Ante la ausencia y la corrupción de las autoridades, cada vez son más las comunidades que se defienden solas. Se protegen, persiguen, neutralizan, castigan. Los riesgos son evidentes —abusos, infiltraciones, debilitamiento del Estado—, pero el modelo entraña lecciones importantes.
La tarde del miércoles 22 de mayo de 2013, cientos de pobladores estaban con los ánimos incendiados en esa región de la Tierra Caliente michoacana. No medían las hipotéticas consecuencias de la audaz retención de más de 25 soldados al mando de un general del Ejército, a los que rodearon y encerraron en el palacio municipal de Buenavista Tomatlán durante casi siete horas, hasta que no fueran liberados cuatro miembros de las autodefensas armadas del lugar, que habían sido capturados esa mañana por la tropa y entregados al Ministerio Público en Morelia.
Hubo un doble mensaje para la sociedad mexicana que atestiguaba esta escena tan poco usual en la que una multitud convocada por las campanadas de la iglesia (a la manera del pueblo de Canoa, en Puebla, en 1968, pero entonces contra la presencia de estudiantes, para ir a lincharlos) impedía salir al Ejército de la comunidad:
1. O las autoridades y, en particular, el general de brigada Sergio Arturo García Aragón dieron una demostración de insólita mesura —viniendo de un mando castrense—, pues los hombres del general no emplearon las armas para repeler al pueblo enardecido, sino que negoció para que la Procuraduría General de la República (PGR) liberara a los cuatro arrestados (asunto que se resolvió en horas, para que los guardias ciudadanos fueran llevados en helicóptero y devueltos a su comunidad). “Estoy aquí como garantía, hasta que regresen sus compañeros”, decía García Aragón, tanto a los pobladores (a quienes ofrecía comunicarlos vía telefónica con el mismísimo secretario de la Defensa Nacional, general Salvador Cienfuegos) como a los periodistas presentes;
2. O se trató, según los críticos de la estrategia, de una muestra de debilidad frente a los civiles a quienes el Ejército tenía instrucciones de desarmar, con la consecuente percepción social de que había ingobernabilidad allí y con la confirmación de que hay grupos armados sin control en Michoacán, adonde un par de días antes habían sido enviados unos miles de soldados, marinos y policías federales, gesto del Gobierno priista de Enrique Peña Nieto que mucho se parecía al temprano envío de tropas y policías federales a esa misma entidad por el panista michoacano Felipe Calderón Hinojosa al inicio de su mandato, allá por diciembre de 2006.
Retomo este episodio, con sus complejidades inherentes, para intentar analizar el fenómeno de los grupos de autodefensa, a los que muchos políticos y comentaristas confunden con las policías comunitarias. El caos en el análisis de recientes y antiguos grupos armados comienza a generarse desde la manera misma de nombrarlos:
- No es lo mismo decir policías comunitarias que grupos de autodefensa;
- Guardias civiles armados no equivale necesariamente a paramilitares;
- Milicias ciudadanas no es lo mismo que comandos justicieros;
- Si el Ejército promueve, ahora mismo, pelotones de fuerzas rurales integrados con campesinos de comunidades chiapanecas (Mapastepec es un ejemplo), los ganaderos a su vez —allí y en otras regiones del país— se organizan en grupos de autoprotección, comúnmente conocidos como guardias blancas.
Continúan activos varios de los más agresivos grupos paramilitares que fueron denunciados desde el siglo pasado en Chiapas: Desarrollo, Paz y Justicia; Chinchulines; Movimiento Indígena Revolucionario Antizapatista (MIRA); Máscara Roja, y otros, señalados como instrumentos de sucesivos Gobiernos, de militares, de policías y de terratenientes para tender un cerco en torno a comunidades zapatistas y para impedir que surjan grupos opositores a la política oficial.
En la contraparte estrictamente oficial, creo que no es aventurado concluir que la futura Gendarmería Nacional —integrada por militares y marinos adiestrados en cursos de seguridad pública— sí puede ser el nuevo nombre de la Policía Federal.
