®JoyLaville
El turista perezoso
Porque se encontraba en el centro y su habitación daba a una pequeña plaza triangular y florida, el Diligencias le pareció un hotel realmente simpático. Conservaba de sus tiempos de esplendor minero un amplio vestíbulo y dos salones laterales, uno dedicado al comedor. La escalera era amplia y bien iluminada por el candil que pendía del centro de la techumbre, quizá demasiado brillante comparada con la atmósfera sombría de los pasillos donde pequeñas lámparas adosadas a la pared parpadeaban insomnes.
Era un turista sin prisa ni deseos de conocerlo todo, interesado en perder el tiempo y perderse en esa pérdida que con frecuencia lo recompensaba con creces. Los aromas de los mercados de especias, los canales que reflejan chopos, el desierto donde uno debe ver el suelo porque si no se cae al cielo, andar y desandar calles que se vuelven conocidas sin dejar de ser ajenas. El turista perezoso había sido un fracaso en una época saturada de hordas dedicadas al espolio en las tiendas de souvenirs, convencidos de que conocen una ciudad por haber comprado un gorro grotesco y devorar de prisa la hamburguesa que suelen comer en casa.
La ciudad a la que había arribado ese mediodía se mostró a la altura de sus expectativas: compacta pero llena de recovecos encantadores, austera pero sensual, grandiosa en escala mínima, pétrea pero sombreada por estanques fragantes de sombra sobre los cuales resplandecía un cielo que le recordó el de Grecia, luz sobre los muros ocre y levemente rosáceos o amarillos. En La Fundación saboreó un buen mezcal y apuntó en su libreta la palabra plenitud.
Su gusto por la deriva lo recompensó cuando, después de comer, descendió unas escaleras que lo depositaron en espacios abovedados. Cada paso resonó con el eco amplificado de otro tiempo. La luz escurría su reflejo espaciadamente en aquellas bóvedas enormes que desplegaban sus amplios y sólidos arcos prolongando galerías que terminaban desvaneciéndose en la penumbra.
Decidió pasear hacia dentro del túnel y a poco de caminar distinguió entre el eco de sus pasos el sonido del agua que goteaba en contrapunto. Debían ser filtraciones que desde la superficie solar caían hasta la vasta galería. Siguió caminando con mayor prisa cuando percibió que los golpes aislados del goteo se habían transformado en rumor líquido. Mirando las bóvedas altísimas y las paredes cóncavas que las sostenían pensó que se trataría de un acueducto subterráneo.
Lo que más lo intrigó de aquel sonido acuático fue que al tacto los muros parecían razonablemente secos. Alrededor de cien metros más adelante, en la penumbra era difícil saberlo con precisión, se abría un pozo de luz que iluminaba una escalera de caracol.
Como el rumor del agua crecía se apresuró para alcanzar la columna pálida que señalaba la escalera. Ahora distinguía su metal oxidado cuya precariedad le sugirió telarañas. El rumor había crecido tanto que inundó el espacio. Estaba por alcanzar la escalera cuando vio que un golpe brutal de oscuridad obnubilaba la columna incierta y devoraba la escalera arrastrándola.
Los forenses dictaminaron un paro cardiaco masivo aunque todos los síntomas e incluso el hecho de que su ropa se encontrara empapada indicaban que había muerto ahogado.
El círculo de las hadas
Desde la muerte de su padre, su tío se empeñaba en llenar ese vacío aunque no hacía falta y era molesto. A pesar de que estaba contento en su escuela, su tío se había tomado la libertad de cambiarlo de colegio inscribiéndolo para el próximo curso en un sitio decrépito y lóbrego. Por eso cuando su madre le anunció que pasarían el siguiente fin de semana en casa de su hermana le pareció pésima idea. Allí nunca sucedía nada.
Cuando el coche torció a la derecha sintió escalofríos. El camino bordeado por castaños los acercaba serpenteando. Desde una curva vio a lo lejos un cerco de árboles enormes formando una isla compacta que se distinguía del campo donde pastaban las ovejas.
–¿Y eso?
–Es un círculo de hadas.
Miró a su madre incrédulo y seguro de que se trataba de una broma pero lo decía en serio.
–¿Hace cuánto está allí?
–No lo sé. Es muy viejo. Nadie puede tocarlo.
–¿Por qué?
–Porque quien se atreva corre un peligro muy serio. Así que mucho juicio, ¿eh?
Le hubiera gustado enfermar súbitamente. Una fiebre ligera o algo así. No le hacía ninguna gracia eso de salir a primera hora a buscar incansablemente animales para matar pero, según su tío, era inadmisible permanecer en casa para leer y menos para perderse en ensoñaciones.
La lluvia lo arrulló barriendo suavemente los ventanales que daban a un jardín cuyos muros vegetales creaban una perspectiva cerrada sobre una escultura de bronce que representaba a Titania. Antes de dormir le había pedido fervientemente un deseo.
–La lluvia es tonificante —afirmó su tío al alba y, encasquetándose un sombrero de tweed y cogiendo su escopeta, atravesó enérgicamente el vestíbulo ajedrezado y salió al patio donde lo esperaba el mozo con el sabueso que le traía los cadáveres a veces todavía estremeciéndose entre sus fauces.
Caminaron a campo traviesa deteniéndose aquí y allá para cobrar un par de conejos pero un faisán pudo escapar volando hasta el círculo de las hadas.
–¿Lo vas a dejar escapar? —le preguntó para calar su valor.
Sin esperar respuesta caminó en dirección al círculo que de cerca parecía más sombrío e impenetrable. Su tío lo siguió y se detuvieron a unos metros de la barda de laja gris que ceñía la isla. El mozo se detuvo detrás. Entonces escucharon el rumor que hacen los arbustos cuando algo se mueve entre ellos.
–¿Lo oyes? Está allí adentro.
Su tío dudó un instante pero cuando notó que los muchachos intercalaban miradas se echó el fusil al hombro y encaramándose a la barda saltó dentro. El perro, inquieto, corrió rodeando el círculo y ladrando sin cesar desapareció. El mozo guardó silencio y de tanto en tanto atisbaba el cielo que en ese momento se ensombreció como si ya fuese noche cerrada y de las nubes negras e hinchadas empezó a caer un chubasco acompañado de granizo.
Los muchachos se alejaron corriendo para buscar un refugio pero como todo alrededor eran prados tuvieron que ir hasta las inmediaciones del lago donde crecían varios sauces. Desde allí el mozo, que era mayor, alcanzaba a vislumbrar la masa compacta del follaje que señalaba el círculo mágico.
La lluvia apretó descargándose en gruesas cortinas de agua helada zarandeadas por el viento. Los jóvenes permanecieron absortos porque nunca habían visto nada semejante pero una violenta descarga eléctrica que retumbó como si arrasara el cielo e inmediatamente desgarró la oscuridad con descargas lívidas interrumpió su turbación hipnótica.
–¡Cayó en el círculo de las hadas! —dijo el mozo escurriendo.
Arrepentido de haber retado a su tío abandonó el sauce para pedir ayuda. Deseó que no fuera demasiado tarde aunque cuando corrían colina arriba hacia la casa el mozo gritó como si se le escapara el alma. Cerrándoles el paso se alzaba su tío bajo la lluvia y a medida que levantó la mirada distinguió primero el faisán inerte cogido de las patas, luego el abrigo chamuscado y al final una gran cabeza de asno sin sombrero para protegerse de la lluvia. ~
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BRUCE SWANSEY (Ciudad de México, 1955) cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Ha sido profesor en esta institución y en la Universidad de Dublín. Es autor de relatos y crítico de teatro.