En la primavera de 1913 el mundo cambió. Para ser exacto eso sucedió el 29 de mayo a las 8:45 en el Théâtre des Champs-Élysées donde los entusiastas de los Ballets Russes se congregaron para escuchar y contemplar los frutos prohibidos que Diaghilev preparaba cada temporada para estimular y mantener el interés del público parisino. Apenas el año anterior se había coronado con La siesta de un fauno, la pieza de Debussy que inspirara a Nijinsky para crear una coreografía que un siglo después no ha perdido su poder de seducción.
La noche del 29, Diaghilev se proponía ir más lejos. Tenía presente una frase de Napoleón a quien se atribuía haber dicho que tomar las Tullerías no era difícil pero conservarlas, extraordinario. Y eso es lo que Diaghilev procuraba infatigablemente. En una época en la que el apetito por las novedades era insaciable y en la que el ritmo de cambio se aceleraba, su empresa requería un influjo constante de creadores empeñados en superar el trabajo de sus predecesores.
Aunque ambicioso, el empresario no carecía de cierta cautela y sabía que incluso el público más sofisticado tiene límites impuestos por siglos de inercia y que nada resulta más desagradable que pagar para confirmar la propia gazmoñería. Por eso el programa inició con Las sílfides, que tanto desde el punto de vista musical como coreográfico daba a los espectadores lo que esperaban en términos de “buen gusto”. Diaghilev habrá pensado que tal entremés lograría la buena disposición de los espectadores para el plato fuerte, que reunía de nuevo a un binomio triunfador a quien ya se debía El pájaro de fuego y Petrouchka, que habían situado a Stravinsky como estrella ascendente y habían consagrado a Nijinsky como el bailarín más admirado de los Ballets Russes y como un coreógrafo capaz de resucitar un arte que desde hacía tiempo era considerado intrascendente, filigrana hecha para el entretenimiento y no pocas veces para facilitar las titilaciones de los viejos verdes que acudían a las salas para admirar la belleza de señoras en trajes breves como las plasmó Degas.
Esa noche el público asistía al estreno de La consagración de la primavera. Quienes habían visto La siesta del fauno el año anterior esperaban con mal disimulada inquietud, que transformó el vestíbulo del teatro en una pajarera. Después del intervalo los espectadores retornaron a sus butacas ávidos por ver a Nijinsky, encantados con el desafío que estaban seguros de asumir civilizadamente.
Aunque es imposible saber exactamente lo que ocurrió, lo cierto es que La consagración empezó siendo desconcertante y terminó por ser insoportable. En lugar del brillante “exotismo” con que Diaghilev sabía comerciar hábilmente, el escenario parecía deslucido y pobre.
Ni siquiera los conocedores más sofisticados estaban preparados para escuchar lo que consideraron el trabajo de un loco que desintegraba la música hasta volverla ruido mediante masas sonoras en conflicto y rupturas entre el ritmo, la melodía y la armonía distribuidas en patrones obstinados y cacofónicos. Pero si la partitura de Stravinsky los ofendía el trabajo de Nijinsky los indignó, porque llevaba al extremo una corporalidad brutal y frenética que arrebataba a los bailarines toda apariencia humana transformándolos en bestias congregadas para celebrar un ritual fascinante, a la vez atrayente y repulsivo.
El público se agitó en los asientos, algunos sisearon, otros se miraban estupefactos. ¿Qué había sucedido y cómo semejante aberración era posible? Aunque La consagración de la primavera los tomó por asalto, la transformación que atestiguaban no era súbita. Ya desde mediados del siglo XIX las flores del mal eran cultivadas en jardines cuya rebelión afirmaba la primacía de la imaginación y los artistas avanzaban hacia la vanguardia reemplazando lo sublime mediante lo infame como había hecho magistralmente Baudelaire con “Una carroña”. Incluso dentro de los vastos confines del imperio ruso y a pesar de la autocracia, la censura, el espesor de la masa ignorante y desposeída y el recelo religioso venía dándose un cambio de actitud en relación con la existencia y función del arte, particularmente visible en la narrativa. Un nuevo sentido crítico despuntaba. Entre mediados del siglo XIX y principios del XX las musas celebradas en las fachadas y tímpanos de los palacios de bellas artes que señalan la apoteosis burguesa descendieron funambulescas.
A diferencia de las demás artes el ballet continuó indiferente a los signos del tiempo. Anclado en las cinco posiciones básicas definidas por Pierre Beauchamps en el siglo XVIII, que se repetían como mecanismo de relojería que daba a los bailarines cierta semejanza con muñecos mecánicos. La música servía como acompañamiento y los coreógrafos cuidaban que no destacara. Incluso Tchaikovsky, a quien se deben éxitos como El cascanueces, La bella durmiente y El lago de los cisnes, cuya popularidad no ha decrecido hasta nuestros días, debió armarse de paciencia frente a las exigencias de Marius Petipa. Esas piezas son el canto del cisne de una manifestación artística que Rimsky-Korsakov consideraba “degenerada”.
Pero si el cisne entonaba su aria fúnebre Nijinsky lo ahorcó. Es cierto que no lo hizo solo. Hay que recordar la cruzada de Isadora Duncan contra las formas anquilosadas del ballet clásico enfatizando la unión entre cuerpo y espíritu. En su lucha por liberar la danza invocaba una antigüedad utópica basándose en las representaciones en los vasos y ánforas griegos. El cuerpo surgía como expresión de un pacto nuevo entre ética y estética, la expresión de una verdad inédita al servicio de exigencias revolucionarias. Pero si la Duncan cimbró el edificio pompier del decoro, la temporada de 1912 de los Ballets Russes fue la trompeta de Jericó que derribó los muros del cinismo que caracterizó a la Belle Époque. La siesta del fauno develó una cualidad inaudita porque exhibió el cuerpo masculino y mostró una sensualidad escandalosa.
