde había tierras de labor se despeñó la sierra.
Qué ser, qué hacer
Mi mamá se mudó a Monterrey pues mis hermanos pronto cursarían estudios superiores. Por el ciclón, papá andaba sin dinero y sugirió a mamá que dejáramos de estudiar un año. Ella, que había sido maestra empírica y leía mucho, al igual que él, le hizo ver que, si nos quedábamos en Rayones, nuestro único destino sería casarnos. Y los dos soñaban otro futuro para nosotros.
En Monterrey, mamá rentó una casa donde vivimos con mi hermana Lupe. Mamá era fuerte y decidida. Para pagar los cuarenta pesos de la renta, alojó a dos estudiantes amigos míos a quienes les advertí: “No me pidan que planche sus camisas o les dé un vaso de agua, porque no lo haré”.
Yo no sabía qué carrera seguir, pero me gustaba aprender de todo. Papá nos enseñó mucho, sin libros. Nos sentaba en la banqueta y, mirando al cielo, en medio de la noche, nos mostraba las constelaciones.
Mamá quería que estudiara para químico y farmacia. No me gustaba la idea, creía que era para estar tras un mostrador. Pero en el segundo de prepa elegí esa carrera. Se lo dije a papá por carta: “Sé que ustedes hacen un sacrificio y yo haré otro. Estudiaré química y farmacia, aunque no me guste”. Me contestó: “No hacemos más sacrificio que el de tu ausencia. Estudia lo que tú quieras”.
Un día vi una cinta acerca de una mujer a la cual el esposo acusa de adulterio y le quita al hijo. Va a la cárcel y con los años quien la defiende es su vástago. Yo, al ver un jurado público, me emocioné y decidí cursar Derecho.
Trabajé desde segundo año de la carrera. Fui escribiente en un juzgado penal. Luego laboré en un juzgado civil. Después, un exrector de la Universidad me invitó a trabajar en su despacho. Más tarde, una colega y yo pusimos nuestro bufete.
A la defensa de las mujeres
En mi profesión me impactó conocer a mujeres muy pobres, maltratadas por los esposos. Me buscaban cuando los maridos las golpeaban o no les daban dinero para los hijos. Yo las ayudaba con lo que podía. Un día, mientras tramitaba pensiones alimentarias, vi al gobernador y le comenté: “No hay una defensoría civil de oficio y existen muchas mujeres abandonadas por obreros”. Me pidió que le presentara el proyecto. Lo hice y se creó la defensoría femenil de oficio. Yo fui su titular. Trabajé en eso más de dos años. Luego ingresé al Tribunal Colegiado.
A la par, estudiaba pintura por las tardes y hacía otras cosas. Un día, leyendo una revista socialista, supe de los jardines de niños. En Monterrey no existían y me interesó crear uno. Se lo propuse a Leopoldo González Sáenz, el presidente municipal. El pintor Marco Cuéllar y yo fundamos el primer jardín de niños en la Alameda Mariano Escobedo. Hoy ya no existe.
Conocer a Pablo
Conocí a Pablo en 1958, cuando llegó a Monterrey buscando cerámica opaca para un mural que haría en Poza Rica. Y la encontró. Yo tenía amistad con Leopoldo Méndez, pues llegaba a dar charlas en la escuela de pintura. Él me hizo un retrato antes de que yo supiera de Pablo. Un día ambos llegaron para dar una plática en la primera galería que se creó en la ciudad. Yo llegué al lugar casi al final del acto. La directora de la galería me pidió que la ayudara a conseguir un auto para transportar a los dos artistas al hotel. Logré que un amigo lo hiciera, fue allí que me presentaron a Pablo.
Con los años supe que, de regreso a la Ciudad de México, Pablo le anunció a Alfredo Zalce: “Me voy a casar”. A Zalce le extrañó, pues Pablo era un soltero muy solicitado por las damas. Y agregó: “Será con una joven de Monterrey. Ella no sabe, pero yo sí”.
