La llegada de Enrique Peña Nieto ha precipitado, entre otras cosas, una gran ola de optimismo en México.
Esta sensación optimista fue el tema de un artículo reciente del Miami Herald, que empezó con la siguiente frase: “A menos de dos menos en el poder, Enrique Peña Nieto ha impulsado vigorosamente una agenda reformista, ha desviado el enfoque en los problemas de inseguridad, y ha traído una dosis de alegría y prestigio a la presidencia mexicana.
El mismo fenómeno se notó en una encuesta publicada hace unas semanas en Excélsior: 55 por ciento de los encuestados creen a Peña Nieto cuando dice que este año será el momento de reformas importantes, 64 afirman que es el momento de creer en México, y 70 por ciento expresan apoyo para el flamante presidente.
Los oráculos de los mercados internacionales comparten el sentimiento. Léase, por ejemplo, Ian Bremmer, cuyo Eurasia Group etiquetó a Peña Nieto “uno de los únicos líderes en los mercados emergentes dispuesto y capaz de avanzar reformas estructurales.” (El mismo reporte le describió al nuevo mandatario como la “historia más emocionante” de América Latina hoy en día, cosa que, de ser cierto, implica una región aburridísima. Gracias a Dios, se equivocan los de Eurasia Group.)
Este cambio de opinión hacía falta; la actitud popular en México hacia el gobierno durante los últimos años ha sido negativa y de pocas expectativas. En tal entorno, es difícil, si no imposible, construir un consenso político. No solamente imposibilita reformas profundas; también genera un ambiente que premia la obstrucción. Más aún, simplemente se siente feo.
Como indica lo anterior, el optimismo actual refleja la ambición y los resultados de la administración de Peña Nieto. No ha tenido chance de aprobar legislación importante, pero inició su administración con maniobras políticas –el Pacto por México, la desaparición de la SSP, la reforma educativa propuesta, etcétera– que no son logros duraderos, pero sí se parecen a progreso real. Más aún cuando se compara con los finales del calderonismo, cuando el presidente no era capaz de sacar adelante reformas importantes, y se limitaba a jugadas que no requerían la cooperación de otras fuerzas políticas (entre otros ejemplos, el combate contra el crimen organizado, la liquidación de Luz y Fuerza del Centro).
Es decir, lo de hoy también es producto del cansancio con la época de Calderón. Desde los comicios de 2009 (cuando perdió contundentemente el PAN, por cierto), una flojera generalizada con el sexenio de Calderón predominaba (cosa que parece afectar al mismo Calderón, quien parece haber envejecido 20 años desde que llega a la presidencia). Peña Nieto se destaca por el simple hecho de ser alguien nuevo.
Cabe preguntarse qué tan profundo es el sentido de optimismo. Llama la atención que los dos previos presidentes en esta época plenamente democrática también disfrutaban una luna de miel, en que cualquier cosa se sentía posible. Analistas como Bremmer también se enamoraron de Calderón en 2006, embrujados por su maestría en Harvard y, gracias a su trayectoria dentro del PAN, por su supuesta habilidad política. Lo mismo pasó con Fox, un verdadero personaje que, debido a su carisma y su conexión con el pueblo, había acabado con la dictadura perfecta. Al iniciar sus sexenios, los dos tenían niveles de apoyo popular comparables con el de Peña Nieto.
Pero en los dos casos, las expectativas estratosféricas estallaron contra la dura realidad. Las reformas necesarias para incrementar la recaudación, mejorar el sistema educativo, hacer más eficiente al Pemex, etcétera, no se concretaron (sobre todo en el caso de Fox), pese a que todo el mundo esté consciente de su importancia.
Si queremos aprender de la historia, la pregunta esencial es, ¿por qué? ¿A Calderón y Fox les frenaron sus propios errores? O ¿será algo inevitable en el sistema actual? Es decir, ¿será que no es viable que un presidente con un mandato de seis años, que no viene de un partido mayoritario, mantenga una coalición capaz de aprobar leyes importantes más allá que la luna de miel?
Hay que esperar que la primera explicación es la buena. Así, Peña Nieto no estaría condenado al mismo ciclo de emoción, decepción, y estancamiento político. Pero en todo caso, el optimismo actual tiene fecha de vencimiento.