¿En qué se parecen o se diferencian los campesinos organizados de Cherán (capaces de enfrentar y frenar a la delincuencia organizada) que participaron en las caravanas por la Paz con Justicia y Dignidad encabezadas por el poeta Javier Sicilia, y los de la Costa Chica de Guerrero (tienen 17 años de operar en decenas de comunidades, con reglamento interno propio, bajo la protección de la ley estatal, apoyados en la Constitución y en los tratados internacionales), o los de las comunidades indígenas de Chiapas operando desde antes, durante y después del levantamiento zapatista de 1994?
En torno a cada uno de estos grupos disímbolos en sus orígenes, en las causas profundas de su surgimiento, en los intereses que operan detrás de ellos, en sus metas, en su relación o confrontación con los Gobiernos, permean todo tipo de justificaciones, desde el hartazgo por la invasión de la delincuencia organizada hasta la justicia por propia mano, la venganza anónima, los linchamientos para sustituir la inacción de la autoridad, las pugnas interétnicas o religiosas, las disputas por territorios, la defensa de la autonomía indígena, la protección de cacicazgos, la conservación a cualquier precio del statu quo o, en las antípodas, los intentos de derrocar Gobiernos.
Por razones de espacio, intentamos diseccionar aquí solamente los dos fenómenos que tienden a confundirse, por ignorancia o por malevolencia.
Los grupos de autodefensa
Impacta un video, carente de las imágenes aterradoras que suelen colocarse en las redes sociales, en el que exclusivamente habla el médico veterinario José Manuel Mireles Valverde, presidente de la sociedad de padres de familia de la secundaria de Tepalcatepec, Michoacán, e integrante del Consejo Ciudadano de Autodefensa de ese municipio, fechado en junio de 2013.
Allí describe cómo los Caballeros Templarios ya cobraban mil pesos a los ganaderos por cada vaca que vendían, 15 pesos a los carniceros por cada kilo de carne que comerciaban y 4 pesos a los tortilleros por kilogramo de ese producto básico. “Nada más por esos tres negocios se llevaban 30 millones de pesos cada mes, además del impuesto a familias que les debían entregar 10 mil o 20 mil mensuales […]. Ya nos tenían medidos los metros enfrente de nuestras casas, porque ya íbamos a pagarles por metro de vivienda; ya nos habían asignado 500 pesos por cada carro y todos los niños, desde kínder hasta preparatoria, tenían que entregar 20 pesos cada lunes. Es decir, ya teníamos que pagar para vivir”.
Pero esa presión económica y las tarifas y cuotas arbitrarias impuestas por el crimen organizado no fueron el detonante de la rebelión de los habitantes: “El problema tronó cuando empezaban a llegar a tu casa y te decían: ‘me gusta mucho tu mujer […], orita te la traigo […] pero, mientras, bañas a tu niña porque esa sí se va a quedar conmigo varios días’. Y no te la regresaban hasta que estaba embarazada. Ese fue el problema. Así como le llegaban a la gente pobre de los ranchos, así comenzaron a llegar también con los ganaderos más ricos”.
Los Templarios se escindieron de la Familia Michoacana, pero antes ya habían expulsado a Los Zetas de la zona y prometieron proteger al pueblo, diciendo que solamente se iban a dedicar al negocio del narcotráfico. Mintieron: además de la extorsión y el cobro de cuotas por todo, comenzaron a violar a niñas de 11 y 12 años, que también iban a escoger a los salones de clase. “Hubo 14 niñas violadas en diciembre de 2012. Nada más en el turno vespertino de mi secundaria hubo 6. Varias resultaron embarazadas”.
Hartos de tan insoportable situación, los pobladores, sobre todo ganaderos, se organizaron, y se reunían durante las noches para planear la autodefensa. Tomaron ejemplo de los campesinos de Cherán y otros municipios purépechas y detonaron un movimiento “rápido y simultáneo” el 24 de febrero de 2013 para capturar a los sicarios y sus jefes del crimen organizado. Las casas de los pistoleros estaban vigiladas por la gente desde la noche anterior y al final varias decenas de gatilleros fueron entregados al Ejército que, a su vez, los remitió al Ministerio Público federal en Apatzingán. “Pero a las 12 de la noche todos habían sido liberados. Y entonces nos dimos cuenta de que teníamos en contra al mismo sistema de gobierno, a todas las policías, federales, estatales y municipales que supuestamente nos debían defender”.