También habría que considerar que además de la guerra el siglo XX amó la danza. La musa moderna es una flapper que participa de la pasión colectiva por el baile reflejado en la pintura. Lienzos como Campesina danzante (1900), de Phillip Malyavin; La danza de los velos (1907), de Picasso; Jóvenes danzantes (1912), de Gino Severini; Verano. Danza (1912), de Pierre Bonnard, y Escena de salón de baile (1913) de C.R.W. Nevinson, confirman el renovado interés por el cuerpo en movimiento. En La danza (1910), Henri Matisse invoca un círculo de figuras desnudas que anuncia la corporalidad frenética y “primitiva”, las torsiones inesperadas y rituales que habrán de culminar en La consagración de la primavera.
Los experimentos radicales de Nijinsky forman parte de una vanguardia estética coherente con un proceso de cambio acelerado. Si la humilde bicicleta había acortado las distancias, los ferrocarriles comprimieron el paisaje y el automóvil transformado en bólido desplazó a los caballos pura sangre. La palabra clave de la época es velocidad.
No es accidental que Umberto Boccioni considerara que no había nada estático en el mundo moderno. El paroxismo del movimiento se propone despegar y capturar el mundo desde arriba simultáneamente. La consagración de la primavera está poseída de ese vértigo y es la clave del trabajo corporal de Nijinsky que lleva mucho más allá de lo que cualquier danza se había propuesto, hasta la exasperación que solo puede conducir al aniquilamiento: un rito propiciatorio.
Diaghilev consideraba que la misión del arte no era imitar la realidad sino provocar una experiencia genuina y para lograrlo cualquier medio era justificable. De allí que parte de la preparación corporal para enfrentar el reto de la música compuesta por Stravinsky se apoyara en la gimnasia eurítmica de Dalcroze, a quien Diaghilev y Nijinsky visitaron en 1912 en su escuela cerca de Dresden.
Nijinsky llamó a sus movimientos “gestos estilizados”. En contacto con ritmos desquiciantes el nuevo arte liberó al cuerpo de cuanto hasta entonces lo había contenido, eligiendo las asimetrías rítmicas de una danza sacrificial que ponía en marcha fuerzas oscuras y adquiría un carácter demoniaco opuesto a las visiones idílicas y paternalistas de la naturaleza y el folclor. En lugar de mostrar la belleza y la gracia inefables los bailarines acometieron un rito caníbal mediante una corporalidad desquiciada y movimientos juzgados ofensivos y grotescos. En vez de flotar, los bailarines golpeaban el suelo y saltaban reiteradamente en una celebración antediluviana.
La consagración de la primavera sintetiza las características que definen la revuelta moderna: la hostilidad contra el pasado, la fascinación por el “primitivismo”, el énfasis en el vitalismo romántico opuesto al racionalismo, la percepción de la existencia como sucesión fragmentaria opuesta a la unidad absoluta y la exaltación del cuerpo y la sensualidad como elementos fundamentales de la emancipación.
Los “gestos” de Nijinsky proclamaron la distorsión y la brutalidad de las posturas, contrarias a cuanto se consideraba bello. El experimento, además, rechazó toda concesión mediante la escenografía y el vestuario, reemplazados por la desnudez del escenario y la sustitución de los tutús y las chaquetas de terciopelo por pieles que parecían apenas arrancadas de las bestias. Venciendo a la muerte La consagración alumbró la danza contemporánea.
Un nuevo territorio se abrió para quienes se atrevieran a asumir los riesgos de una transformación estética cuya audacia llega hasta nuestros días. Nijinsky liberó una fuerza que liquidó cuanto se consideraba hermoso y abolió las diferencias entre hombres y mujeres que participaron por igual en la creación de una corporalidad cruda, centrada en sí misma, que no desafiaba la gravedad sino que la subrayaba febrilmente en sus aspectos más ominosos.
Vista a la distancia La consagración de la primavera anticipa un sacrificio mayor que tampoco aplacaría a los dioses a pesar de la carnicería de la Guerra del 14. Quienes permanecieron en sus butacas después de La consagración pudieron tranquilizarse con El espectro de la rosa pero conscientes de que nunca nada sería igual.
Henri Quitard, crítico de Le Figaro, consideró que el ballet había sido transformado en una “caricatura”. Se ofuscaría si supiera que La consagración de la primavera continúa provocando nuevas interpretaciones desde su reposición en 1920, encargada por Diaghilev a Léonide Massine. Desde entonces ha atraído el interés de coreógrafos como Maurice Béjart, que en 1959 enfatizó su carácter genésico; la versión de Kenneth MacMillan, de 1962, que privilegió una estética coreográfica africana; la de Glen Tetley, de 1974, que reemplazó a la doncella como víctima sacrificial por un joven, y la versión de 1984 de Martha Graham que ubica La consagración en el suroeste norteamericano. Cada versión ha puesto al día propósitos que cazan la estética con una agenda revolucionaria. La más reciente de las reinterpretaciones del ballet de Stravinsky ha vuelto a los escenarios y puede verse actualmente en Sadler’s Wells, en Londres, como merecido homenaje a la danza que al revelar una corporalidad liberadora contribuye a transformar Occidente. ~
_________ BRUCE SWANSEY (Ciudad de México, 1955) cursó el doctorado en Letras en El Colegio de México y el Trinity College de Dublín, con una investigación sobre Valle-Inclán. Ha sido profesor en esta institución y en la Universidad de Dublín. Es autor de relatos y crítico de teatro.
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