A seis meses del fallecimiento de Laura Bonaparte, fundadora de Madres de Plaza de Mayo, su hijo la evoca en esta entrevista, realizada para Este País en las instalaciones del periódico Página 12, en Buenos Aires, Argentina. Entre otras cosas, Bruschtein recuerda cómo su madre contribuyó a que la desaparición forzada de personas sea considerada hoy como un delito de lesa humanidad.
En mayo de 1979, Laura Bonaparte, fundadora de la organización argentina Madres de Plaza de Mayo, se encadenó a las puertas de la embajada de su país en México para protestar contra la dictadura militar encabezada por Jorge Rafael Videla, Eduardo Massera y Orlando Agosti. El hecho no solo atrajo a la prensa nacional y a familiares de Laura; también llamó la atención que una mujer tan delgada y espigada pudiera hacer semejante acto burlando la seguridad del lugar.
En ese entonces, su hijo Luis Bruschtein trabajaba como jefe de redacción de la revista del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), y lo llamaron por teléfono para decirle que tenía que ir a la embajada argentina. Al preguntar la razón, pues él estaba exiliado y tenía su pasaporte vencido, le contestaron que su madre se había encadenado, y como el embajador no sabía qué hacer con ella, había apagado la luz, cerrado las puertas y se había retirado del lugar.
Como esta anécdota se pueden contar muchas más de Laura. Por ejemplo, cuando en México se puso en huelga de hambre, junto a Rosario Ibarra de Piedra y el comité Eureka, por los desaparecidos políticos en este país; cuando defendió a los travestis en Argentina a mediados de los años noventa; cuando cedió parte de su casa para que en 1995 la organización Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.), conformada por hijos de desaparecidos políticos, tuviera un lugar donde reunirse. Todo esto, además de ser observadora de Amnistía Internacional en las guerras de Centroamérica y protestar contra los israelíes desde Líbano, por los permanentes ataques a Palestina, entre muchas acciones más.
Aquí, las palabras de Bruschtein sobre Laura Bonaparte.
EMILIANO BALERINI CASAL: ¿Cómo recuerdas a tu madre?
LUIS BRUSCHTEIN: Como hijo, naturalizaba mucho lo que ella hacía. Uno en la vida tiene una sola madre. Lo que me pasa desde que se murió es que aprecio sus actos con un valor real, ya no con la mirada del hijo, sino con la de la persona que soy. He dimensionado más cómo fue su historia de vida, una vida de lucha que tiene una coherencia casi novelesca. Los que pueden parecer hechos aislados en su historia terminan estando ordenados de forma consistente.
Laura nació en la ciudad de Concordia, junto al río Uruguay, pero pasó su niñez y juventud en Paraná, al lado del río que lleva el mismo nombre. Cuando nació, su padre, Luis Bonaparte, era una figura importante en la comunidad: presidente de la Corte Suprema de la provincia de Entre Ríos y militante del Partido Socialista, que para esa época era de avanzada.
La historia familiar de mi madre es muy argentina: su tatarabuelo materno, Enrique Martínez, se vino de Uruguay a Buenos Aires, con el hermano de Juan José Artigas —militar y estadista uruguayo—, cuando tenía 16 años, para defender a Argentina de las invasiones inglesas, hasta que pasó al ejército de Los Andes del general José de San Martín.
Por el lado de su padre, es decir, los Bonaparte, su tatarabuelo fue un ingeniero que hacía pozos de agua, además de ser oficial de un ejército montonero en Entre Ríos que se opuso a la guerra contra Paraguay, cuando se cometió el genocidio del pueblo paraguayo por parte de los Gobiernos de Argentina, Brasil y Uruguay entre 1864 y 1870.
Mi madre nunca me contó esta historia. Me enteré de ella cuando volví del exilio y visité a una tía que era una monja de reclusión que después se hizo judía. Mamá me hablaba de su abuela, de las guerras civiles en la época de los gauchos, pero nunca me dijo que sus tatarabuelos habían sido tal cosa.
Su familia era bastante reconocida. Paraná es una ciudad pequeña, linda, tranquila, que está sobre la barranca del río. Y mi madre, de los seis hermanos que tenía, siempre fue la más rebelde. Cuando mi abuelo, Luis Bonaparte, renunció a la Corte Suprema de Entre Ríos, por un tema político, ella se puso a trabajar como vendedora de una tienda, y participó en una lucha llamada “Por la silla”, que no era otra cosa que darle a los vendedores una silla para sentarse un rato y poder descansar.
