Aguda reseña de la obra de uno de los poetas mexicanos más importantes de su generación que, por razones que explica el autor, no ha tenido la difusión que merece. De hogueras (Cabos sueltos, 2012) es la antología que comprende la poesía que Arturo Córdova Just escribió de 1982 a 1999.
De la memorable exposición desarrollada por Victor Hugo en el prólogo a su Cromwell que es conocido como el Manifiesto romántico, y que leí por primera vez cuando empezaba a formarme como lector hace unos treinta años, siempre me ha acompañado la idea de que el contraste es una de las características esenciales de ese arte —al que en 1827 él llamaba “moderno”. Ahora que reflexiono sobre la obra de Arturo Córdova Just (Ciudad de México, 1952) y releo el célebre ensayo, recupero aquella idea que me devuelve a los territorios de mi amigo: la preponderancia de la contraposición y la diferencia relacionada entre las cosas para realzar sus respectivas naturalezas y fijarlas en un lugar más justo en el mundo. Como no es infrecuente entre los poetas mexicanos contemporáneos, me parece que el contraste y quizás incluso las contradicciones del romanticismo histórico han dejado en Córdova Just una huella duradera. Quienes tenemos la suerte de conocerlo en persona sabemos que de ello advierten suficientemente su aspecto y su temperamento: al menos yo nunca he conocido a un hombre de su fuerza física que al mismo tiempo sea capaz de sentir la realidad con delicadeza y ternura semejantes. Ocurre lo mismo con sus poemas: el aspecto robusto de sus estrofas e incluso una cierta impresión de impenetrabilidad pueden engañarnos: si por su apariencia recuerdan la naturaleza del granito, las imaginaciones características a las que sirven de sustento les dan una ligereza esencial. Sobre todo los poemas de los últimos años —pienso en los que conforman su libro Al acecho del relámpago (Aldus, 2008)— suelen ser vastos monolitos que se desgranan en menudas y prolijas pedrerías. También es interesante comprobar cómo, pese a su desbordada imaginación, a su prosaísmo y a un cierto desarreglo connatural, la sonoridad de las palabras a las que acude y la forma de organizarlas dentro de los poemas responden a un patrón “clásico”, lo que añade un nuevo contraste interesante: si los elementos que están en juego en ellos —temas, tonos, temperaturas— aparecen sin desbastar, con frecuencia en su estado de aspereza primitiva, no por ello dejan de ser conducidos por un oído que resulta concertado y armónico.
Hay un contraste más en algo que es circunstancial pero que nos permite conocer mejor a nuestro poeta: aun cuando no ha dejado de escribir y publicar —si se quiere de manera excéntrica e irregular pero constante—, su obra —por falta de divulgación y ausencia de comentarios críticos, e incluso por un inexplicable desdén del propio poeta por darse a conocer— es marginal dentro del cuerpo de la poesía mexicana, cosa que no es por sí misma. Su trabajo reclama una lectura que lo ubique en el paisaje de la poesía mexicana, y la flamante edición del volumen De hogueras —que reúne sus primeras plaquettes, hasta ahora inconseguibles— ofrece una oportunidad para intentarlo. Hay un elemento preponderante que deberá considerar quien se decida a hacerlo: su poesía es del género que podríamos llamar genésica, en el sentido de que engendra un sistema independiente y autónomo que tiene la intención de nombrarlo todo y, en cierto sentido, de nombrarlo por primera vez. Según esta actitud ante el lenguaje, parecería que el universo y la poesía despiertan con Córdova Just. Las palabras, por cierto, cuajadas de romanticismo que utiliza Victor Hugo para describir al primer hombre, y preparar así el terreno discursivo para su explicación del nacimiento del arte moderno, vuelven a recordarme la obra de mi amigo: “En presencia de las maravillas que lo deslumbran y embriagan, su primera palabra no es más que un himno”. Y añade estas otras, que cualquiera que conozca a Arturo estará de acuerdo en que parece que lo describen precisamente a él: “Está todavía tan próximo a Dios, que todas sus meditaciones son éxtasis y todos sus sueños visiones”. (Utilizo la edición de la Editorial y Librería Goncourt, Buenos Aires, 1979, cuya traducción, estudio preliminar y notas son de Hernán Peirotti.)
©B.J. Carrick, Alien mitt bird,
lápiz y tinta sobre papel crema,
21.6 x 28 in, 2011.
