La memoria histórica también falla. Europa atestigua la expansión de los grupos extremistas, muchos de ellos xenófobos y racistas, y lo hace con la venia de grandes porciones del electorado. ¿Una consecuencia previsible de la mala economía? ¿Problema congénito?
“El temor a que el avance de los movimientos populistas y euroescépticos encuentre un reflejo en la configuración del Parlamento se ha convertido en una preocupación permanente en la agenda de las instituciones europeas y en las formaciones políticas mayoritarias.” Esto es lo que escribía en estas mismas páginas varias semanas antes de que se celebraran las elecciones parlamentarias europeas. Las principales formaciones políticas —el Partido Socialista Europeo y el Partido Popular Europeo— han demostrado que no entienden nada. Los preocupantes resultados dejan a la Unión Europea en una situación de extraordinaria vulnerabilidad ante el notable ascenso de formaciones políticas que se caracterizan ya no por ser críticas ante un proyecto común —eso ya es casi lo de menos— sino por sostener posturas racistas, xenófobas, antisistema… Uno de cada cuatro franceses apoyó a Marine Le Pen: ultraderecha; 23.1% de los daneses votó por el Partido Popular Danés: ultraderecha; en Gran Bretaña, el Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP, por sus siglas en inglés) se convierte en primera fuerza del país: ultraderecha; Alexis Tsipras arrolla en Grecia: ultraizquierda.
Ninguno de esos partidos era nuevo en el escenario político. Daba incluso la sensación de que podían estar controlados y de que el respaldo que tenían era minoritario. Terrible error: sus simpatizantes aumentaron. Lo mismo ocurrió en Italia con el movimiento eurofóbico 5 Estrellas, que ha pasado a ser la segunda fuerza del país. Es preocupante el incremento en la representación de fuerzas radicales, populistas, con un discurso reduccionista, fuertemente demagógico y que ha sabido aprovechar el descontento —en muchos casos, hastío— de quienes más están sufriendo la crisis.
Pero quizá lo sea más la aparición de otras formaciones inesperadas en latitudes en las que parecía que no había espacio para este tipo de tendencias. Bien es cierto que con algunas peculiaridades que las hacen diferentes. Es el caso de España. El partido “Podemos” consiguió cinco eurodiputados. Esta formación asamblearia de extrema izquierda surgió en el escenario político cuatro meses antes de las elecciones. De marcado carácter personalista, su cabeza de lista —Pablo Iglesias— se volvió asiduo de algunas tertulias de análisis político desde 2013, lo que le sirvió para ganar visibilidad. Muy activos en las redes sociales, hablan en nombre de la “gente” y contra la “casta” (para referirse a los políticos de las formaciones mayoritarias); abandonan la confrontación “izquierda-derecha” para situarla entre “ellos” y “nosotros”; tienen buena formación universitaria; muestran su simpatía por los países de corte bolivariano; promueven reformar la Constitución para instaurar la República, la nacionalización de los sectores estratégicos, la creación de una agencia pública de rating, la instauración de una renta básica para todos los ciudadanos “por el mero hecho de serlo”… Algunas de sus propuestas suenan muy bien… probablemente para quienes no les importa vivir al margen. Otro ejemplo, derogar el Plan Bolonia. Pero es la norma en la que se enmarca el Espacio Europeo de Educación Superior, por lo que los universitarios españoles se quedarían aislados. Pero más allá de que su programa sea o no posible, lo cierto es que este partido político ha contribuido al crecimiento de la izquierda en España y al resquebrajamiento del bipartidismo. La pregunta es ¿cómo? La suma de los partidos progresistas es mayor que la de los conservadores; la dispersión del voto, también.
El próximo año se celebrarán elecciones regionales y municipales. Los resultados obtenidos el pasado mes de mayo no son extrapolables porque los sistemas son distintos. Pero, sobre todo, porque si ha concentrado una buena parte del castigo, ese voto no es permanente; es coyuntural. Cabe la posibilidad de que el voto de castigo se quede o que vuelva a su lugar de origen si el elector comprueba que el partido por el que tradicionalmente ha votado corrige la actitud que llevó a aquel a retirarle el apoyo. “Podemos” ha sabido capitalizar el desencanto de una buena parte de los jóvenes, la desesperación de quienes no ven salida a la crisis, la indignación de quienes culpan a la clase política de la situación por la que atraviesan, la ilusión de quienes creen que otra forma de hacer política es posible, el hastío de quienes han confiado en los partidos tradicionales de izquierda sin ver ningún resultado. Una vez más, la cuestión es ¿cómo?
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JULIO CÉSAR HERRERO es profesor universitario. Decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Camilo José Cela, combina su actividad docente y de investigación con el ejercicio del periodismo. Escribe una columna semanal y es analista en TVE. Especialista en marketing político, ha asesorado a numerosos políticos latinoamericanos y publicado varios libros y artículos científicos sobre esa materia.