Durante mucho tiempo fue ama de casa normal, no participó en nada. Se casó, se vino a vivir a Buenos Aires, y cuando mis hermanos y yo ya éramos un poco más grandes empezó a estudiar psicología. En esa época, esta era una carrera de avanzada. Estudiar la sacó de la vida hogareña que llevaba hasta ese momento e hizo que se diera cuenta de muchas cosas.
La verdad que se mataba porque tenía cuatro hijos que atender. Al recibirse de psicóloga entró a trabajar al Hospital de Lanús, en la Provincia de Buenos Aires, un lugar de vanguardia en lo que se refiere a salud mental, dirigido en ese entonces por Mauricio Wondelberg.
El lugar tenía una mirada social respecto a la salud mental. Hacían trabajo comunitario en una zona popular donde todavía hoy hay villas “miserias” —barrios marginales. Para ella, lo más importante en su vida, lo que hizo por decisión profesional, personal y política fue trabajar en el Hospital de Lanús. Ahí fue psicóloga más de 10 años. Fue la primera psicóloga de sala en el servicio de Mauricio Wondelberg, y trabajó mucho con curas del tercer mundo y promotores de salud de las villas. Fundar Madres de Plaza de Mayo fue circunstancial. Se debió a las pérdidas de sus hijos Aída, Irene y Víctor; de su marido Santiago, así como de sus yernos Adrián Saidón, esposo de Aída; Mario Ginzberg, de Irene, y Jacinta Levi, de Víctor.
Esa fue la historia de los setenta. Ella trabajaba mucho en el tema hospitalario, social, de salud pública y mental. Todo cambió cuando a finales de 1975 mataron a mi hermana Aída: el 23 de diciembre de ese año, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) organizó un asalto al regimiento de Monte Chingolo, Buenos Aires, y mi hermana participó en él. Al día siguiente la capturaron y masacraron. Como el Gobierno no quería publicar la lista de los muertos de ese ataque, mi madre presionó mucho, pero nunca le entregaron el cuerpo. Le mostraron un pulgar que tenían en formol y le dijeron que sus restos podían estar en una fosa común.
En ese momento la represión en Argentina era muy dura. Eran los días previos al golpe militar del 24 de marzo de 1976. Mis hermanos, Irene y Víctor, estaban clandestinos y quedaron con pedido de captura porque la policía descubrió una imprenta del ERP. Yo me exilié. Trabajaba para la agencia de noticias Prensa Latina y tenía bastantes manchas en el currículum. Estaba legal, pero muy quemado por el trabajo que hacía.
Salí de Argentina con la idea de que cuando bajara un poco la represión volvería. Mi papá, Santiago, me había dado un dinero, que le tuve que mandar a mi madre cuando mataron a mi hermana. Poco tiempo después la policía puso una bomba en la planta baja del edificio donde mis padres vivían. Entonces mamá se exilió en México.
¿Por qué tu papá no se exilió?
Porque mi papá no hacía nada. No tenía militancia. Era el único de la familia que veía que se venía una mano muy dura, pero al mismo tiempo creía que no iba a ser con él, porque no participaba en nada. A esas alturas mis padres estaban separados. A partir de que ella empezó a tener trabajo, cambiaron muchas cosas en casa y se dio un proceso de separación en la pareja.
¿Qué hizo tu madre en México?
Se relacionó con Amnistía Internacional. Tuvo una gran interacción con los movimientos feministas, aunque ya venía participando en ellos; había estado en diversas reuniones internacionales, incluso recién llegada al país participó en un congreso en la materia. Asimismo, empezó a colaborar con la revista Femme.
¿Fue en México cuando Amnistía Internacional le propuso ir como observadora a la guerra de El Salvador?
Sí. Hay dos cosas que recuerdo claramente. La primera es que entre 1978 y 1979 ella empezó a escribir cartas a la Organización de las Naciones Unidas (ONU), para que se declarara delito de lesa humanidad la desaparición forzada de personas. Fue una de las primeras personas que ejerció presión sobre la ONU y la Organización de Estados Americanos (OEA), apoyada por el caso familiar, pues para ese entonces ya estaban desaparecidos mis hermanos Irene y Víctor, así como mi padre, Santiago, y mis cuñados. Ella se dio cuenta de que la única forma de que fueran juzgadas esas violaciones a los derechos humanos era que los delitos no prescribieran, y para eso había que declararlos delitos de lesa humanidad. Esto es importante porque nos da una idea de la forma que ella tenía de razonar.