Por supuesto, esta manera de sentir el mundo entraña una ingenuidad esencial, y esa ingenuidad, con que el diccionario define a quien es candoroso y carece de doblez, está también en el corazón de un poeta para el que todo se presenta por vez primera invariablemente cargado de frescura y novedad. Sin embargo, nos acercaríamos muy poco a esta ingenuidad si no descubriéramos en ella su complemento contrastante, quiero decir la vulgaridad, la decadencia y hasta la podredumbre de la experiencia moderna. Y es que para Victor Hugo el contraste del arte romántico está en el que se establece entre lo sublime y lo grotesco. Muy seguido encontramos en Córdova Just enumeraciones de objetos o de acciones que imitan ese ir y venir entre lo exquisito y lo común y corriente; entre las angélicas figuraciones de una suerte de poesía pura y el tráfago; los callejones donde anida la pobreza, la chabacanería y la descomposición de la vida de las grandes ciudades. En De hogueras (cuyo título proviene del verso “de hogueras mi casa hiciste con tu carne”, del poema “Ultramarino”, p. 58) pueden leerse versos como estos:
Algo nos tragó y se viaja por la cañería
Mandibulantes y cópula de ratas
Con trajes y camisas y enjardinados de
[papel y dulces de amoníaco
Bebe la señora los floridos orines del
[señor
(“Cartas sentimentales, 1”, p. 97.)
El contraste se vuelve más evidente en su caso porque, antes que cualquier otra cosa, Córdova Just es una máquina de imaginar: “el sol es un cíclope y oculta su cuerpo tras las nubes / Al abrir la boca, produce la oscuridad que nos empuja al sueño” (“Al reverso de la herida, 48”, p. 183). La imaginación es su pan de cada día, el estado del mundo que prefiere, su ética, su religión, incluso su política. De imaginación se tiñe todo lo que construye y expresa. Al igual que la imaginación de la realidad, si hay algo que pueda llamarse de esa manera, la suya proyecta delicadas estampas poéticas a veces solo para contraponerlas a otras de naturaleza grotesca, o prosaicas, o por lo menos “antipoéticas”. Victor Hugo vuelve a salir en ayuda de mi intento de exposición:
La belleza universal, que la antigüedad difundía por todas partes solemnemente, era algo monótona; cuando una misma impresión se repite sin cesar, a la larga fatiga. Lo sublime sobre lo sublime con dificultad produce un contraste, y necesitamos descansar hasta de lo bello. Parece, por el contrario, que lo grotesco sea un momento de pausa, un término de comparación, un punto de partida desde el que nos elevamos hacia lo bello con percepción más fresca y más deseada.
Sin embargo, si el arte de Córdova tiene esa raigambre romántica, su obra se coloca después de los quiebres y las averiguaciones vanguardistas y, por eso, quien haga el intento de ubicarla en el contexto de nuestra poesía los deberá de tener en cuenta: si su tienda ofrece algo de creacionismo, me parece que sobre todo tiene en exposición alguno de los más eficaces procedimientos surrealistas. Esas rápidas e incontenibles cabalgadas en las que el poeta ensambla con creciente vigor objetos o acciones, sustantivos comunes iluminados de forma poética o verbos que aparecen y desaparecen a una velocidad cada vez mayor, recuerdan el automatismo del surrealismo. Estas palabras de un poeta —afín a ese movimiento— sobre el efecto de la escritura llevada a cabo a distintas velocidades, sirven para describir lo que resulta del método de trabajo de Córdova Just:
La coherencia tradicional del relato es abolida para dar paso a una coherencia afectiva, impulsiva, indescifrable a primera vista pero que se nutre de las sorpresas perturbadoras o desconcertantes del sueño. La profusión de imágenes que resulta no es tan gratuita como parece pues por medio de los saltos y los síncopes traspuestos de esta escritura […] se recupera el influjo de los recuerdos lejanos, mezclados a las sugestiones de una cotidianidad reciente, los meandros de la ensoñación, entrecortados por espigas de la obsesión y las ideas que estructuran, desflecadas por el asalto de los deseos ocultos. (Patrick Waldberg, El surrealismo, la búsqueda del punto supremo, FCE, México, 2004, p. 57.)
Desbordado, proteico, con frecuencia inconmensurable, Córdova Just acude constantemente a los extremos pero no se solaza en ellos y en la base de su poética hay un intento de hacer con su combinación una materia homogénea. Como sea, me parece que es su naturaleza extremosa lo que hace que su poesía de cuando en cuando se me escape, porque llega a donde yo no puedo llegar y asoma a donde yo no alcanzo. También es verdad que no siempre lo acompaño en sus imaginaciones y sus gustos: en sus imágenes, porque de cuando en cuando no las veo; en sus gustos, porque su imperiosa lógica de trabajo, que todo lo involucra y tiene que ver con todo, no siempre se detiene a cuestionar lo que aprueba, como si la violencia de su proyección imaginativa lo hubiera obligado a arrancarse los ojos y paradójicamente hubiera dejado de ver.
