Hay vivencias que el reloj no puede medir. Mucho menos capturar. Pertenecen a una dimensión que, sin negar lo cronológico, claramente lo trascienden. El gozo estético, los actos de comunicación profunda, la contemplación mística, el amor y el humor forman —cada uno a su manera— parte de este universo espiritual, ajeno a la comprobación científica y amenazado crecientemente por la racionalidad instrumental.
Allí encuentra un posible asidero la fe en la eternidad, distinto de cualquier discurso ideológico o religioso. Quien en su carne ha experimentado el amor o el éxtasis ya ha desbordado el tiempo y sabe que hay vivencias que la muerte no puede arrancar. Para él la resurrección no es una idea analgésica —cándido remedio— contra la muerte. Es más bien una manera, mejor y distinta, de transitar la vida, como la de Martha,1 como la de los mejores de entre nosotros. La fe no es entonces filosofía de débiles y de cobardes, sino manifestación de vitalidad, libertad y osadía existenciales.
Benditamente, también hay vidas que logran concatenar actos de sensibilidad, belleza y significado hasta definirse en ellos; vidas que hacen probable la improbable dimensión espiritual, que la vuelven incluso cotidiana, la encarnan y la irradian. Que nos la regalan.
Su gusto es inconfundible. Sus abrazos son diferentes a todos los abrazos. Convierten cada circunstancia en un pretexto para el encuentro y cada encuentro en una revelación, en una fiesta. Nos nutren espiritualmente. Enriquecen nuestras vidas.
Así era —así es— Raquel Garda de Mansur, una mujer sencillamente encantadora, angelical.
La relación con su familia es uno de los regalos fundamentales de mi vida y la de otros, que también la quieren como propia.
Deslumbrado por la hondura de Miguel Mansur (su marido, mi maestro), por su capacidad de compartir el asombro y el modo de pensar filosófico, indagué por ahí del año 85, con la comprensión cómplice de Queta, secretaria del departamento de filosofía de la Ibero, la dirección de su casa. Quería llevarle al maestro un regalo. Su esposa Raquel abrió la puerta. Me impactó su belleza. ¿Cómo explicarla? Después lo entendí: venía de adentro.
La vida me fue regalando, una a una, la amistad de Maribel, Michel, Juan Carlos y Raquel, sus hijos. Frecuenté su casa. Compartimos humor, botanas, ideas, amigos fundamentales, whisky. Mis padres y hermanos se vincularon con ellos entrañablemente. Mi novia resultó ser amiga y compañera de su hija. Mis vecinos, sus amigos. Fabriqué no pocos pretextos —incluida mi tesis— para mantenerme cerca de ellos. En el seminario sobre Edith Stein que se celebraba los sábados en su casa me hice amigo de Fernando, quien después sería su yerno y con quien hoy comparto el trabajo. Una fiesta, pues.
Así me fui enterando del hacer y del sentir de mamá Mansur. De su manera extraordinaria de transitar lo cotidiano: de sus grupos de estudio, de su trabajo como física nuclear en hospitales, de su manera de ser amiga, esposa, madre.
Raquel estaba allí, construyendo ámbitos para el encuentro, sembrando relaciones transformadoras, cultivando vínculos anchos y hondos, de esos que descubren la paternidad que engendra fraternidad, que intuyen y agradecen la acción vinculadora de Dios.
Encontró en cada circunstancia de la vida, incluidos sus veintiún años de viudez, una oportunidad para cultivar la espiritualidad intensa que fue marcando todas sus relaciones y profundizando, aún más, la belleza de su rostro. Cultivó su doble nacionalidad: mexicana de Tampico y ciudadana del Cielo. Consecuentemente, increíblemente, no temía a la muerte, sino a que el dolor la distrajera de su hallazgo fundamental.
Hoy celebro y agradezco su vocación, su vida de tejedora de encuentros. La honro. Quizá porque ahora entiendo (y me conmueve) que son precisamente esas las historias de las que estamos hechos, que humanamente no tenemos ni necesitamos más, que ahí están nuestras personalísimas bienaventuranzas.
Pero hay algo más, vinculado ya no con los obituarios y los homenajes a su vocación cumplida, sino con la nuestra, por cumplirse. Algo de lo que también nos recordó un Octavio Mondragón emergente de las flores de Gayosso: la vida de quienes fuimos tocados por su cariño no puede —no debe— reducirse a recordar la suya. Recordar no es más que un paliativo para el olvido que, en el fondo, es su pariente.
La mejor manera de honrarla no tiene que ver con el pasado, sino con un horizonte amplio de ilusiones vinculadas con lo vital y con las expectativas que son capaces de nutrirlo. De lo que va la cosa no es de recordar, sino de soñar sus sueños. Se trata, sin más, de la mejor manera de conjugar la existencia, que —si entendimos bien— algo tiene que ver con el ser espiritual y comunitario: con la manifestación en nuestra historia personal de todo aquello que embellece a la historia misma y la trasciende. Se trata finalmente del amor, de una transustanciación gozosa y generosa de nosotros mismos.
Es quizá por todas estas vivencias, obligadas reflexiones, regalos y llamados, que la muerte de Raquel Garda tuvo algo de festivo difícil de entender y de explicar.~
1En la interpretación de Octavio Mondragón, Jesús, en Betania, resucitó a Martha, la hermana de Lázaro a quien simplemente “echó a andar” nuevamente.
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EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.