La semana pasada, autoridades estadounidenses y mexicanas decomisaron dos túneles que conectaban Tijuana con Otay Mesa, una pequeña comunidad al otro lado de la frontera, en las afueras de San Diego. Además detuvieron a una mujer californiana de 73 años, acusada de ser el cerebro detrás de los túneles, que presuntamente se utilizaron para pasar contrabando de México a Estados Unidos. Los túneles tenían un promedio de casi 600 metros de largo, y tenían instalados, entre otras novedades, sistemas de iluminación y ventilación.
No es un reporte insólito. Hace unos meses, surgió la noticia del descubrimiento de otro túnel fronterizo entre Tijuana y Otay Mesa. En ese momento, las autoridades estadounidenses que descubrieron el túnel arrestaron a tres hombres y decomisaron 325 kilos de cocaína más ocho toneladas de marihuana.
También estaba bien equipado este túnel: contaba con ventilación, luces, hasta un sistema ferroviario eléctrico. Eran unos 600 metros de largo, poco más de un metro de alto, y poco menos de un metro de ancho. Pasó por una profundidad de 10 metros bajo tierra. Según las autoridades estadounidenses, la construcción de este camino subterráneo costó unas decenas de millones de dólares y tardó años en llevarse a cabo. Con suma creatividad, las autoridades y los medios han etiquetado estos proyectos como “supertúneles”.
Los decomisos provocaron comentarios airosos de las autoridades, como el siguiente de la fiscal Laura Duffy: “Aquí estamos de nuevo, parando los planes de los cárteles de llevar millones de dólares de drogas ilegales por pasajes secretos que costaron millones para construir. Pasar por debajo de la tierra no es un buen plan de negocios. Hemos prometido ubicar estos supertúneles…y una vez más, hemos cumplido.”
El tono triunfal no queda en esta situación. El decomiso del túnel no es un éxito, sino otra muestra de las ideas fracasadas que guían la lucha contra el narcotráfico.
Desde el inicio de 2010, llevan por lo menos siete supertúneles que se descubren en esa zona fronteriza. Durante los cinco años pasados, son más o menos 50 túneles de todo tipo que se han pescado a lo largo de la frontera entre Estados Unidos y México.
Es un número nada despreciable, pero seguramente la cifra de los que han evitado la lupa pública es mucho mayor. La frontera entre los dos países mide más que tres mil kilómetros. Teóricamente, esto significa que hay espacio para tres millones de túneles como los de la semana pasada. Claro, no estoy sugiriendo que haya tantos, pero el decomiso de siete supertúneles no vale mucho contra estas realidades inmutables e irremediables.
La misma dinámica de buscar una aguja en el pajar prevalece en todos los ámbitos del tráfico. Entran a Estados Unidos 11.5 millones de los contenedores anualmente; éstos tienen un volumen promedio de 33 metros cuadrados, por un volumen total que rodea 380 millones de metros cuadrados. En tal contexto, las 300 toneladas que se consumen cada año en Estados Unidos parecen unas cuantas gotas en el mar. De la misma forma, son unos 65 millones de carros, camiones, y trailers que cruzan de México a Estados Unidos cada año, y el país posee unas seis mil millas de costa, sin incluir Hawái y Alaska. No existe un país capaz de prevenir la entrada de pequeñas cantidades de drogas por tantos puntos de entrada.
Sin embargo, el objetivo básico en la lucha contra el narcotráfico ha sido frenar el tráfico a través de decomisos. Por eso a los agentes del gobierno les encanta descubrir un supertúnel, o poner en la frase famosa de The Wire, “drogas encima la mesa” durante las ruedas de prensa. Estas actividades les permiten ignorar la futilidad esencial de sus actividades.
La obsesión con frenar el flujo de drogas ha condenado las políticas de drogas al fracaso, desde hace muchos años. Este enfoque ha sido obra sobre todo del gobierno estadounidense durante las últimas cinco décadas, pero tiene sus raíces en las primeras convenciones internacionales que prohibieron las drogas hace un siglo. Gracias a este enfoque, los éxitos celebrados con todo el debido entusiasmo (como el descubrimiento del túnel) se quedan abrumados por las derrotas diarias, es decir, las toneladas de drogas ilegales que se trafican, se compran, y se consumen a diario. Además, las innovaciones que sí se dan en la materia, como el programa Hope de Hawái, no han sido suficientes para cambiar los patrones dominantes. Resulta que un cambio de pensamiento y de cultura dentro de un gobierno, por más que urge, no es fácil.
No es un punto original que hago en este post; es un eje central de las críticas de la guerra contra el narco desde hace mucho tiempo. Y es una causa principal del fracaso de estos esfuerzos.