Buenavista, Apatzingán, Coalcomán, Tepalcatepec, La Ruana, entre más de 10 municipios de la Tierra Caliente, se alzaron en armas. No todos pudieron el mismo día porque algunos fueron descubiertos. En Coalcomán llovieron amenazas de muerte contra las autodefensas. En Apatzingán los delincuentes se disfrazaron de comunitarios.
En menos de tres semanas “limpiamos el municipio y en tres meses no ocurrió ni un secuestro ni un homicidio […]”. Hasta que llegó el Ejército a intentar desarmar a los grupos de autodefensa.
“Su presencia es obsoleta. Las tropas no están combatiendo o sometiendo a nadie ni a nada. No cumplen con su función de garantizar la seguridad. Si su intención era desarmarnos, están perdiendo el tiempo. Nunca nos vamos a desarmar, porque estamos decididos a que los delincuentes no vuelvan a este pueblo”, dice elevando la voz Mireles Valverde.
A pesar de que los integrantes de las autodefensas les señalan dónde están los delincuentes, los soldados “no se bajan ni un metro del pavimento y dicen que siguen órdenes superiores, que ellos deben permanecer en el pueblo para mantener la paz. Pero si nosotros ya pacificamos Tepalcatepec; y no somos guerrilleros, no pertenecemos a ningún cártel, ni tenemos tácticas militares”, dicen quienes lograron sacar a quienes mataban, secuestraban, violaban y extorsionaban.
El asunto se complica cuando, para contradecir ese en apariencia convincente discurso de la autodefensa, aparecen datos de que grupos de algunos municipios, como La Ruana, tal vez fueron armados por un cártel enemigo de los Templarios, específicamente el cártel de Jalisco Nueva Generación, a cuyos integrantes la narrativa oficial identifica también como “matazetas”; o de que, en Tepalcatepec, la exsenadora del PAN, Xóchitl Díaz Méndez, habría aparecido armada.
Antes del episodio de la retención de más de dos docenas de soldados en mayo, la firma de seguridad estadounidense Stratfor ya había criminalizado a las autodefensas de Buenavista Tomatlán, señalando que el cártel Jalisco Nueva Generación las organizó y armó. “El narcotráfico utiliza a los grupos de autodefensa, con civiles armados, en su lucha por conservar territorios”, afirmó.
La misma empresa de análisis había alertado antes sobre una “creciente falta de control” de los máximos jefes del narcotráfico en México sobre organizaciones más pequeñas que quieren independizarse. La tendencia hacia la división o “balcanización” de los grupos delincuenciales conduce a la aparición de grupos más compactos y a que, desde sus regiones, desafíen a los cárteles mayores.
Como prueba de su afirmación, Stratfor mencionó que al menos 8 de los 34 miembros armados de autodefensas capturados en Buenavista, a principios de mayo, eran del cártel jalisciense Nueva Generación. Organizaciones más poderosas, como las de Sinaloa (o Pacífico) y Los Zetas, siguen operando nacional e internacionalmente, pero encaran la disyuntiva local de luchar contra las organizaciones regionales, trabajar con ellas o cobrarles renta de territorio.
Manlio Fabio Beltrones, líder de los priistas en la Cámara de Diputados, incursionó en el tema, secundado por otros voceros de la clase política del país. La existencia de guardias comunitarias es signo de ingobernabilidad y ruptura del Estado de derecho, definió. El Consejo Coordinador Empresarial planteó la urgencia de frenarlas.
Beltrones mencionó cómo las autodefensas “ya han fracasado en muchos países; debemos aprender de esa experiencia”. Han devenido, inclusive, en grupos paramilitares como en Colombia (Autodefensas Unidas de Colombia, AUC) y “eso no lo podemos permitir”, porque en México no debe otorgarse autoridad a esas “guardias comunitarias”.