Lo otro es que fue observadora de Amnistía Internacional en El Salvador, en la época de la guerra. Visitó campos de refugiados. No recuerdo todas las anécdotas que me contaba, pero alguna vez me dijo que en El Salvador tuvo mucho miedo, porque en uno de sus viajes estuvo en un campo de refugiados de una zona rural, donde había muchos niños, y una tarde apareció un helicóptero armado que empezó a seguir a la gente del lugar, y pudo ver y sentir el miedo que eso provocó. También estuvo en los campos de refugiados que había en la frontera entre México y Guatemala para ayudar a la gente que huía de la guerra en el país centroamericano.
¿Qué significa que, a pesar de la historia familiar que tuvo su madre, no se haya victimizado nunca?
Su legado nos deja dos cosas: la primera es la no victimización; la segunda es la claridad absoluta de no convertirse en lo que ellos (los militares) ven de sus enemigos. Por eso, la lucha por los derechos humanos, de víctimas de violaciones a los derechos humanos, es en defensa de esos derechos y no para pedir la venganza contra los responsables.
La victimización conlleva un proceso de destrucción. La única posibilidad de vida está siempre, aun cuando uno esté mal, en hacer algo por el otro, porque eso es lo que te rescata como ser humano y lo que te aleja de un ensimismamiento que te encierra. Por ejemplo: las Madres de Plaza de Mayo, aquí en Argentina, durante mucho tiempo no solo no fueron contenidas, sino que se las rechazó porque daban miedo. Eran mujeres que habían perdido a sus hijos de la peor manera y que, cuando iban a reclamar por ellos, ni institucional ni socialmente encontraban respaldo ni contención de ningún tipo. Estaban en la soledad más absoluta y en el drama más terrible. A pesar de esto, pudieron encontrar la forma de hacer algo por los demás, por la sociedad, por el otro. Fue la única forma que encontraron de sobrevivir. Ellas suelen decir: “Sí, a pesar de que estamos tan mal, tan hechas mierda, nosotras pudimos generar esto…”.
Laura nunca planteó una reivindicación de venganza. Las dos reivindicaciones históricas del movimiento de derechos humanos en Argentina son: aparición con vida, cuando estaba la dictadura militar, y justicia y castigo, en la democracia.
Ella viajó mucho para denunciar la situación en Argentina. Cuando estuvo en México, por ejemplo, se relacionó con Rosario Ibarra de Piedra, dirigente del Comité Eureka, y a pesar de que en la Constitución existía el artículo 33, referente al no involucramiento de los extranjeros en la vida política nacional, mi madre, siempre que pudo, apoyó a Rosario.
Otro ejemplo de cómo ella se daba cuenta del nudo de cada problema puede ser el siguiente: en 1983, después de la guerra de las Malvinas, se empezaron a encontrar cuerpos no clasificados en fosas comunes. Entonces, mi madre volvió a la Argentina y denunció dónde estaba el cuerpo de mi hermana Aída, capturada por participar en el intento de toma del regimiento Monte Chingolo en diciembre de 1975. Las autoridades llevaron un tractor y empezaron a trabajar en un cementerio. Casualmente, ahí se encontraban un fotógrafo y un reportero de la revista Life, quienes, impresionados ante lo que estaban viendo, le dijeron a mamá que querían ayudarla y le preguntaron qué podían hacer; ella les respondió: “Necesitamos que traigan a alguien que sepa de restos humanos”.
Los periodistas de Life se fueron y tiempo después la revista pagó el primer viaje que hizo a la Argentina Clyde Snow, el único antropólogo forense que había en ese momento en el planeta y que trabajaba para el FBI. Esto generó toda una discusión porque hubo personas que sostuvieron que si los familiares identificaban a los desaparecidos, no se involucrarían más en el movimiento de derechos humanos; en cambio, mi mamá creía que todos teníamos derecho a hacer un duelo.
Cuando Snow llegó a Argentina, empezó a colaborar a su alrededor un grupo de estudiantes de medicina y antropología a los que interesaba el trabajo que haría este hombre. Ese grupo actualmente es el Equipo Argentino de Antropología Forense que ha trabajado por el mundo identificando los restos de los desaparecidos que se encuentran en fosas comunes.