Pero quizá la razón más importante de mi eventual desapego esté en que tiene algunas virtudes que a mí me faltan, empezando por su fe ciega en el poder de la palabra poética. También porque esa fe se extiende al mundo y por lo tanto, al menos en cierto sentido, se sitúa más allá de las palabras. La prueba está en que sus versos comunican la sensación de que el lenguaje es insuficiente: el poeta asciende, sube a lo más alto y estalla, en el lugar en el que no alcanza la voz. Sus poemas tienen algo de ese balbuceo al que se refería Eduardo Parra Ramírez cuando presentó este mismo libro a la comunidad de estudiantes de la Escuela Mexicana de Escritores. La lengua no es suficiente para satisfacer sus necesidades comunicativas acaso porque estas no pueden siquiera expresarse en palabras y por eso su cometido es en cierto modo un fracaso, el fracaso de la lengua misma. Me parece que ahí hay otro contraste que nos brinda una nueva pista para su definición: si por un lado se realiza en el acto de satisfacer la necesidad de decir, por el otro se desagarra al intentar alcanzar la imagen que se le escapa, reproducir el tono que lo exalta, palpar la textura que lo arrebata. Creo, además, que parte de su método compositivo considera el abandono de los materiales en el estado en el que salieron de su fábrica, con el brillo de la imaginería que acaba de suceder y la frescura de la exposición original. Así, sus poemas parecen el producto de la más reciente de las creaciones: gigantescos esbozos hechos de toda la materia del universo, embadurnada con mano generosa, puestos a circular por una portentosa imaginación.
Pero la mejor prueba de que se me escapa es que expreso mis ideas sobre sus poemas con demasiada torpeza. Entonces, cuando me prometo regresar a interrogarlos, viene a mi mente un cuento que siquiera por la vía de la intuición me permite explicar mejor lo que me produce su trabajo. Me refiero a aquel relato folclórico, de origen europeo, del niño que vive en el bosque aislado con su madre viuda. Como las cosas se han puesto difíciles, el niño Córdova Just —que por el tiempo de mi fábula anda por los ocho o nueve años— acude una mañana a la ciudad para vender una vaca, la única posesión que les resta del menguado patrimonio familiar. En el camino, un hombre de extraña apariencia lo convence de cambiar la vaca por un puñado de frijoles mágicos. Gobernado imperiosamente por su imaginación, Córdova Just no lo piensa dos veces y acepta el trato. Al volver a su casa, la madre no puede creer lo que ven sus ojos. Furiosa, descarga en él una reprimenda, arroja por la ventana las habichuelas con las que piensa que los han engañado y manda a su hijo a la cama sin derecho siquiera a cenar. A la mañana siguiente, en cuanto asoma el sol, la madre y el hijo descubren que los frijoles han germinado convirtiéndose en un prodigioso tronco vegetal que llega a una altura a la que los ojos no alcanzan, más arriba de las copas de las árboles más altos, del otro lado de las nubes. Siguiendo una llamada que entiende solo a medias, y que no entiende nadie más que él, Córdova Just trepa hasta alcanzar el reino de un ogro que custodia un deslumbrante tesoro. Aquel ogro es el señor de lo grotesco, cuyo mundo de bellezas absolutas solo podrá ser conquistado por quien tenga la fuerza física y la ternura suficientes para comprenderlo. Las románticas palabras de Victor Hugo resuenan más sugerentes que nunca: la descripción de aquel mundo, visto por vez primera, no podrá ser sino un himno en el que todas las visiones sean sueños y todas las meditaciones, éxtasis.
Solo después de leerlo mucho me parece que consigo apreciar aquel fenómeno vegetal desde la perspectiva adecuada, y de tarde en tarde, cuando el día es propicio y la luz viene en mi ayuda, alcanzo a divisar hasta dónde se yergue la obra de este poeta que durante años ha desdeñado la realidad y de pronto siente la urgencia de mirar hacia abajo y ver por dónde se han desplegado sus leñosas extremidades para ocupar el espacio de esta magnífica manera. Veo a Córdova Just, al mismo Córdova Just sexagenario del día de hoy, con esas mismas barbas domeñadas y esa mirada serena tras las dioptrías de sus lentes de pasta negra, encarnado en la piel de aquel niño que un día cambió su patrimonio por un plato de frijoles mágicos que lo llevaron a un mundo de imágenes que los demás solo podremos adivinar a través de sus palabras. ~
* Este texto fue leído en la presentación del libro De hogueras en la Capilla Alfonsina de la Ciudad de México, el 13 de abril de 2013.
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FERNANDO FERNÁNDEZ (Ciudad de México, 1964) es autor de las colecciones de poemas El ciclismo y los clásicos y Ora la pluma. Tuvo la Beca Salvador Novo y fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Fundó y dirigió las revistas Viceversa y Milenio y fue Director del Programa Cultural Tierra Adentro y Director General de Publicaciones del Conaculta. Su libro más reciente es Palinodia del rojo, publicado por Aldus.