El procurador de la República, Jesús Murillo Karam, descalificó en Guadalajara, durante la segunda reunión de seguridad regional (ante los gobernadores de Jalisco, Aguascalientes, Colima, Nayarit, Guanajuato, Querétaro y Zacatecas; los secretarios de Marina y Defensa, y el comisionado de Seguridad Nacional), a los grupos de autodefensa, porque “ponen en riesgo el Estado de derecho en el país y no pueden permitirse; de hacerlo, se llegaría a la venganza personal o pública […], se rompería el principio fundamental en todos los países del mundo, que es el monopolio del Estado sobre la fuerza pública”.
Policías comunitarias
Por ignorancia, por confusión o por intenciones francamente perversas se critica, sin matices, la creciente incursión de ciudadanos armados en tareas de seguridad en varias regiones del país. Y enseguida se mezcla indiscriminadamente a estos intentos de autodefensa con fenómenos de índole muy distinta, como son las exitosas y legítimas experiencias autonómicas de los pueblos indígenas.
Sería muy grave que, ahora que han proliferado esos grupos de autodefensa, “en nombre de la seguridad del Estado” se dé un retroceso en la autodeterminación de los pueblos indígenas, en sus experiencias vigentes de justicia comunitaria, que por décadas han demostrado ser más efectivas en la solución de conflictos que el sistema judicial y carcelario “occidental” que rige en el resto del país.
Como escribieron las investigadoras del equipo de antropología jurídica del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) del Distrito Federal, Aída Hernández y María Teresa Sierra, el debate público tiende a relacionar experiencias autonómicas de los pueblos con autodefensas, y a estas con procesos cercanos al paramilitarismo. “Ello refuerza una tendencia antiautonomía de los pueblos y presenta al Estado como la única solución ante la falta de seguridad. Se parte de la premisa de que ‘más Estado es más seguridad’, sin reconocer que en muchas regiones los grupos de poder locales que participan en las instituciones estatales se benefician política y económicamente de la inseguridad”.
El problema de fondo que se evidencia es que las instituciones oficiales “no solo no garantizan condiciones de seguridad para la población local, sino que son partícipes activas en la violencia actual”.
Mucho antes de que revivieran los intentos de ciudadanos por retomar la defensa de sus pueblos ante el evidente fracaso del modelo de seguridad y justicia del Estado, la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) defendía con vehemencia su propio modelo. “Con policía comunitaria vivimos en paz: no hay asaltos ni crímenes ni violaciones a las mujeres en las comunidades indígenas”, expresaba uno de sus más antiguos comandantes en octubre de 2010, en el décimo quinto aniversario de la organización. En esa ocasión el sacerdote Mario Campos decía que “la paz no va en la lógica de que si quieres paz prepara la guerra; cada vez más presupuesto, armas cada vez más sofisticadas, cada vez más asesores para hacer la paz, lo único que producen son decenas de miles de muertos. ¿Cuánta gente ha muerto porque la crac luche por la paz? Aquí no hay esa confrontación. Aquí se demuestra que la lógica de la guerra y de las armas ya no funciona”.
Los intentos de criminalización y descalificación de las policías comunitarias no cesan. A las declaraciones se suman los hechos, como ocurre en Guerrero, donde el gobernador Ángel Aguirre Rivero ha intentado modificar leyes que fueron aprobadas en el Congreso estatal, en 2011, precisamente para dar sustento jurídico a la existencia de aparatos de seguridad y justicia alternativa en municipios mayoritariamente indígenas y campesinos.
El actual Gobierno pretende cortar de tajo “el derecho a prevenir, administrar justicia y reeducar a transgresores”, aduciendo que los órganos creados por la policía comunitaria “no están facultados” para esos menesteres y solamente pueden ser “auxiliares de los cuerpos de seguridad de Guerrero”, alertó el abogado Vidulfo Rosales Sierra, del Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan”.
