Para que no sean necesarios
más héroes ni más milagros
pa’ adecentar el local.
Joan Manuel Serrat
Integración e inclusión
El paradigma de la integración, como en las películas norteamericanas, pone el acento en el esfuerzo de un individuo inicialmente excluido del juego social que termina, por su audacia y perseverancia, conquistando un lugar en el mismo. La inclusión, por su parte, se cuenta entre las virtudes sociales. Constituye un ejercicio de apertura de la sociedad que abre sus puertas políticas, culturales y económicas para que, gradualmente, quepan todos en su seno.
La integración enfatiza la rehabilitación del individuo y su capacidad de entrenamiento; apela incluso a su heroísmo. La inclusión, por su parte, tiene a la persona por un sujeto de derechos y obligaciones.
En el modelo de la integración a las instituciones se les encomiendan roles de entrenamiento, tutela o resguardo. En el de la inclusión, las instituciones asumen una función de acompañamiento administrada con criterios de subsidiariedad: permite tanta acción del sujeto como sea posible y ofrece únicamente el apoyo institucional que se reconoce necesario.
La inclusión es por ello al mismo tiempo un objetivo ineludible y un indicador confiable de desarrollo humano y democracia.
Ambos enfoques son evidentemente complementarios: sin el esfuerzo individual, la inclusión se infecta de paternalismo y victimismo. Sin inclusión, el futuro de la sociedad pende de los héroes y de los milagros.
Del afuera y del adentro
Más allá de esta claridad conceptual, el desarrollo de sociedades incluyentes tiene una evidente dimensión política: supone mover el elefante social en determinado sentido. Implica el vía crucis del cabildeo, la promulgación de leyes, el diseño de políticas públicas, la creación de instituciones, la asignación de recursos y presupuestos, la coordinación entre autoridades responsables, la alineación de agendas y prioridades, etcétera.
Supone, en suma, el que una minoría, otrora invisible, encarne determinada causa y gane gradualmente peso —grupos, liderazgos, apalancamientos, fuerza— hasta cambiar el punto de equilibrio de la balanza social.
Esta tarea —ardua y compleja, deudora normalmente del esfuerzo de generaciones— depende, sin embargo, para trascender, de una transformación de mayor complejidad y menor visibilidad: de movimiento silencioso de orden interno (educativo, de desarrollo humano) con profundas raíces de carácter psicológico, emocional y espiritual.
Se requieren corazones incluyentes para que la inclusión preñe la sociedad y la cultura. Sin la labor de transformación de las conciencias el esfuerzo político está condenado a perder sustentabilidad o a desvirtuarse.
¡Cuántas veces hemos visto a personas endurecidas rotar astutamente el objeto de su discriminación! ¡Cuántas nos descubrimos incluyendo selectivamente a unos para excluir quirúrgicamente a otros de nuestro horizonte perceptual y emotivo!
Si no abrimos el corazón a los más otros, corremos el riesgo de cambiar sin crecer. También el de convertir la arena pública en el circo en el que las minorías y las banderas se despedazan para obtener de una plebe entronizada bonos de popularidad que pueden marcar con el pulgar la diferencia entre la vida o la muerte de una causa.
La razón cede entonces su protagonismo a fuerza, a los eslogans, al victimismo exhibicionista y la competencia de las causas, a la carrera de los protagonismos que no acepta matices y secuestra el desarrollo personal que es a un tiempo fruto y semilla del diálogo. El terreno de la racionalidad queda suplantado por el de la fuerza. No construimos ya racionalidad ética. Hacemos política.
Pero, ¿cómo desarrollar mentes incluyentes?
De Loreto García Muriel aprendimos que la educación del corazón es pariente de nuestras pérdidas y preguntas fundamentales, que está vinculada con contrastes de todo tipo (de género, de condición física, social e histórica), que supone una vocación singular e intransferible, pero descubre en el encuentro con la sombra un elemento universal. Se trata por supuesto de un proceso arduo, no exento del dolor y el gozo propios del crecimiento.
Concluyo jugando. Transformando esta reflexión en ecuaciones simples con aspiraciones axiomáticas: integración sin inclusión es heroísmo. Inclusión sin integración, paternalismo. Política sin educación, activismo. Educación sin política, precariedad e intimismo. Todo junto: inclusión, desarrollo social, gozo.~
__________
EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.