Dedicado a los miembros del Comité de toponimia de Tukyo’m, con toda mi admiración
Hace unos días, las noticias anunciaban que en mi pueblo Tukyo’m (Ayutla) los nombres de las calles y las veredas, además de la numeración de las casas, estaban en mixe.
Los nombres de calles, caminos y veredas también tienen nombres en mixe en la comunidad de Xaamkëjxp (Tlahuitoltepec) y sé de varias iniciativas más en otras comunidades.
En mi pueblo, una gran parte de los nombres que fueron asignados a las veredas y caminos incorporan la toponimia local, muchos de los nombres de las veredas me hacen pensar de nuevo en designaciones casi olvidadas y me permiten imaginar un mapa del espacio distinto del que pensaba anteriormente , un mapa más cercano al que vivió mi abuela en la infancia. Un mapa que quedaría cubierto de haber elegido nombres de héroes patrios como alguien sugirió.
Los topónimos guardan la memoria sobre el espacio y no por nada, como se ha dicho ya bastante en la teoría del léxico, se mantienen a pesar del cambio o sustitución de una lengua. Recuerdo que un profesor nos explicaba como en España aún quedaban, en los nombres de ciertos lugares, topónimos de origen celtíbero. Para no ir más lejos, la Ciudad de México es un claro ejemplo, los topónimos están en náhuatl.
A través del tiempo el espacio que habitamos cambia pero se mantiene en una paradoja continua. El espacio que habitó mi abuela en la infancia es el mismo que habito yo ahora, pero es radicalmente distinto. Ella siempre dice que el espacio que se camina se vive de manera distinta: los campos no son los mismos si los recorres a pie o si los percibes desde la carretera. Estas diferencias se relaciona directamente con los topónimos, sólo si caminas hacia esa montaña comprendes por qué ese lugar se llama, literalmente, “A un lado de la piedra de la orquídea” o “Donde el camino se hace 4”.
Una gran parte de la designación oficial de los caminos y veredas de mi pueblo recupera esta toponimia que iba poco a poco desvaneciéndose en la memoria colectiva al vivir el espacio de nuevas maneras. Ahora tengo siempre presente que la vereda que lleva a mi casa tiene el nombre de la divinidad de lugar del cultivo, porque hacia allá lleva, con todo el peso de su carga simbólica. Mapas simbólicos que se superponen con el mapa que yo vivo y que dotan de doble significados a los lugares, a los parajes y a los giros de las veredas.
Además del significado y el peso oficial, la designación de estos nombres ayuda además a equilibrar un poco el paisaje gráfico que está casi por completo en español aún cuando el idioma mayoritario sea el ayuujk; también desata discusiones sobre la escritura que me parecen sanas y necesarias: “eso no se escribe así” dicen unos “debería escribirse así” dicen otros, “yo te explico y te enseño a leer mixe” responden otros más. Alrededor de las placas que indican el nombre de un camino (ilustrados con grabados de un artista local) se pueden desatar preguntas sobre la memoria del espacio, la lengua y la escritura. Esos son los procesos necesarios y por eso es que es importante haber dispuesto la señalética en ayuujk.
Yo espero que estos nombres también se filtren a las direcciones que se indican en las credenciales de elector, en los recibos de luz y en los documentos oficiales. Espero que el “Domicilio conocido” sea sustituido por “Konk käm’äm 47” o por “Jäjta’aky 4”.
Por lo pronto, mientras camino al lado de mi abuela por las veredas de Tukyo’m, ella me pide que le lea los nombres de los caminos, a cambio, casi siempre recibo una historia que me explica, y reconfigura, el espacio que habito, que habitamos.