Los sistemas de seguridad y justicia de los pueblos indígenas, lejos de ser ilegales, cuentan con un cuerpo normativo muy amplio: desde el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) hasta la Declaración de las Naciones Unidas sobre Pueblos Indígenas, el artículo segundo de la Constitución mexicana y, sobre todo, la Ley 701, vigente para Guerrero. En todo ese cuerpo jurídico se reconocen explícitamente los derechos de los pueblos a sus sistemas normativos, a una forma diferente, alternativa, de hacer justicia; se respeta la diversidad organizacional, cultural y jurídica en la propia cosmovisión de los pueblos, con sus propios mecanismos para resolver conflictos internos.
“Es parte del derecho de la autonomía de los pueblos indígenas el tener una justicia propia, el que ellos puedan resolver sus conflictos de acuerdo a sus propios sistemas normativos, sus tribunales, sus mecanismos de reeducación de los delincuentes”, insistió Vidulfo Rosales. En esa cosmovisión no hay pugna con los derechos universalmente reconocidos, como la libertad y la integridad física, sino que se tutelan de forma inclusive más eficaz que la de la justicia tradicional.
El sistema de justicia comunitario es transparente, democrático, abierto y eficaz en la selección de los policías, coordinadores y jueces. El sistema de reeducación funciona con la vigilancia del pueblo y hay pocos casos en que se condena a la privación de la libertad personal. “No se resuelve el problema de justicia poniendo ministerios públicos o jueces indígenas, como se ha propuesto, porque equivale a enquistarlos en un sistema de justicia occidental, corrupto, ineficaz, que no ha funcionado frente al reto de la delincuencia organizada; un sistema mercantilista no para los pobres, sino para quien tenga dinero para pagar”.
La policía comunitaria no ha fracasado en América Latina. Por el contrario, tiene plena vigencia en el siglo XXI. Ni en Colombia ni en México esas policías han terminado como grupos paramilitares, sostiene por su parte Marcos Matías Alonso, del CIESAS. En vez de juzgar a la ligera, se debería aprender de estas experiencias, reconocidas inclusive por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Han sido objeto de estudio y leyes lo mismo en Brasil que en Chile, Guatemala, Paraguay, Colombia o México.
Como en nuestro país, en otras naciones las policías comunitarias tienen soporte legal y base social “que legitima su razón de ser”. En México, con la elevación a rango constitucional de los tratados internacionales, en junio de 2011, se fortaleció el marco jurídico para la autonomía de las formas de justicia en pueblos indígenas. Además del sustento legal que da el artículo segundo constitucional a la autodeterminación de los pueblos indígenas, el 9 de febrero de 2011 se aprobó la Ley de Reconocimiento, Derechos y Cultura de los Pueblos y Comunidades Indígenas del Estado de Guerrero” (Ley 701), cuyo articulado da base legal al funcionamiento de las policías comunitarias. Textualmente, su artículo 37 dice: “El estado de Guerrero reconoce la existencia del sistema de justicia indígena de la Costa-Montaña y al Consejo Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC). […] esta ley confirma el reconocimiento de la policía comunitaria, respetando su carácter de cuerpo de seguridad pública”.
Como menciona Matías, la policía comunitaria en Guerrero ni siquiera tiene una estructura policiaca, sino que se basa en la organización comunitaria, con el respaldo de las autoridades locales y los pobladores. La confianza de la ciudadanía es clave para realizar su trabajo y es su mejor aliada contra la delincuencia. Las asambleas comunitarias resguardan su legitimidad. Los policías son elegidos por asamblea y, en situaciones de emergencia, hombres, mujeres, niños y ancianos se convierten en policía comunitaria. No reciben remuneración económica. Dan servicio gratuito a la comunidad. Por eso tienen autoridad moral. Allí la corrupción y la mordida no tienen cabida.
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Por una ley de justicia comunitaria en México
Excesivo e irracional son los adjetivos que sintetizan lo que ha sido el presupuesto gubernamental en seguridad. En 2010 fueron 197 mil millones de pesos (equivalente a 93% del gasto total en educación y 15% por encima de la erogación en salud y desarrollo social juntos). Pese a toda esa inversión, en el sexenio de Felipe Calderón los delitos del fuero común se incrementaron 14.6% y los federales 21.42%, para sumar en 2012 más de 1.8 millones formalmente denunciados ante el Ministerio Público. Si se considera la cifra negra de la no-denuncia, podría hablarse de más de 22 millones de delitos por año.
