Hace unos días, platicando sobre la grave erosión del tejido social causada por décadas de abandono gubernamental, migración de padres de familia y explotación de mujeres maquiladoras del norte del país, una amiga me daba a entender que no podía hacerse ya nada con las generaciones perdidas en la delincuencia organizada sino abatirlas.
Más tarde me enteré sobre un ex pistolero de Los Templarios que había decidido cambiar de bando uniéndose a las autodefensas michoacanas, decisión que dicho pistolero explicó como debida a la transformación de los capos de la droga, quienes de beneficiarios del pueblo habían devenido en sus verdugos.
¿No es posible crear las condiciones para que más jóvenes cambien de bando? (no necesariamente a las autodefensas). Podría parecernos entonces un asunto de incentivos. A fin de tomar decisiones correctas, habría que optar entre entender a la sociedad y al individuo desde el enfoque de un determinismo extremo o vislumbrar la posibilidad de su transformación.
Antonio Ariño[1] recuerda una importante crítica realizada a la sociología estructuralista: el determinismo supone que sociedad y cultura mantienen relaciones tan estrechas entre sí, que cada una de ellas puede explicarse en términos de la otra. Si como pensaba Freud infancia es destino, no hay nada que pueda hacerse por las generaciones perdidas y el eufemismo “abatir” inaugurado en México por Calderón sería la única salida posible.
Sin embargo, la cultura no sólo refleja su contexto, también lo organiza, lo trasciende y lo transforma[2]. La idea de determinismo cultural impediría captar la multiplicidad de relaciones entre cultura y sociedad o explicar el cambio social o individual. Así, hay otra forma de entender la anomia, la enfermedad de una parte de nuestra sociedad y de tratarla porque más allá del determinismo es posible la transformación de las estructuras que empujan a los individuos a la violencia. ¿De dónde surge la anomia?
La concepción de que la sociedad es un todo orgánico y de que sus diferentes subsistemas o partes funcionan para mantener la entidad mayor en la que están inmersos, inaugura el modo funcionalista de pensar. Prácticas que eran consideradas irracionales (como la vagancia, o en nuestro caso, la delincuencia) se hacen entendibles cuando se capta el sentido que les brinda el estar inscritas en el todo. Para que la sociedad esté sana es menester que se cumpla con ciertos requisitos.
Puede que Durkheim, quien inició en gran medida el modelo funcionalista, considerara que el fenómeno de la delincuencia se debía al tránsito hacia la modernidad: la cohesión social basada en la igualdad de creencias y sentimientos tenía que ser sustituida por la interdependencia y cooperación. Lo que estaría haciendo falta en la sociedad, razón por la cual se estaría presentando el fenómeno de la “sicarización”, sería la institucionalización de valores comunes que pudieran orientar la actuación social de estos jóvenes.
Por su parte, Robert Merton explicaba la conducta desviada como una reacción a desequilibrios sociales. Cuando una sociedad falla en brindar los medios para el éxito social (y no tan lejos como el éxito, para la supervivencia misma), los individuos tienden a equilibrar dicha discrepancia o bien violando las normas o bien retirándose en mayor o menor grado de las metas sociales. En todo caso, los individuos responden a las estructuras y no son sino sus síntomas.
La primera limitante de este tipo de explicaciones es que dejan fuera las decisiones de quienes participan en tales fenómenos. A pesar de que Parsons intentó integrar la voluntad en su esquema teórico, dichas teorías no son claras al responder por qué algunos jóvenes optan por la delincuencia mientras que otros no lo hacen. Pero como no nos es posible volver a la idea inocente del libre arbitrio porque nunca fue capaz de dar cuenta de la realidad social, una explicación integral tendría que considerar el espacio simbólico en el que se mueven los jóvenes que optan por la delincuencia, desde donde adquieren una identidad que posiblemente les había sido negada en otros ámbitos.
Por tal razón, el cambio del ex pistolero debe interesarnos: más allá de la guerra inaugurada por la anterior administración, es posible enriquecer las alternativas de este nuevo gobierno para que no sólo prevenga la delincuencia mediante el gasto en becas y en horizontes deseables para los jóvenes (cosa que está muy bien que haga y que festejo porque su enfoque es progresista), sino en un futuro negociado para aquellos que perteneciendo al crimen opten por cambiar de bando.
[1] Ariño Villaroya, Antonio “Sociología de la Cultura” En Giner: Teoría Sociológica Moderna, España, Editorial Ariel, 2003, pp. 295-333.