La nación dispensable, el nuevo libro de Vali Nasr, aspira a muchas cosas: es una memoria de un diplomático desilusionado, una crítica de las políticas de la administración de Obama en el Medio Oriente, y una hoja de ruta para un manejo más eficaz de las relaciones exteriores.
En los dos primeros objetivos, el libro es un éxito. Nasr, un estadounidense naturalizado de extracción iraní, es el exasesor de Richard Holbrook, el legendario diplomático que servía de enlace especial a Afganistán y Pakistán desde la inauguración de Obama hasta su fallecimiento en diciembre del 2010. Su retrato de la disfunción, la confusión y los objetivos torcidos en la Casa Blanca es alarmante y provoca fuertes cuestionamientos sobre las estrategias diplomáticas de Washington.
El libro se destaca sobre todo en las secciones que discute la región que mejor conoce Nasr: Irán, Afganistán y Pakistán. El retrato que deja a sus lectores es bastante pesimista: en Pakistán existe un adversario rencoroso donde hace unos años había una relación de amistad (aunque fuese con mucha tensión). En Irán, la respuesta agresiva a su programa nuclear le ha dado entrada a las influencias de Rusia y China y ha elevado el prestigio de los persas en el mundo musulmán. Y en Afganistán, la prisa para sacar las tropas del país pese a la falta de un gobierno viable, puede ocasionar el regreso del Talibán, cuya colaboración con Al Qaeda provocó la invasión hace casi 10 años.
Peor aún, tales resultados no fueron ni necesarios ni inevitables, sobre todo en Irán. Las relaciones entre Irán y el gobierno de Bush iban mejorando en los meses después del 11 de septiembre, ya que los dos tenían un interés mutuo en la caída del Talibán y la estabilidad afgana. No obstante, Bush eligió colocarlos en el llamado “Eje del Mal” en su informe presidencial del 2002, a lado de Corea del Norte y el Irak de Saddam Hussein. Así se echó para atrás la descongelación entre los viejos adversarios.
Más allá que estos tres países, Nasr se queja, con toda la razón, que el ejecutivo estadounidense ha cedido demasiado poder a las Fuerzas Armadas, sobre todo en el ámbito de la diplomacia. Las tropas americanas no están capacitadas para conducir las relaciones bilaterales ni establecer colaboraciones duraderas; debido a su función más básica, ven el mundo en términos de seguridad, de amenazas para eliminar y de enemigos para neutralizar. Con el auge de la doctrina de contrainsurgencia, las filosofías bélicas han evolucionado hacia un modelo más holístico, pero aún así, el ejército no es un sustituto para el servicio diplomático y entre más el primero controle las políticas extranjeras, más complicaciones habrá.
Esta dinámica es sumamente visible en los tres países mencionados, ya que están en una región donde los estadounidenses han lanzado dos guerras en la última década, pero el afán de militarizar cada relación no es algo exclusivo al Medio Oriente. Es más, es una tendencia que ha pesado en México, a través de la Iniciativa Mérida y los crecientes intercambios militares entre los dos países. Y no está mal que las fuerzas armadas y otras agencias de seguridad tengan relaciones con sus contrincantes en el extranjero, pero como bien demuestra Nasr, canalizar las relaciones bilaterales a través de la seguridad distorsiona los intereses nacionales.
En otros temas, la obra de Nasr no es tan acertada. Sus preocupaciones sobre el auge de China y su papel en el Medio Oriente no convencen. Su propuesta alternativa para apoyar la Primavera Árabe –un Plan Marshall al estilo de la reconstrucción de Europa en los ‘40 y los ‘50– es fantasiosa. Y peor aún, da por hecho que un papel protagónico del gobierno estadounidense beneficia el mundo. Es un punto debatible, para decirlo suave, pero el debate no se da en La nación dispensable. En este y otros asuntos, Nasr no presta suficiente atención a los contrapuntos de sus argumentos.
Pero estos defectos son perdonables. El libro tiene amplios méritos y las preguntas lanzadas por Nasr merecen la consideración de los líderes estadounidenses.