Pablo regresó a Monterrey y algunos amigos en común, como Gerardo Cantú, me proponían que los acompañara a platicar con el maestro. Yo nunca fui, no quería interrumpirlo en su trabajo.
Antes de llegar a mi despacho, tomaba un café con mis amigas en Sanborns. Un día, yo entraba y Pablo iba saliendo. Me miró y se quedó mudo. Luego me acompañó a la mesa. Mientras esperaba a mis amistades, conversé con él por primera vez y me fui a trabajar. A las dos de la tarde, estaba en las puertas del Tribunal. Me dijo: “Vine a invitarte a comer”. Luego iba a mi casa y platicaba con mi madre y mi hermana Antelia. Una vez que vacacioné en la Ciudad de México, Pablo dejó Monterrey para buscarme; me encontró por mis amigos grabadores. Insistió hasta que acepté cenar con él. Así era de obsesivo y tenaz.
No me cabía en la cabeza que yo le interesara, tal vez no lo imaginaba soltero. Yo acostumbraba tratar con gente diversa. En los cursos de verano de la Universidad había conocido a José Gaos, Nicolás Guillén, José Antonio Portuondo y a Baudilio Castellanos, el amigo de infancia de Fidel Castro que lo defendió luego del asalto al Cuartel Moncada. Una vez Fidel —cuando se llamaba Alejandro— me invitó a tomar café. Mis amistades y yo cooperábamos con dinero para el periódico Metas Cubanas. Simpatizábamos con los que luchaban por la libertad de su patria.
Un día tras otro, el amor
Durante ocho meses vi a Pablo, a diario. No sé cómo empezó el romance. Sé que nos entendíamos, que había muchos puntos en común. Lo que me enamoró de él no fue su físico. Nunca me fijé en eso. Me gustó cómo trataba a la gente, su modo de pensar. Nos casamos el 23 de mayo de 1959, casi al año de conocernos. Yo tenía treinta y ocho y él cincuenta y cinco. Le dije: “No quiero viaje de bodas, deseo conocer tu casa, cómo vives. Y, si un día queremos, pasearemos”. Habitamos su departamento de Polanco, con el tiempo compramos este terreno de Coyoacán y diseñamos la casa.
Cuando me casé, aún trabajaba en el Tribunal Colegiado en Monterrey; no sabía cómo sería nuestra vida, si Pablo tenía un ingreso fijo o qué. Entonces pedí una licencia de tres meses, sin goce de sueldo. Al cumplirse el plazo, llegó a casa un empleado de la Suprema Corte de Justicia a preguntar si me reintegraría al trabajo. Yo no estaba y Pablo le respondió que yo no regresaría. Pablo me renunció. Pero no me lo dijo. Me enteré el día que fui a la Corte; me anunciaron que no estaba más allí. Le pregunté a Pablo por qué lo había hecho y dijo que así estaba bien, que ya no tendría que preocuparme por el trabajo ni por el dinero.
No me enojé ni me pareció mal. Me sentí a gusto y me integré a su vida y a la sociedad en la que se movía. Será que me relajé, pues desde niña fui de un lado a otro luchando por mi preparación.
Cuidar la vida de Pablo
Me dediqué a organizar los papeles de Pablo, su archivo de obra y a viajar con él. Cuando pintaba yo no quería estar allí, pero él insistía. Y es que trazaba con todo el cuerpo, con fuerza y decisión; yo sentía su energía y no deseaba alterarla.
También seguí pintando. Ya casada, lo primero que hice fue una acuarela de una maceta, un cuadro con regla de oro, muy formal. A la par me ocupé de hacer una cronología artística de Pablo: sus años en Utah, su vida en México —desde que llegó en 1924—, su trabajo en el Taller de Gráfica Popular y en la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), y sus viajes.
