Mucha de la modernidad ha resultado sorprendernos; quizá esa sea parte de la lógica de la modernidad (que aún no termina, por más que así se piense), la de sorprendernos a nosotros los blancos y occidentales, de forma casi permanente. Es una suerte de adicción, un fetiche inconfesable a nuestro propio ingenio, talentos y descubrimientos. Ahí aparecen el internet, que cada vez adquiere formas más espectaculares, las maravillas de la física y la tecnología militar (que han evitado muchas muertes y han provocado muchas otras, de otro tipo), los avances médicos (que han casi duplicado la esperanza de vida en los países menos desarrollados durante el último medio siglo) y nuestro entendimiento ingenieril y químico para dejar de envenenar al planeta.
Parecemos reconocer todo, o muchísimas cosas, y al menos parecemos saber, con niveles de confianza científicos y ciertas arrogancias matemáticas, qué es lo que vamos a descubrir más o menos cuándo. “En 24 años descubriremos inteligencia extraterrestre”, leí ayer que dijo un científico en una conferencia que se presumía seria (quizá no lo era, no lo sé). Es decir, ya afianzamos con lo hipotético, ya buscamos asegurarlo. Es impresionante.
Funciona la mayoría de las veces, y vivimos en un mundo antes impensable, por lo que existen algunos olvidos que parecen imperdonables. Olvidos de asuntos que cualquiera puede intuir han quedado irresueltos, olvidados, inhumanamente abandonados por el interés científico y las poblaciones médicas.
Entiendo que el cerebro humano es como el espacio exterior; sabemos muy poco de lo que sucede y puede suceder en él, y nuestro conocimiento real del asunto en realidad ha empezado a considerarse como una disciplina rigurosa y de recientes entradas de conocimiento hasta hace muy pocos años. El cerebro es tan misterioso como el negro de nuestros sueños, como la materia oscura de nuestras noches y tan silencioso como los son los planetas que se encuentran ahí, flotando en la aparente nada.
Pero las formas que hemos empezado a entender de su funcionamiento deja una conclusión intuitiva, sí, pero evidente: muchas, muchísimas de nuestras conductas están propiciadas por nuestra estructura y conformación neurológica y cerebral. Somos proclives a una cosa y a la otra, a ser afectos al ejercicio, a ser más callados, quizá (y esto se maneja poco, pero sería una herramienta fundamental para el avance de los Derechos Humanos) a una fijación homosexual o bisexual o transexual. Existen los factores externos y los psicológicos, sin duda, pero tiene que armarse un esfuerzo de educación profunda para entender que, en las ramas del comportamiento emocional, sexual y psíquico de un individuo, todo juega.
Digo lo anterior no solo en defensa, insisto, de las partes más vulnerables de nuestra sociedad (que resultan ser esas poblaciones que representan esa enferma idea de lo “plural”, lo distinto pero tolerado, etcétera), sino para atacar un punto que resulta criminalmente ignorado: las adicciones.
Pareciera yo asumir el tono de una señora exagerada e histérica que hizo labor social en los setentas (“¡que alguien piense en los niños!”), pero platicando con muchos expertos en el tema, y con muchos otros afectados, escuchando por años opiniones en la calle y dejando a un lado verdaderas tragedias humanas, pareciera que, si bien el tema de las adicciones ya no se considera uno de mera voluntad y decisión personal (el viejo truco de la “fortaleza” individual), todavía estamos en una situación patética en términos de tratar al fenómeno como un asunto fundamentalmente neurológico y médico.
“Yo no lo sé de cierto”, diría el poeta, pero me queda claro que no hemos hecho un esfuerzo consciente y verdadero para entender esta oscura y tristísima faceta del comportamiento humano. El porqué tendemos a destruirnos, sea a partir de una droga, de inhalar un humo, de comer como enfermos, de ejercitarnos hasta que se nos detenga el corazón. Ese misterio del cerebro es de los grandes misterios de la humanidad entera.
En términos numéricos y demográficos, sería un éxito para los sectores de salud quizá del mismo tamaño que controlar y desaparecer las formas más mortales del cáncer o el descontrol de insulina. Quizá se descubra así que hay condiciones del cuerpo que están todas perfectamente relacionadas. No lo sé.
Pero sé que no podemos dejar pasar la oportunidad que nos da nuestro histórico ánimo por el descubrimiento y la sorpresa: al día de hoy se piensa en el adicto como un adicto, y no como un enfermo crónico.
Por eso se tienen que “jurar” y dejar de consumir a regañadientes, con esfuerzos más valerosos de lo que jamás muchos pudieran entender, incomprendidos e incapaces de cuadrar en una sociedad que no los entiende. No los entiende ni un poco.
Una sociedad que no parece tener el tiempo de indagar más sobre uno de sus asesinos más letales y latentes.