Laura Bonaparte no solo luchó por los desaparecidos…
Incorporó muchos temas a su lucha: los que tenían que ver con el género, el derecho a abortar, los derechos de las mujeres. Cuando se empezaron a hacer los congresos de mujeres, la que insistió, dentro de Madres de Plaza de Mayo, que tenían que acudir a esos actos fue ella. También apoyó a los travestis, en la época en que estos eran un sector muy marginado y vulnerable porque no tenían la protección de nadie. Cuando los travestis empezaron a agruparse, se dio una discusión dentro de Madres de Plaza de Mayo sobre la forma de apoyar su lucha. Ahora ese tema está muy incorporado en la sociedad, con las leyes de matrimonios homosexuales, pero hace 15 años, para nada. Ni siquiera los organismos de derechos humanos lo tenían muy claro.
¿Fue una mujer adelantada a su época?
Adelantada en el sentido de que fue una mujer brillante y aguda para encontrar el corazón de cada problema y la importancia que podía tener. En el homenaje que le hicieron en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires estaba Luana, la primera organizadora de los grupos de travestis en Argentina, y contó cómo alguna vez habían ido a los tribunales de la ciudad para encadenarse y hacer una huelga de hambre. Momentos después la policía empezó a reprimir la protesta y tuvieron que irse corriendo. Laura era la única que estaba en medio de los travestis, todas eran más grandotas y, por lo tanto, la cuidaban para que no le pasara nada.
Pudo haber escrito mucho más. Ella siempre escribía cuando la invitaban a congresos, y yo solía decirle: “Mamá, vos tenés que agarrar el tema de este artículo y desarrollarlo en un libro, porque sos la única que está hablando de esto”. Generalmente desarrollaba textos sobre el significado que tiene ser madre de un desaparecido y la psicología que envuelve el hecho, pero no lo hizo.
Cuando conoció a Julio Cortázar, este les dedicó un cuento con la historia familiar que se llama “Recortes del periódico”, y que se publicó en el libro Queremos tanto a Glenda. Cortázar fue muy respetuoso con mamá. Él era muy amigo de otro escritor llamado Humberto Cacho Constantini; cuando terminó el cuento se lo mandó a Cacho para que este a su vez me lo diera mí y yo a mi madre.
¿Como madre fue estricta?
Qué sé yo. Con mis hermanos éramos muy quilomberos (desmadrosos) y la volvíamos loca. Destrozábamos la casa, le hacíamos picardías todo el tiempo y ella en esa época nos revoleaba el zapato. También le ponía mucho atractivo a las cosas. Por ejemplo, alguna vez se quiso ir de vacaciones en tienda de campaña, y eso no se hacía, ni siquiera era una cosa de hippies porque aún no llegaban los hippies, era más bien de aventureros, y mi papá era un tipo tranquilo, pero ella lo molestó tanto que se compraron la carpa y nos fuimos de campamento a diferentes lugares en la costa.
Otras dos cosas que siempre nos exigió a los cuatro hermanos era que aprendiéramos a nadar y a tocar un instrumento. Esta última me da risa, porque algunas personas dicen que mis hermanos y yo éramos buenos músicos, pero la verdad es que yo no quería ir al conservatorio, aunque me gustaba más o menos la guitarra; Aída toleraba el piano; a Irene sí le gustaba tocar el arpa de concierto; pero el que sí detestaba rabiosamente tocar un instrumento era Víctor, a quien le pedían que ensayara con un violonchelo: todos los perros de las calles que estaban alrededor de casa se morían por el ruido que les sacaba de ese aparato. Casualmente, años después, Víctor fue el único que trató de hacer un grupo de rock.
El problema que tenía mamá es que había una parte de la política que no terminaba de captar. Ella creía que si uno va haciendo cosas, estas se van sumando y generando un reconocimiento, y en realidad eso no pasa; aparte de hacer ciertas cosas, tienes que tener la paciencia política para convencer y atraer a la gente que piensa diferente. Ella era muy frontal cuando descubría una problemática. No entendía por qué una posible solución no funcionaba, una vez programada.
¿Lo mismo le pasaba con las relaciones personales?
No. En las relaciones personales hubo gente que la quiso mucho y otra que no. Tuvo grandes amistades. Relaciones fuertes.
Si tuvieras una sola frase para definirla, ¿cómo lo harías?
Ella fue una hermosa luchadora: hermosa físicamente, internamente.
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EMILIANO BALERINI CASAL estudió la licenciatura en Periodismo en la Escuela Carlos Septién y la maestría en Estudios Latinoamericanos en la UNAM. Ha colaborado en las revistas Cambio, Fernanda y Playboy. Actualmente es reportero de la sección cultural de Milenio.