Siempre estábamos juntos; yo tenía esa necesidad, ya que a veces… Cuando a él le impresionaba algo, enmudecía y se paralizaba. Desde niño fue muy sensible. Me contó que sus padres lo llevaron a un concierto del polaco [Ignacy Jan] Paderewski (1860-1941) y le impactó que el público aplaudiera antes de que concluyera la obra, eso lo sacó violentamente de concentración. Pablo quiso ser músico antes que pintor, amaba la música.
Los ruidos fuertes lo trastornaban. Al llegar a Moscú, en 1968, el aeropuerto era un caos, ese día las tropas de la hoy ex Unión Soviética invadieron Checoslovaquia. Luego de muchas horas llegamos al hotel y Pablo se desplomó en la cama, convulsionándose. Lo cuidé hasta que poco a poco se calmó y nos dormimos. Me preocupaban esos estados en que caía, también permanecía yo alerta cuando subía a andamios. Si percibía que él se sentía inseguro, ponía mi pie junto al suyo y se tranquilizaba. Me ocupaba de que no lo interrumpieran mientras trabajaba. Una día, una cuñada llegó sin avisar, entró al estudio y gritó: “¡Sorpresa!”. Y Pablo se quedó sin habla por un rato. Yo lo cuidaba como una forma de preservar su vida.
El adiós a Pablo
Pablo enfermó y fuimos al Instituto Nacional de Nutrición. Antes de morir me dijo: “Querida, termina tu cuadro, el de las flores azules, y sigue pintando”. Cuando murió, mientras lo preparaban para los servicios funerarios, vine a casa y dormí mucho, no sé cuánto. Lo sepultamos en Rayones, él así lo deseaba, allá donde están mis papás, a quienes quiso mucho. Antes de ir a Rayones, fue homenajeado en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey. Había una exposición de Diego Rivera. Me conmovió: parecía que Diego lo despedía; Pablo llegó a México por invitación de Diego Rivera. Así tenía que ser.
Al regresar a esta casa, mi mente estaba vacía. Me sentía huérfana. Por un tiempo me acompañó una hermana. Luego me quedé sola. Tardé semanas para entrar al estudio de Pablo. Hice un esfuerzo enorme para lograrlo; una vez dentro ya no quería salir. Luego de que él se fue, pinté algo; poco, pues me propuse clasificar y digitalizar su obra, y por décadas lo he hecho con la ayuda de Verónica Arenas Molina y María Maricela Pérez García. Ellas no solo me ayudan con sus conocimientos sino con sus observaciones, opiniones y su conducta de amigas; amando la obra de Pablo, al familiarizarse con ella, respetándola y difundiéndola, son uno de los postulados de la Fundación Cultural María y Pablo O’Higgins, AC. Ambas trabajan en el Cenidiap, al que agradezco tan grande colaboración.
ELVIRA GARCÍA: ¿Sigues extrañando mucho a Pablo?
MARÍA O´HIGGINGS: Mira, Elvira, la presencia de Pablo siempre está en este hogar que compartimos: en el jardín, la cocina, en este estudio, en la escalera. La casa la inventamos juntos y todo guarda su esencia. Tengo noventa y tres años, sé que me iré un día y a veces no duermo porque tengo un gran pendiente: darle un buen destino a la casa y a la obra de Pablo. Él se ocupó de México, de su historia, de sus luchas por la independencia y por la vida de los trabajadores. Todo lo hizo para este país que tanto amó. Ese amor lo resumió en este pensamiento:
Hay que pintar las cosas de México
que algún día desaparecerán.
Me pregunto con frecuencia
cuánta vida me queda a mis años
y me preocupa saber
qué es lo que voy a dejar para México. ~
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ELVIRA GARCÍA ha publicado reportajes y entrevistas en más de treinta medios impresos. Como columnista, ha escrito sobre la situación de los medios de comunicación en distintos diarios. También es conductora, productora y guionista de radio y televisión. Correo <[email protected]> y Twitter <@MaraElvira3>.