Datos y juicios están contenidos en la iniciativa de ley para crear, dentro del Sistema Nacional de Seguridad Pública, un Subsistema de Seguridad y Justicia Comunitaria y Reeducación para los Pueblos Indígenas de México. Esta iniciativa fue presentada en la actual legislatura por el senador perredista Sofío Ramírez Hernández.
Creada formalmente el 15 de octubre de 1995, la Policía Comunitaria de Guerrero es la inspiración y el referente obligado para la ley nacional que se promueve. Esa policía atiende hoy a 107 pueblos en 13 municipios de la Costa Chica y La Montaña (San Luis Acatlán, Marquelia, Metlatónoc, Cochoapa El Grande, Iliatenco, Malinaltepec, Tlapa, Atlamajalcingo del Monte, Tlacoapa, Ayutla, Acatepec, Azoyú y Tlacoachistlahuaca).
“Este esfuerzo continúa evolucionando y ahora se ha convertido en el sistema de Seguridad y Justicia Comunitaria y Reeducación, un esquema de justicia regional basado en los principios de libre determinación y de respeto a los usos y costumbres de los pueblos. No intenta competir ni suplir a las instancias formales encargadas de la seguridad, sino coadyuvar en las labores de seguridad preventiva y persecución de delitos del fuero común”, expresa la iniciativa en el Congreso de la Unión.
El sistema guerrerense que se propone instaurar a nivel nacional “cuenta con órganos específicos de tipo colegiado, garantías de audiencia para los implicados, métodos para las sanciones y la verificación de su cumplimiento y, sobre todo, normas de cohesión y control social” en donde coexisten reglas locales y regionales.
“La Comunitaria”, como la nombran los pueblos, comparte experiencias de justicia indígena que nacieron de relevantes procesos organizativos, como los Indígenas Nasa del cric en Colombia, las Juntas de Buen Gobierno zapatistas en Chiapas y las Rondas Campesinas en Perú. Impulsa principios éticos y políticos para priorizar la dignidad, el respeto, la defensa de lo colectivo; se privilegia la búsqueda de los acuerdos y la conciliación; se da el tiempo suficiente para dirimir conflictos.
“En el momento actual de crisis de gobernabilidad, de incremento exponencial de la inseguridad y la violencia en México, instituciones como la policía comunitaria son vistas con gran reserva por los gobernantes”. Lo sabe el legislador y explica las razones que muchos aducen para negarse a aceptarlas abiertamente: esas organizaciones hacen ver la fragilidad del Estado y su legalidad misma; retan a la capacidad del poder para reconocer cabalmente sus aportes al orden social; se teme su actuar, puesto que los comunitarios destapan la impunidad del poder constituido, puesto que proponen y hacen posible otra manera de hacer justicia y de garantizar la seguridad pública.
La propuesta es reformar párrafos del artículo 21 y adicionar dos fracciones al 115 de la Constitución para reconocer plenamente la capacidad de pueblos y comunidades indígenas de usar sus propios esquemas de prevención y aplicación de justicia, en coordinación con el resto de las autoridades, y para ejercer vigilancia sobre sus tierras, con presupuestos destinados específicamente para ellas. “Es momento de voltear y aprender de la sabiduría de nuestros antecesores, de reconocer dignamente nuestras raíces: de tratarlos como se merecen, porque con sus acciones y cosmovisión, paradójicamente, los pueblos indígenas ayudan a construir el Estado y ofrecen la oportunidad de generar gobernabilidad desde abajo, con mayor cohesión social, recuperando la esencia de lo común”. JR
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JOSÉ REVELES es periodista. Como tal, ha presenciado algunos de los episodios más críticos de la historia reciente de México y Latinoamérica. Entre sus libros más recientes están Villa, Sofía Loren y los sandinistas (2009), Las historias más negras de narco, impunidad y corrupción (2009) y Narcoméxico (2011).